martes, 19 de enero de 2021

LA GRAN NEVADA

 

En un país de sol como el nuestro, nadie está preparado para la nieve, por eso nadie esperaba esta nevada, ni quiso ver lo que se nos venía encima aunque los meteorólogos nos avisaron.

Generalmente, las previsiones de nieve en lugares donde habitualmente no nieva no suelen cumplirse. La cosa se suele quedar en unos pocos copos que no cuajan y si lo hacen, enseguida templa y la nieve se va en unas horas.

Esta vez ha sido distinto. Ha nevado mucho y después, unas inusuales temperaturas negativas de dos cifras, han mantenido la nieve bastante más tiempo del habitual.

La nieve al principio es hermosa. Quien más y quien menos, experimenta una extraña emoción viendo como el paisaje poco a poco se torna blanco y ese niño que todos llevamos dentro, se siente aventurero cuando sale fuera y la nieve recién caída cruje bajo sus botas.

Pasados esos primeros momentos, la nevada es fría, incómoda y provoca multitud de problemas. En los sitios habitados, rápidamente el blanco manto da paso a un hielo sucio y antipático muy difícil de eliminar.

Yo tengo la suerte de que salgo mucho al campo y las estampas que he presenciado estos días, van a dejar un recuerdo indeleble en mi memoria.

El sábado ya estaba todo nevado y yo me fui andando desde el pueblo donde vivo a una finca que está a unos dos o tres quilómetros del mismo. En el camino, impresas en la nieve, se podían ver infinidad de huellas de animales que normalmente pasan desapercibidos por pequeños, miméticos o nocturnos. Huellas de ratón y de conejo, de los innumerables pájaros que incansablemente buscaban la poca comida que la nieve no tapó, huellas de jabalíes que bajan desde el monte al olivar y huellas de la zorra que siempre merodea el gallinero.

La tarde, con escasa luz, pintaba el paisaje con un sinfín de tonos grises entre el blanco y el negro. En las peñas que rodean mi finca, una pareja de búhos reales a la que llevo bastante tiempo observando, ululaba frenéticamente llenando el silencioso paisaje con sus profundas voces.

En estas circunstancias, un problema que tienen los animales salvajes y también los de granja, es encontrar una fuente de agua líquida cuando todo está helado. Las gallinas, más o menos se defendían picando la nieve, pero Hoomer, mi viejo borrico necesitaba agua con urgencia. Tuve que buscar una pala enterrada en la nieve para despejar el hogar donde normalmente hago barbacoas. Como es lógico, la leña estaba muy mojada. Con un poco de gasolina conseguí prenderle fuego y calenté un gran caldero lleno de nieve que Hoomer bebió de mis propias manos.

Cuando ya se pudo circular por carretera, pudimos ver la magnitud de la nevada. Todo era blanco hasta donde alcanzaba la vista. Un paisaje, normalmente anodino, cobraba una belleza inusitada. La nieve bajo el sol reluce como si alguien hubiese vertido sobre el paisaje millones de diamantes.

Mañana se terminará este episodio climático, ya veremos si de una manera abrupta o no dependerá de la cantidad de la lluvia que caiga y de la velocidad del deshielo.

Es un clásico de la política patria echarse mierda unos a otros cada vez que pasa algo de esto, sin pensar que hoy le nieva a tu rival y mañana te nieva a tí  ¡Las espadas están en alto! Esperemos que no llegue la sangre al río…

No sabemos cuando volveremos a ver la nieve por aquí, el tiempo está cada día más loco. Por mi parte me despido de “Filomena” con la esperanza de que el campo preñado nos traiga una primavera gloriosa.

Lo que es seguro, es que cuando vuelva a nevar nos volveremos a asomar a la ventana ilusionados, sin recordar los trastornos que nos supuso la última vez.

martes, 4 de agosto de 2020

EL JUANCARLISMO

EL JUANCARLISMO


Juan Carlos I ha sido una figura importante en la historia española de este siglo pasado.

Creo que, en realidad, poca gente ha sido monárquica en España, pero muchos si han/hemos sido en algún momento juancarlistas.

Franco, del que se podrán decir muchas cosas, pero nunca que fue un idiota, recibió tácitamente de parte las fuerzas conservadoras a las que representaba en la guerra, el encargo de restaurar la monarquía.

Esa restauración monárquica no era ni mucho menos la prioridad del Caudillo, pero muchos monárquicos convencidos lucharon al lado de Francisco Franco con esa idea.

Franco, que fue el general más joven de Europa y en su día estuvo al servicio de Alfonso XIII, debía saber perfectamente con quien se estaba jugando los cuartos. También supongo que, dada la naturaleza de su mandato, en algún momento pudo barajar la posibilidad de trasmitírselo a su descendencia, pero como ya hemos dicho, Franco de tonto no tenía un pelo y conociendo el paño sabía que aquello no iba a funcionar con respecto a su familia y optó por solucionarles la vida generosamente y buscar otra fórmula para la sucesión.

En 1948 se optó por volver a explorar la vía monárquica para la sucesión del Caudillo y se acordó una entrevista entre el hijo de Alfonso XIII, Don Juan de Borbón, Conde de Barcelona y Franco en el Ferrol a bordo del yate Azor.

Aunque ya iba prevenido, el dictador pudo constatar en persona que Juan de Borbón era un perfecto imbécil.

Quiero creer que, a su manera, Franco quería lo mejor para España y que por eso no abandonó a la primera aquella vía. El conde de Barcelona tenía un hijo de diez años, que a decir de los que habían indagado sobre la Familia Real en el exilio, era bastante despabilado. La alternativa a una monarquía tutelada por él mismo era el ejército y Franco conocía demasiado bien a aquella manada de lobos, de hecho, él, aquel hombre bajito y regordete, con voz de pito, era el lobo alfa.

Juan Carlos se vino a España y se formó como español. A la muerte del dictador en el setenta y cinco, le sucedió en la jefatura del estado.

En 1978 el país se abrió al mundo y se democratizó. Lejos de lo que algunos que no vivieron aquella época afirman, la transición no fue un asunto nada fácil.

Los comunistas, líderes de facto de la oposición al franquismo y de lo que quedaba del bando perdedor en la guerra, no estaban muy por la labor de aceptar un rey y menos uno puesto por Franco. El Partido, en los países de nuestro entorno, había evolucionado a lo que entonces se dio por llamar “Eurocomunismo”, una suerte de socialismo integrado en las democracias parlamentarias occidentales, ya lejos de la obediencia soviética anterior.

Para llevar a los comunistas al redil de lo que pretendía ser un régimen homologable con el resto de democracias occidentales, se trató el asunto con un comunista de la vieja guardia que vivía exiliado en la Rumanía de Ceaucescu y que no era otro que Santiago Carrillo.

Ceaucescu vino a España en el setenta y nueve, siendo el primer líder de detrás del Telón de Acero que lo hacía en toda la historia. El mandatario comunista, medió entre Juan Carlos y Carrillo, para que este último aceptara integrar al partido en la naciente democracia española.

La jugada les salió a pedir de boca a los dos. Juan Carlos conseguía que el Partido abandonase la vía de la clandestinidad y Carrillo, tras haber perdido parte de su protagonismo en los últimos años del dictador, volvía con fuerza a la primera fila del PCE.

Todos estos cambios no gustaron al sector inmovilista, con fuertes conexiones en la economía, el ejército, la judicatura y la policía. Juan Carlos supo maniobrar con gran habilidad entre estos poderes que amenazaban con una regresión a tiempos pretéritos en los que las libertades individuales que los españoles habían adoptado por derecho corrían serio peligro.

Con el terrorismo de ETA sobrevolando la vida pública, el ruido de sables llegó a hacerse atronador.

De nuevo Juan Carlos, que tenía mucho contacto con los militares, supo obrar con gran habilidad y nadar entre dos aguas.

El 23 de febrero de 1981, se produjo una seria intentona golpista, con un grupo de guardias civiles armados irrumpiendo la sesión del congreso que tenía que investir al nuevo presidente del gobierno, Leopoldo Calvo Sotelo y los tanques por las calles de Valencia, Alfonso Armada, el líder en la sombra de aquella asonada, creía que el rey apoyaba su causa.

Aquella celebre noche, un alto mando militar habría de comparecer en el congreso de los diputados, el llamado “Elefante Blanco” no era otro que Juan Carlos Borbón que, en lugar de ir al congreso a la una y media de la madrugada lanzó un mensaje televisado que desarticuló de hecho el golpe.

Las malas lenguas han acusado a Juan Carlos de no tomar la decisión de desvincularse del golpe hasta comprobar que este no contaba con los suficientes apoyos. En cualquier caso, aquella jornada sirvió para hacer una profunda purga, que modernizó definitivamente nuestras fuerzas armadas.

Aquel suceso consolidó, con sus virtudes y defectos la democracia española y con el PSOE, un partido de izquierdas en el poder, España entró por fin en las principales organizaciones internacionales, la OTAN y el Mercado Común Europeo.

Un problema que ha prevalecido hasta nuestros días ha sido la complicada organización territorial de España. El rey Juan Carlos sirvió de enlace entre los intereses económicos de Cataluña y los del resto del estado. Aquellos besamanos de Baqueira Beret entre la familia real española y los Pujol, virreyes de facto en la autonomía catalana, acabaron culminando en las olimpiadas del 92, pistoletazo de salida de una corrupción sistémica que ha llegado hasta nuestros días.

De aquellos polvos estos lodos… Juan Carlos pasó a ser “el Campechano”, una especie de super embajador y conseguidor de grandes negocios para las empresas españolas. Esa faceta, que en sí misma no es algo negativo, ha acabado degenerando en una suerte de asuntos turbios, de comisiones y de relación con personajes dudosos con los que un jefe de estado de una de las naciones históricas más importantes del mundo, nunca deberían de haberse producido.

Del caso Urdangarín la Familia Real salió gravemente tocada y nadie se creyó entonces, ni se cree ahora que Juan Carlos no tenía ninguna vinculación con los sablazos que su yerno iba pegando por ahí.

El principio del fin del juancarlismo fue el caso conocido como “asunto de Botsuana”. En medio de una profundísima crisis económica y con millones de españoles en el paro, un decrépito Juan Carlos se rompió una cadera durante una cacería de elefantes en el país africano. Para más Inri, Campechano no estaba solo en aquella inoportuna aventura. Le acompañaba una mujer que, por supuesto no era su legítima esposa, sino una “amiga entrañable”, la princesa alemana Corinna zu Sayn-Wittgenstein, una aristócrata devenida en testaferro de los tejemanejes del rey y alcahueta de altos vuelos. Este affaire y otros muchos, eran del dominio público desde hacía muchísimo tiempo.

Nadie debería ponerse en una posición moral superior y no voy a ser yo el que lo haga. Creo que España tiene mucho que agradecerle a Juan Carlos de Borbón en el pasado, pero también creo que, al mismo nivel que cualquier otro ciudadano, debería someterse a la acción de la justicia y pagar como cualquier otro.

¿De qué manera afecta todo esto al actual rey Felipe VI? Creo que más pronto que tarde, la monarquía va a tener que someterse al dictamen de las urnas.

Yo nunca he ocultado mi republicanismo, ni cuando ser republicano no estaba de moda como ahora, pero creo que esto no va sólo contra la monarquía. Esto va contra un régimen de libertades que los españoles conseguimos en el 78 y que unos nuevos inquisidores nos quieren arrebatar.

No es casual que todo esto salga en un momento en el que un personaje, que reconozco que despierta en mí un enorme recelo y antipatía, como es el vicepresidente del gobierno, Pablo Iglesias, ha tenido acceso a la información secreta del Centro Nacional de Inteligencia.

Iglesias, claramente no es el profesor, ni el militante altruista que nos querían vender. El vicepresidente es un tipo muy ambicioso, que recientemente se está viendo cercado por asuntos turbios y que bien pudiera con lo que se está sabiendo de Juan Carlos I desviar el foco mediático de sus propias corruptelas.

¡Insisto! Creo que en este asunto el que la haya hecho debe pagar, pero debemos mantenernos ojo avizor para que este país siga siendo igual de libre de lo que era y que no nos sea impuesta una nueva dictadura de lo políticamente correcto.


jueves, 18 de junio de 2020

¡GRACIAS GOBIERNO!


Todo comenzó en Wuhan China a finales del verano de 2019.

En una tasca junto al mercado de abastos, dos anodinos comerciantes bebían unas cervezas mientras fumaban y echaban monedas en la máquina tragaperras del local.

Como se les había hecho tarde y tenían gusa, pidieron una ración de pangolín “poco hecho”.

-¿Pangolín poco hecho?- preguntó el encargado enarcando una ceja ante lo inusual del pedido.

Cualquiera con unos mínimos conocimientos sobre cocina oriental, sabe que el pangolín hay que comerlo crujiente, preferiblemente acompañado de sake u otro licor fuerte ya que, dadas sus costumbres coprófagas, este bicho es un foco de gérmenes.

La tragedia estaba servida con salsa agridulce.

Pocos días después, Chu-Lin y Lin-Chu, que así es como respectivamente se llaman el paciente cero y el uno de la actual pandemia, enfermaban gravemente infectando a todo quisque a su alrededor.

El gobierno chino, desde que tuvo constancia de la gravedad de la situación, lo puso en conocimiento del resto de gobernantes internacionales, pero sólo unos pocos hicieron caso a sus recomendaciones. El resto, con Trump, Bolsonaro y Díaz Ayuso a la cabeza, optaron por obtener réditos políticos de la trágica situación, culpando a Sánchez e Iglesias de la misma.

Ante el cariz que tomaban los acontecimientos, los chinos decidieron que había que buscar una solución y que mejor que hacerlo de la mano de los políticos más capaces y concienciados del planeta, que no son otros que los del gobierno de España.

La reunión se realizaría en un Todo a 100 situado en el 34 de la Avda. de los Vinateros, del madrileño barrio de Moratalaz.

-¿Madrid?- se preguntaban los líderes que habían de acudir a la crucial reunión, sabedores de que en la villa y corte actuaban impunes los agentes de Díaz Ayuso, con Miguel Bosé a la cabeza, disfrazados de señoras del barrio de Salamanca con unas bolsas de Zara que en realidad eran dispositivos de identificación del ADN donados por las empresas del IBEX 35 y el Opus.

-¡MADRID SERÁ LA TUMBA DEL FASCISMO!- contestó Pablo Iglesias con voz profunda y un brillo en los ojos que no dejaba lugar a dudas de su determinación.

La entrada en el país de los líderes de China y Corea del Norte se produjo a través del polígono industrial de Cobo Calleja y no presentó mayores problemas, ya que todos los orientales se parecen mucho a ojos de los occidentales poco avisados.

Nicolás Maduro lo tenía más difícil. La derecha española se pasa el día hablando de Venezuela y por tanto, su cara es muy conocida, pero consiguió entrar por Barajas, en una de las maletas que el ministro Ávalos le coló por la aduana a Delcy Rodríguez.

Putin llegó a Puerto Banús pilotando el mismo un submarino nuclear y se mezclo sin problemas con el resto de mafiosos rusos de la Costa del Sol.

Finalmente, Soros y Bill Gates cruzaron la frontera de Portugal en coche, disfrazados de lagarteranas.

¡Ya estaban todos!

El resto de los asistentes a la reunión le preguntaron a Pablo Iglesias sobre la ausencia de Irene Montero a la misma, a lo que el líder morado contestó:

-Sola y borracha ha querido llegar esta noche a casa…-

Ya metidos en harina, se barajaron muchas opciones para contrarrestar la pandemia que amenazaba con asolar el mundo.

Kim Yong propuso lanzar una andanada de misiles curativos, pero los fachas, ya en tiempos de Ronald Reagan habían previsto esta acción y habían montado un escudo espacial contra los proyectiles benéficos procedentes del otro lado del Telón de Acero.

Pedro Sánchez escuchaba y callaba, hasta que se decidió a intervenir.

-¡Yo tengo la solución!- Dijo el presidente y al punto hizo entrar en la sala a un hombre.

Aquel señor tendría entre veinte y setenta años y una fuerte cabellera cana no domeñada por la tiranía del champú y el peine. Vestía un jersey de color indefinido, con abundantes pelotillas signo de que había sido fabricado por trabajadores justamente remunerados y de una manera sostenible.

-¡Les presento al Dr. Fernando Simón!- Dijo Sánchez con un deje de emoción en su voz.

Don Simón comenzó a exponer sus soluciones a los asistentes. Su voz de flauta rota era tan hipnótica para la audiencia, como la visión de los pelos tiesos que al insigne epidemiólogo le salían de las orejas.

Luego Fernando Simón presentó a los conferenciantes al resto del comité de expertos designados por el gobierno de España y que eran los siguientes:

Un herrero toledano amigo de Marlaska, que había quedado finalista en la edición internacional de Forjado a Fuego.

Dos liberadas sindicales de Telefónica.

Un surfista de Hondarribia, que en temporada se dedicaba a la pesca artesanal del bonito del Norte.

Un par de colegas del basket de Pedro Sánchez.

Y finalmente, para compensar la paridad de género, tres becarias de la Tuerka.

Todos los asistentes quedaron muy convencidos con la solución española que aquella liga de mujeres y hombres extraordinarios proponía para la pandemia.

La reunión terminó con todos los asistentes cantando el Resistiré del Dúo Dinámico y sintiendo mucho afecto mutuo, pero respetando el distanciamiento social.

Ahora que llegamos a la Nueva Normalidad, sabemos que las medidas puestas en práctica en aquella reunión han salvado la vida a cerca de medio millón de españoles y a innumerables personas en el mundo entero.


¡Gracias a todos los que lo hicieron posible!





sábado, 16 de mayo de 2020

LA CRONICA DE GRIJELMO-ALJUBARROTA


ALJUBARROTA







En el 1379 falleció nuestro señor don Enrique, al que sucedió su hijo Juan de 21 años. A pesar de su juventud, el nuevo rey estaba muy familiarizado con los asuntos de la política castellana.

Juan I trató, con poco éxito, de revertir la política de su padre hacia los grandes señores. De hecho, él era hijo de Enrique de Trastámara y la hija del marqués de Villena, uno de los mayores magnates del reino.

A los cuatro años de su reinado y tras muchas negociaciones con la corte lusa, se acordó su matrimonio con la única hija de Fernando I de Portugal.

Las capitulaciones matrimoniales se firmaron en la localidad portuguesa de Salvaterra de los Magos, y en ellas se acordaba que, pese al matrimonio, la separación de los reinos se mantendría a la muerte del rey Fernando y que sería coronado rey de Portugal el primer hijo varón del matrimonio, cuando éste tuviese al menos catorce años

La muerte del rey de los portugueses se produjo pocos meses después, y Juan I de Castilla apremiado por el maestre de Avis y otros grandes del reino, asumió el trono y se proclamó rey de Portugal, incumpliendo las Capitulaciones de Salvaterra.

También mandó apresar a Don Juan, el hijo mayor que el antiguo rey Pedro de Portugal tuvo con su amante Beatriz de Castro. Don Juan era un hombre inofensivo que había vivido toda su vida en la corte de Castilla, aun así fue apresado, no fuera a ser que su persona aglutinase al partido de los descontentos.

Al poco tiempo, un ejército castellano cruzaba la frontera y se establecía en Guarda.

Los grandes nobles portugueses, en general vieron con buenos ojos la coronación del castellano. Todos tenían intereses económicos a ambos lados de la frontera. No así el pueblo, que veía su tierra en manos de unos extranjeros.

El maestre de Avis, un hermano bastardo del finado rey Fernando, en un principio apoyo la coronación con la idea de ser él el que de facto dirigiese un protectorado castellano. Lo que no entraba en los planes del ambicioso maestre, era una incorporación de Portugal a Castilla y el gobierno efectivo de Juan I.

El maestre de Avis comenzó a conspirar con unos y con otros. Con el fin de apuntalar su candidatura al trono. Para este fin, pidió matrimonio a la reina madre Doña Leonor, que nominalmente ostentaba la regencia.

Al ser rechazado por ésta, asesinó al favorito y amante de la regente, don Juan Fernández de Andeiro, líder de los “emperejilados”, que es como se conocía a los partidarios de Pedro “el Cruel” desterrados en Portugal.

Después del crimen, fue aclamado por las cortes portuguesas y se hizo coronar rey en Lisboa.

Juan I de Trastámara, no fue capaz de reeditar los éxitos militares de su padre.

Tras las Guerras Fernandinas, los portugueses habían aprendido la lección y el poderoso ejército castellano fracaso una vez tras otra en la toma en las poblaciones más importantes.

No tardó en llegar a Portugal el apoyo inglés personalizado de nuevo en D. Juan de Gante, el duque de Lancaster, al que acompañaba Sir Edmund de Coussendsy y sus temibles arqueros.

La reina madre, que se había refugiado en Castilla amenazada por los rebeldes, viendo el cariz que tomaban los acontecimientos, y fiel a su carácter intrigante, al final tomó partido contra su yerno. Fue descubierta y enviada a un monasterio en Tordesillas. Esto atrajo aún más portugueses al bando de los rebeldes.

Avanzado el mes de mayo, ya casi a las puertas de junio, volvían unos seiscientos castellanos después de saquear Viseu y asolar la región de Beira, cuando un número inferior a la mitad de portugueses y los arqueros de Sir Edmund, les sorprendieron a la altura de la localidad de Trancoso, cortándoles el paso.

Fieles a sus tácticas de guerra, los portugueses y sus aliados ingleses desmontaron en una elevación del terreno y se fortificaron con picas, para resistir la acometida de la caballería castellana.

Pese al consejo del caballero Guzmán, el líder de los castellanos, Don Juan Rodríguez de Castañeda, mando cargar confiado en su superioridad numérica.

Como ya había visto el zamorano en Nájera, aquello fue una carnicería. De los siete capitanes que mandaban la hueste, solamente sobrevivió él, acompañado de su inseparable Álvaro de Dueñas y menos de un centenar de los castellanos.

Mientras los portugueses liberan a los muchos compatriotas que los castellanos llevaban prisioneros, Sir Edmund se entregó al exterminio de los heridos. Esta era una labor que el paladín hacía personalmente con despiadada eficacia, incluso con gusto.

La tragedia de finales de mayo se había de repetir multiplicada por diez en agosto.

Después de Trancoso, el rey Juan I levantó nuevamente un gran ejército con ayuda del rey de Francia que envió en su auxilio a dos mil de sus mejores caballeros. Los castellanos también contaban con morteros, unos ingenios que lanzaban piedras a gran distancia impulsados por pólvora, un polvo negro que explotaba con gran estruendo poniendo un gran temor en los corazones de quienes eran atacados con ellos.

Cruzaron la frontera por Guarda y se dedicaron a asolar el país a su paso.

En agosto avanzaron hacia Lisboa, con la idea de conquistar la capital del reino y hacerse con la persona del Maestre de Avis, que desde diciembre reinaba en la zona rebelde con el nombre de José I y había nombrado condestable a Nuno Alvares Pereira, un militar de mucha experiencia en las guerras fernandinas

Alvares Pereira contaba con la ayuda inglesa, no muy numerosa, pero sí de gran eficacia, ayuda personalizada de Sir Edmund de Coussendsy y sus hombres.

Los castellanos avanzaban sin oposición por el centro de Portugal bajo el implacable sol de agosto, cuando divisaron a las fuerzas de Álvarez Pereira sobre un altozano cerca de la aldea de Aljubarrota.

Los espías lusos habían informado al Condestable de la situación del Ejército castellano y el astuto portugués había podido elegir una posición ventajosa para entablar la inevitable batalla.

Inicialmente los castellanos no mordieron el anzuelo. Gracias a su superioridad numérica, rodearon la posición portuguesa.

El otro lado de la colina tenía mucha menos inclinación y los asesores del rey de Castilla le aconsejaron enfrentarse a los rebeldes portugueses por ese lado.

Álvarez Pereira rápidamente hizo cambiar la posición de sus tropas y puso la caballería desmontada en el centro de la formación y en las alas del ejército un par de cientos de arqueros ingleses, dirigiéndolos montado sobre su inconfundible caballo negro, estaba Sir Edmund.

 Algunos capitanes, como el caballero Guzmán, expresaron sus reticencias entablar el combate en ese momento, tras una jornada agotadora de marcha bajo el sol de verano y porque conocían de la eficacia de los arqueros ingleses. Elías Guzmán era más partidario de mantener sitiado al ejército portugués, ya que solo había una posible vía de acceso y escape de aquella colina, flanqueada por dos ríos.

Lo inteligente hubiera sido bombardearlos con las piezas y esperar que los portugueses viniesen hacia ellos, pero la idea trasnochada de la caballería que traían los franceses y que compartían muchos nobles castellanos de que no era cosa de valientes desmontar y una auténtica deshonra no ser el primero en atacar a la infantería, una tropa a la que en aquellos tiempos se consideraba inferior.

Así que el propio rey Juan I de Castilla ordenó el ataque.

Primero cargo a toda rienda la caballería pesada francesa.

Los portugueses, asesorados por Sir Edmund, habían cavado zanjas y cuevas que impedían el avance de los caballos. Eso, unido a la lluvia de flechas inglesas, hizo que la carga de más de mil caballeros no llegase ni siquiera alcanzar las líneas portuguesas.

Muchos de los jinetes fueron muertos o hechos prisioneros sin que las tropas de la retaguardia hicieran nada por impedirlo.

Pese al revés sufrido, el rey de Castilla atacó con todo lo que tenía, sin reparar en el embudo que las defensas lusas suponían.

Las tropas tenían que romper su formación para llegar a lo alto de la colina. Esto anulaba por completo, como ya había previsto Elías Guzmán, la superioridad numérica castellana.

Finalmente, pasando por encima de los cadáveres de hombres y bestias, unas tropas castellanas extenuadas alcanzaban la posición del ejército portugués y comenzaban a batirse, provocando no pocas bajas.

El maestre de Avis, que se encontraba en la retaguardia, ordenó la muerte de todos los prisioneros que custodiaba y se incorporó personalmente con el resto de su ejército al combate.

Más de quinientos nobles franceses y algún castellano, fueron degollados sin armas, como si fueran ganado, en aquella colina portuguesa.

Bien fuera porque pesó más el cansancio, o por el arrojo de los rebeldes que defendían su vida y su país, con la caída del sol, los castellanos empezaron a perder terreno y el rey ordeno una retirada que, ante el empuje portugués, pronto se convirtió en desbandada.

Con el enemigo que huía, los vencedores se entregaron a una orgía de sangre y muerte en la que participó activamente la población local.

Una panadera de la villa de Aljubarrota, mato con sus propias manos a más de 20 castellanos heridos.

 El rey Juan, que había perdido su montura, fue asistido por el señor de Hita que le dejó la suya propia, y en un gran acto de heroísmo, quedó pie en tierra defendiendo la huida de su Señor, algo que le costó la vida.

En aquella jornada, pereció la mayoría de la alta nobleza castellana y portuguesa que luchaba a favor de la causa del rey de Castilla.

Finalmente, Juan I consiguió alcanzar la costa, y gracias a que su flota aun dominaba el mar, abandonó el territorio enemigo y volvió a su reino.

Al poco tiempo, el maestre de Avis, ya consolidado como rey indiscutido de todo Portugal, pasó a la ofensiva y ordenó a Nuño Álvarez Pereira invadir Castilla.

El condestable obtuvo una resonante victoria sobre un nuevo ejército castellano, junto a Valverde de Mérida.

En aquella batalla, el propio Álvarez Pereira derrotó y mató en duelo al Maestre de Santiago, que le había desafiado y le arrebató el pendón de la orden, causando una gran desmoralización entre los castellanos.

Finalmente, tras saquear y destruir todo a su paso, el ejército portugués abandonó Castilla ante la imposibilidad de dominar efectivamente un país tan grande.

La Corona de Castilla, a día de hoy no ha reconocido a la nueva dinastía portuguesa y tampoco ha firmado ningún tratado de paz, sólo varias treguas, por lo que de facto la guerra continúa y los conflictos fronterizos siguen estando a la orden del día.

Cuando el rey Juan ordeno la retirada en Aljubarrota, Elías Guzmán y Álvaro de Dueñas al mando de los montaraces con los que había perseguido a Edmund de Coussendsy doce años antes, se quedaron para frenar la acometida de los vencedores. Si no hubiera sido por su valor y pericia, la aniquilación del Ejército castellano hubiera sido total.

Tras la batalla, quedaron aislados en medio del territorio enemigo, sin posibilidades de reunirse con su rey, así que avanzaron hacia el norte hasta que alcanzaron el Duero.

Se ocultaban durante el día y avanzaban por la noche siguiendo el río.

Ya a la vista de los Arribes, avanzaban iluminados por una enorme luna llena, cuando les cayeron como un relámpago, Sir Edmund y una cincuentena de sus hombres.

El caballero Elías y sus montaraces, que siempre andaban precavidos, supieron repeler la agresión con relativamente poco daño.

La eficacia ofensiva de los ingleses estaba en campo abierto y a la luz del día, dónde sus largos arcos de madera de tejo eran capaces de penetrar la armadura de un caballero o la de su montura, pero en distancias cortas y en un terreno abrupto como aquel, eran más eficaces las ballestas y los cuchillos de los montaraces castellanos.

 El señor de Coussendsy luchaba con la fuerza de cinco hombres y pronto trabó combate con el caballero Elías. El de Zamora, a duras penas lograba parar con el escudo los tajos de mandoble que le lanzaba el paladín y pronto se vio descabalgado de su montura.

Álvaro de Dueñas, viendo como su mentor estaba en serio peligro, apuntó con su ballesta al negro semental del inglés y le clavó un virote en el cuello. Aun así, no logró salvar al caballero Elías que sufrió un profundo tajo en el lugar donde el hombro y el cuello se juntan.

Sir Edmund cayó del caballo que, herido de muerte expulsaba rojos espumarajos de sangre por la boca. Antes de que el inglés pudiera reaccionar, Álvaro de Dueñas le disparó otro virote que esta vez fue a clavarse en un muslo del paladín.

Con un aullido como de fiera, Sir Edmund se arrancó la flecha y en un salto se plantó frente a Álvaro de Dueñas y le propinó una estocada que, aunque grave, no lo era tanto como las heridas del caballero Elías que yacía exánime en el suelo.

Viendo desmontado a sir Edmund, los hombres de la partida rodearon al segundo al mando y Sir Edmund tuvo que retroceder ante el riesgo de verse acribillado por las ballestas castellanas.

Después, pudieron recoger el cuerpo de Elías Guzmán y cargarlo a lomos de su caballo.

Por aquellas tierras que conocían a la perfección emprendieron la huida con los ingleses todavía pisándoles los talones.

 Cruzaron el Duero por el mismo lado que lo había hecho en inglés doce años antes y se plantaron sus ballestas en la otra orilla dispuestos a morir matando

Con las primeras luces aparecieron los ingleses, con su líder al frente que se había agenciado una nueva montura.

El río a finales del verano bajaba bastante más mermado que en la ocasión en que los ingleses les habían esperado con sus arcos en la orilla opuesta.

Álvaro de Dueñas no estaba seguro de estar fuera del alcance de los arcos de madera de tejo. Ambos grupos se observaban sin que ninguno pasase a la acción, los ingleses con sus arcos listos y los castellanos con sus ballestas y las rodelas morunas sujetas en sus antebrazos. Así estuvieron un rato, hasta que el paladín tensó su arco y lanzó una flecha que cayó a un par de metros del de Dueñas. Repitió la operación un par de veces más y cuando tuvo claro que sus enemigos estaban fuera de su alcance, volvió grupas y ordenó retirarse a sus hombres.

Álvaro de Dueñas y el resto de supervivientes, aún tardaron un par de jornadas en llegar al castillo de su padre.

El anciano caballero, que era primo de Elías Guzmán, consintió en que los restos de éste fueran enterrados en la cripta del castillo.

Álvaro, pese a que era un hombre de una fortaleza excepcional, tardó bastante en sanar de la herida que le había infringido Sir Edmund

Al invierno siguiente viajó hasta Ávila, donde se encontraba la corte y allí el rey Juan I en persona le concedió bastantes tierras para ampliar el señorío hereditario de Dueñas.

En la Corte nos encontramos el caballero Don Álvaro y este monje que escribe y durante aquel crudo invierno, me refirió aquellos capítulos de esta crónica que yo no había vivido en primera persona, para que quedase constancia de las andanzas en las guerras castellanas del notabilísimo caballero inglés Sir Edmund Coussendsy y el valor de los que se opusieron a tan temible y despiadado enemigo.

Cuando mejoró el tiempo, pedí licencia al Rey nuestro señor y abandoné definitivamente la corte para retirarme al monasterio de Santa María de Moreruela a dedicarme a la oración y el estudio.

¡Apiádese Dios del alma de los que vivimos aquellos tiempos feroces!


domingo, 19 de abril de 2020

LA CRÓNICA DE GRIJELMO-EL REY MENDIGO


EL REY MENDIGO



A partir de la muerte de Pedro I de Castilla, su hermanastro comenzó a reinar como Enrique II, el primer rey de la dinastía Trastámara.

Su primera medida fue conceder un perdón general para todos los que hubieran luchado al lado del Cruel (Para muchos el Justiciero).

Tanto el caballero Elías Guzmán, como Álvaro Dueñas, como un servidor entramos al servicio del nuevo monarca.

Pese a que Enrique era inteligente y conciliador, la paz no duró demasiado. Poco tiempo después de Montiel, el rey Fernando de Portugal reclamó su derecho al trono y se entabló una guerra entre el país vecino y Castilla, con el apoyo francés a los castellanos y el inglés a los portugueses; éste último, personalizado en el duque de Lancaster D. Juan de Gante, hermano del Príncipe Negro. Eduardo de Woodstock por aquel entonces sólo era una sombra de lo que había sido y después de la guerra de los dos hermanos, nunca más volvió a comandar un ejército.

Sir Edmund le había cogido el gusto a esta tierra y tras la retirada de su señor había seguido en Castilla haciendo la guerra por su cuenta, hora contra los partidarios de Pedro, hora contra los de Enrique.

De nuevo el paladín tenía un señor y un estandarte bajo el que pelear.

La guerra duró apenas un año y termino por el agotamiento de los contendientes y gracias a la mediación del Papa.

Aunque no hubo grandes batallas, las sangrientas hazañas de Sir Edmund llegaron hasta nuestros oídos en la corte. En estas, siempre se cumplía un mismo patrón. Castillos o aldeas eran atacados durante la noche. Al día siguiente se descubría a todos los habitantes muertos y en muchos casos horriblemente mutilados.

Enrique II de Trastámara, informado de las actividades del paladín inglés por Elías Guzmán, organizo con éste un grupo para perseguir y aniquilar a Sir Edmund y a sus hombres.

Ahora el escenario de la guerra se trasladaba a la frontera de Castilla y Portugal, una zona que Elías natural de Zamora y Álvaro de Dueñas conocían a la perfección.

El nuevo Rey les entregó un centenar de hombres. Nada de nobles, ni caballeros de brillante armadura, sino pastores, cazadores y montaraces capaces de seguir rastros y moverse por los montes como si de animales salvajes se tratara.

Al principio, la búsqueda resultó infructuosa. D. Elías y Álvaro de Dueñas siempre iban un paso por detrás del paladín que se movía con soltura a uno y otro lado de la frontera. Solamente sabían de su presencia, por la destrucción que su paso iba dejando.

Tras meses de seguirle, el encuentro se produjo en una zona abrupta a orillas del Duero que llaman los Arribes y que hace frontera entre los dos reinos.

A los ingleses, que venían cargados con el botín de muchos días de saqueo y muerte, les esperaba un nutrido grupo de montaraces armados con ballestas. Los hombres de Sir Edmund se dirigían despreocupados hacia la trampa, solamente el paladín sobre su negro caballo miraba a un lado y a otro e incluso parecía que olfateaba el aire.

Antes de que volase el primer virote, el inglés ya había desenfundado su larga espada y cargaba contra los atacantes. Sus hombres, sorprendidos por los castellanos, caían como espigas bajo la guadaña. Entonces hicieron su aparición en el campo el caballero Elías, Álvaro de Dueñas y un grupo de jinetes que cargaron contra los desconcertados ingleses.

Sin perder un ápice la calma, Sir Edmund reagrupó a los hombres que quedaban en pie y atacó con decisión. Su mandoble líquido visto y no visto a un buen número de atacantes, pero entonces el joven Álvaro de Dueñas cargó contra él volteando su mangual. Poco le faltó al escudero para derribarle, pero éste, girando sobre su silla logró esquivar el golpe.

Los ingleses supervivientes consiguieron romper el cerco con su líder a la cabeza. A galope tendido cruzaron la frontera por un vado del Duero y al otro lado del río se plantaron con sus arcos.

Elías Guzmán, sabedor del alcance de las armas inglesas, permaneció montado con sus hombres en la orilla opuesta. Largo rato se miraron los dos grupos. El zamorano, pese a su superioridad numérica, considerando la carnicería que las flechas inglesas harían sobre sus hombres cruzando el río, desistió de atacar en aquella jornada. Adelantó su caballo al tiempo que Sir Edmund hacía lo propio, asintió y volvió culpas hacia las tierras castellanas.

Cuando el paladín considero que los castellanos estaban suficientemente lejos, ordenó montan a sus hombres y emprendieron la retirada.

En el campo habían quedado los frutos del saqueo inglés, ganado, paños, armas y media docena de niños y niñas de corta edad que transportaban atados y amordazados.

Aquel asunto de los niños llegó hasta la corte y en la paz que se firmó con la mediación del Papa Gregorio XI, se pidió una condena por brujería para Sir Edmund, pero ni ingleses ni portugueses estaban dispuestos a renunciar a un aliado tan valioso y eficiente para los conflictos, que muy previsiblemente, se habrían de declarar en breve.

Como era de esperar, la posición de Enrique II no era demasiado sólida en el trono. Los grandes nobles que le habían apoyado en el pleito con su hermanastro Pedro reclamaban más y más prebendas y actuaban con criminal arbitrariedad sobre sus súbitos sin que éstos pudieran recurrir a la justicia del rey, ya que este se inhibía de su obligación no fuera a ser que las veladas acusaciones de traidor y fratricida que en privado se hacían sobre él, se transforman en públicas.

Así es como el primer rey de la dinastía Trastámara pasó a ser conocido como “el de las Mercedes”, por las muchas y vergonzantes cesiones que tuvo que hacer ante los grandes del reino.

El perdón otorgado en la reciente guerra civil a sus adversarios mantuvo latente un partido pedrista, que no dudaba en conspirar de forma bastante evidente con Portugal e Inglaterra.

Apenas un año y medio después de la firma de la paz, se reanudaron las hostilidades y Sir Edmund volvió de sus tierras con hombres de refresco a devastar la frontera, pero esto apenas tuvo efecto.

La guerra se dirimió en el mar. La escuadra castellana batió varias veces a la portuguesa, y a la inglesa le endosó una derrota aplastante en La Rochelle.

Sin el apoyo inglés, el rey Fernando I de Portugal se apresuró a firmar la paz con Enrique y durante una década, ingleses y portugueses renunciaron a sus aspiraciones sobre Castilla.


jueves, 9 de abril de 2020

LA CRÓNICA DE GRIJELMO-LA GUERRA DE LOS DOS HERMANOS


                            



LA GUERRA DE LOS DOS HERMANOS



El rey Pedro I y el Príncipe Negro, cruzaron de Tolosa a Navarra y de ahí a Castilla con un imponente ejército formado por ingleses, castellanos y mercenarios de toda Europa.

Al paso por el reino pirenaico, Carlos II de Navarra, al que apodaban “el Malo”, cedió al ejército de Pedro quinientas lanzas más.

Nosotros, nos unimos a las huestes del rey cerca de Santo Domingo de la Calzada.

Los castellanos nos hicieron grandes fiestas y el rey nos recibió con mucho agasajo, no así los ingleses a su paladín.

Los súbditos del rey Enrique, temían tanto como despreciaban (siempre en privado) a Edmund de Coussendsy.

A pesar de esto, el paladín presentose ante el Príncipe Negro y postrado de rodillas beso sus manos.

El homenaje del paladín, lejos de parecer una muestra de sumisión de un súbdito a su señor, más parecía que lo fuera del Príncipe Negro a su supuesto vasallo.

Eduardo de Woodstock aguantaba estoico el juramento de fidelidad que el caballero le brindaba, mientras que éste le tenía firmemente asido por las manos con aquellas garras que remataban sus brazos.

Ante el malestar que despertaba la presencia del señor de Coussendsy en el campamento inglés, el Príncipe Negro le ordenó partir para contrarrestar la guerra de guerrillas que tan inteligentemente estaba haciendo Enrique de Trastámara, sabedor de su inferioridad en una batalla en campo abierto.

El acoso de las fuerzas leales a don Pedro y el importante concurso del inglés, pronto dieron sus frutos.

A finales de marzo, se pudo acorralar a Enrique y sus partidarios en Nájera, justo donde pocos años atrás Pedro había tenido a su hermanastro a su merced y le había dejado escapar indemne.

La batalla se presentó el sábado 3 de abril del año de Nuestro Señor 1367, en unos llanos frente a la fortaleza que domina el camino de Navarrete y que por aquel entonces aún permanecía en manos del bastardo.

Durante todo el invierno anterior no habíamos vuelto a ver a Sir Edmund, que el día de la batalla compareció junto con sus hombres montado en su enorme caballo negro.

El príncipe Eduardo de Woodstock, lo puso a la vanguardia de sus tropas.

Los ingleses cavaron zanjas y las erizaron de afiladas estacas, protegiendo el real y a sus arqueros de una carga de la caballería.

El paladín, imponente sobre su montura, con una gran espada desenvainada en su mano diestra, observaba con ojo experto los preparativos de sus hombres.

El ejército del rey Pedro fue el que avanzó primero, infundiendo el temor en los hombres de su hermanastro.

Muchos castellanos del bando de don Enrique, desertaron en aquel momento. Sólo las Compañías Blancas, al mando del caballero gascón D. Beltrán Duguesclin, supieron aguantar el embate e incluso tomaron la iniciativa de la lucha, en un intento desesperado de que los pedristas no les pasarán por encima como las olas de un mar embravecido.

Los mercenarios franceses trabaron combate cuerpo a cuerpo con dagas y hachas, no dejando sitio para batirse a caballo con lanzas y espadas.

Al principio la jugada les salió bien, pero entonces Sir Edmund mandó a sus arqueros descargar sus flechas sobre los combatientes a pesar del riesgo de herir a los de su propio bando, como de hecho sucedió.

Beltrán Duguesclin y sus hombres tuvieron que retirarse, ya que habían dejado sus escudos atrás y no tenían medios con que defenderse de la mortal granizada de afiladas flechas.

Enrique de Trastámara, después de tantos esfuerzos realizados y viendo el grave peligro en que se encontraba su persona y su causa, con gran valor se puso la cabeza de sus leales, cargando a toda rienda contra el ejército de su hermanastro.

Los castellanos por aquella época solían llevar armaduras ligeras al estilo moro, a diferencia de los franceses y sus caballos, que iban fuertemente acorazados.

Las flechas inglesas causaron grande daño en la caballería del de Trastámara y muchos jinetes fueron desmontados, heridos o muertos.

Finalmente, también hubo de retroceder don Enrique, abandonado en la lucha por la mayoría de sus hombres.

En ese momento, el Príncipe Negro y el rey Pedro avanzaron juntos, poniendo en fuga al resto del ejército rebelde.

La jornada se cerró con unos pocos cientos de bajas por el lado realista y más de la mitad del Ejército de Enrique aniquilado o prisionero.

Edmund de Coussendsy y sus hombres se dedicaron a rematar a los caídos en el campo y emprendieron una sañuda persecución de los vencidos, la noche que siguió a la batalla.

En la tienda principal del cuartel realista, Pedro de Castilla, el Príncipe Negro y el resto de los comandantes del bando vencedor esperaban noticias del campo de batalla.

Cuando supieron que el hermanastro del rey no se encontraba entre los caídos, ni entre los prisioneros, el Príncipe Negro exclamó apesadumbrado “¡NADA ESTÁ HECHO!”

Enrique de Trastámara había logrado huir junto con algunos de sus caballeros leales, Beltrán Duguesclin y la mayoría de las Compañías Blancas.

Poco tiempo después, a pesar de la implacable persecución de Sir Edmund, los rebeldes consiguieron pasar a Aragón y de ahí a Francia.



                                                    ----------------O---------------



Después de Nájera, las relaciones entre el rey de Castilla y el Príncipe Negro se fueron deteriorando, lenta pero inexorablemente.

Con D. Enrique en el exilio, el inglés no tardó en reclamar la paga prometida.

Los rescates de los nobles capturados durante la batalla permitieron algún tiempo abonar las soldadas de los muchos mercenarios que se habían reclutado.

Cuando faltó el oro, las tropas sobre el terreno que estaban sufriendo mucha hambre y enfermedades, comenzaron a cometer toda clase de desmanes contra las propiedades y las personas del reino.

Pedro I, que o no tenía con que pagar o que en realidad nunca había tenido la intención de hacerlo, en prenda de buena fe entregó a sus hijas en matrimonio a los otros hijos del rey Eduardo de Inglaterra que aún permanecían solteros.

A pesar de esto, el Príncipe Negro se hallaba en una situación personal muy apurada, ya que había empeñado su palabra con los numerosos señores que le habían prestado ayuda en la guerra y tenía vacías sus arcas.

Todo aquello fue llevándole a un estado de profunda melancolía, que devino en una enfermedad.

Cuando finalmente Eduardo de Woodstock abandonó Castilla, era ya un hombre acabado. El heredero al trono inglés no había sido derrotado jamás en batalla alguna, pero la paz terminó con su crédito y con su salud.

De esta forma quedó Pedro I como teórico único vencedor de aquella guerra, aunque la realidad era muy distinta…

La mayoría de los nobles castellanos seguían siendo más partidarios de su hermanastro Enrique que de él.

Con el impago al ejército del Príncipe Negro, el rey de Castilla había quedado aislado internacionalmente.

Los únicos que en aquella situación de quiebra le apoyaban y financiaban, eran los judíos de las ciudades castellanas. Con este apoyo, el rey se granjeaba el odio de la Iglesia y del pueblo llano, que aborrecía y envidiaba a los prósperos hebreos.

Sin más recursos, Pedro I comenzó a cometer todo tipo de violencias y arbitrariedades contra los nobles vencidos, lo que supuso que le endosaran el apelativo de “el Cruel” con el que habría de pasar a la historia.

En este estado de cosas, de nuevo con el apoyo y el dinero del rey de Francia, no tardo en volver al reino Enrique de Trastámara aglutinando en su bando a todos los descontentos.

Reanudada la guerra civil, Pedro fue perdiendo terreno lenta pero inexorablemente y junto con sus últimos partidarios se vio sitiado en la fortaleza de Montiel dos años después de la batalla de Nájera.

Fiel a su carácter intrigante, el rey de Castilla intentó a la desesperada tratar de ganar para su causa al caballero Beltrán Duguesclin y a las Compañías Blancas.

El francés, que no había barajado nunca la posibilidad de traicionar al señor que tan espléndidamente le pagaba, fingió interesarse en la oferta del rey Pedro y acordó con él una entrevista.

Cuando estaban negociando en la tienda del mercenario, presentose allí don Enrique fuertemente armado.

Ambos hermanos en seguida trabaron un combate cuerpo a cuerpo.

Pedro, que era más fuerte y corpulento, pronto tuvo a su merced a Enrique, pero entonces intervino Beltrán Duguesclin, que dio la vuelta al rey y le sujetó por los brazos para que su señor pudiera apuñalarlo.

Con Pedro I muerto, su hermanastro hizo llamar al verdugo y este le separó la cabeza del cuerpo con un hacha y la clavó en una pica, para gran regocijo del bando rebelde.

Yo estaba junto al caballero Elías y a Álvaro de Dueñas, cuando exhibieron la cabeza cortada de Pedro I frente a las murallas de la fortaleza de Montiel.

Los pocos partidarios que aún permanecíamos fieles al bando del difunto, rendimos sin condiciones la fortaleza.

A mis amigos los apresaron y desarmaron, pero tengo que decir que no se cometió ninguna violencia contra ellos aquel día.


miércoles, 25 de marzo de 2020

LA CRONICA DE GRIJELMO-EL SEÑOR DE COUSSENDSY


LA CRONICA DE GRIJELMO-EL SEÑOR DE COUSSENDSY



Corría el año de Nuestro Señor de 1366, cuando un ejército contratado en Francia por D. Enrique de Trastámara, el hermanastro del rey Pedro de Castilla, cruzó la frontera de Aragón.

D. Pedro, el primero de ese nombre, hallándose en grave peligro y viéndose amenazado por los que habíanle jurado obediencia como su señor natural que era, mandó armar una flota y desde la villa de Santoña, partió hacia Inglaterra, a pedir ayuda al Rey Eduardo.

El fraile que les narra esta crónica fue recomendado al Rey por mi superior, el abad de Santa María de Moreruela, como experto en lenguas.

Partí del monasterio acompañado por un caballero zamorano llamado Elías Guzmán y su escudero, un zagal hijo de los señores de un castillo cercano a Santa María, de nombre Álvaro de Dueñas.

En nuestro viaje hasta el mar Cantábrico recorrimos un reino arrasado por la guerra y que aún no se había recuperado de la gran peste que dieciséis años atrás lo había asolado todo.

Aquella plaga llevose con el Creador a casi la mitad de las gentes que antes poblaban la tierra de Castilla. Aquel castigo divino por nuestros muchos pecados no hizo distingos entre pobres y ricos. Hasta Don Alfonso XI, el padre del Rey Pedro, pereció durante aquella plaga frente a la ciudad de Tarifa mientras le hacia la guerra al moro.

En una ensenada estaban las naos que iban a llevarnos hasta el reino de Inglaterra. Tanto Elías Guzmán, como Álvaro, como este humilde fraile, embarcamos en una carraca cuyo arráez era un vizcaíno mal encarado y de carácter tan agrio como el mucho vino que bebía.

Yo, que jamás había visto el mar, me admiré tanto al contemplar aquella obra de Dios que no pude menos que ante él caer de rodillas en aquella playa y rezar con muchísimo fervor.

A decir de los entendidos, tuvimos una travesía excelente y con vientos favorables. Yo por mi parte, enfermé nada más abandonar el abrigo que nos ofrecía la costa y permanecí postrado hasta que tocamos tierra firme frente a una isla mediana al lado de la ciudad de Portsmouth que tiene un castillo antiguo y unas atarazanas.

Allí echamos anclas y nuestro señor el Rey Pedro, despachó mensajeros a la corte, para que le hicieran saber al Rey de los ingleses que nos encontrábamos en sus tierras.

Tres días más tarde vino a recibirnos el Príncipe de Gales D. Eduardo de Woodstock, hijo mayor del Rey.

El príncipe era un hombre apuesto y de mucha amabilidad que nos colmó de viandas y se ocupó de que nos alojáramos calientes en el castillo.

Pese a que estábamos a las puertas del verano y hacía bastante buen tiempo a decir de los que habían estado antes allí, el fraile que les narra esta crónica sentía en sus huesos el frio y la humedad inglesas como un presagio de las desgracias venideras.

Acompañando a D. Eduardo y a su séquito, partimos al día siguiente hacia Londres, que es donde se encontraba la corte.

Londres es una ciudad bastante grande a orillas de un gran río, el Támesis.

Allí esperaba el Rey Eduardo con toda su corte.

El Rey de los ingleses bajó de un alto podio donde se encontraba el trono y abrazó a Don Pedro, llamándole hermano y teniendo grandes muestras de afecto y cortesía con el resto del séquito.

Luego se celebró una misa oficiada por el obispo de Canterbury, que es el prelado más importante de aquel reino.

Tras la comida, ambas comitivas comenzaron a negociar un acuerdo. Al final del día ya se había decidido mandar un fuerte contingente de soldados a Castilla.

El Rey Pedro se Jugaba el reino y estaba dispuesto a pagar generosamente cualquier ayuda.

Por su parte, Eduardo III veía en la intervención una oportunidad de castigar a su enemigo el Rey de Francia, con quien llevaba en guerra toda su vida y que era el aliado de D. Enrique de Trastámara.

El Príncipe de Gales al, que sus tropas conocían como el “Príncipe Negro” por el color de su armadura, comandaría la expedición que habría de arribar a las costas de España.

Un mes antes, para allanar el camino del ejército, se adelantaría el caballero Edmund de Coussendsy un paladín elegido por el príncipe de Gales, al que acompañaría un grupo de hombres de guerra seleccionados por él y un grupo de guerreros castellanos.

La misión de avisar a aquel noble inglés y acompañarle a Castilla, se la encomendó el Rey Pedro al caballero Elías Guzmán. Tendríamos que bordear la isla varios días en dirección al Oeste y desde el castillo de Sir Edmund volver directos a nuestra tierra.

La costa del Sur de Inglaterra está levantada en altos acantilados en su mayor parte. El quinto día de viaje avistamos una fortaleza mediana de color gris oscuro. Echamos el ancla en una rada cercana y nos dirigimos al castillo donde no fuimos bien recibidos hasta que presentamos la carta que para el caballero nos había dado el Príncipe Negro.

El castillo se encontraba rodeado de bosques y pantanos sobre los que planeaba, como el sudario de un cadáver, una espesa niebla. Pese a lo avanzado de la fecha, estábamos a últimos de mayo, el invierno se resistía a abandonar Coussendsy.

Finalmente, bajaron el puente levadizo y un par de guardias armados con los largos arcos de madera de tejo y hachas, nos condujeron hasta la presencia de Sir Edmund. 

En una gran sala en la que no estaba encendida la chimenea y reinaba un frío enorme, nos aguardaba el señor del castillo flanqueado por dos grandes perros que gruñían con fiereza ante la presencia de extraños. 

Sir Edmund, flaco y calvo, era en apariencia un hombre demasiado viejo como para ser aquel paladín del que tanto habíamos oído hablar. El caballero nos observó uno a uno desde el alto estado en el que se encontraba. Cuando sus ojos se detuvieron en este fraile, un escalofrío recorrió mi columna.

El caballero Guzmán le tendió la carta que para él nos había entregado el rey de Inglaterra. Con una sorprendente agilidad, el señor del castillo se presentó en dos pasos frente a D. Elías, y con una mano que a mí me pareció enorme en relación al grosor de su brazo, tomo la misiva y se puso a leerla a pesar de la poca luz que reinaba en aquella estancia. Luego, en inglés, ordenó a un anciano mayordomo que nos diera alojamiento.

El resto de la fortaleza era igual de fría y oscura que la sala donde habíamos estado.  Pareciera que aquellas gentes no sintieran gusto por la calidez pese a que todo el castillo estaba lleno de ricos tapices, gruesas alfombras y muebles de calidad, que Sir Edmund parecía atesorar en lugar de darles un uso doméstico. Esta apreciación del que escribe se podía corroborar por la gruesa capa de polvo que yacía, sobre todo.

Nos alojamos, y al caer la noche Sir Edmund nos mandó llamar.

En el salón donde nos había recibido chisporroteaba el fuego en la chimenea y un gran número de velas iluminaban la estancia.

El señor del castillo vestía una rica túnica de seda, con bordados de oro y adornos de aljófar.

La comida era muy abundante y muy bien sazonada con carísimas especias de oriente.

Durante la cena, una moza cantaba con voz maravillosa acompañada por un músico que tañía el laúd. La canción, pese a que no entendíamos bien la letra, sonaba triste y es que en Coussendsy, con todas sus riquezas, no había lugar para el más sencillo y valioso de los tesoros que es la alegría.

Sir Edmund, durante nuestra breve estancia en sus tierras, se mostró como un hombre cultísimo. Hablaba latín y griego y un poco de árabe. Departió largamente con el caballero Guzmán en lengua franca, utilizando a este monje para que le tradujera del latín al castellano las palabras que el de Zamora no entendía.

El noble inglés, era a todas luces una persona dotada de una viva inteligencia y se mostraba muy interesado en conocer los usos y costumbres de la tierra a la que su señor, el Rey de Inglaterra, le mandaba a combatir.

Permanecimos aún unos días en la fortaleza. Para entretenernos, Sir Edmund organizó una cacería por los espesos bosques que rodeaban el castillo. El inglés vestía una armadura sencilla, pero de excelente calidad. No usaba prenda alguna bajo la cota de maya, sintiendo sobre su blanquísima piel el lacerante y frío beso del acero. A los demás nos extrañó ese atuendo para cazar, pero él se movía con perfecta soltura por el bosque, tanto a pie como a caballo.

Pintados en algunos árboles, pude observar unos extraños símbolos rojos. Un fraile inglés que nos había acompañado desde la corte me explicó que se trataba de dibujos religiosos que en la antigüedad los sacerdotes paganos de las Islas dibujaban con la sangre de enemigos sacrificados y que aún en estos tiempos, los aldeanos dibujaban con sangre de animales en lugares aislados como aquel, como protección, pese a la expresa prohibición eclesiástica de dichas prácticas, que eran tenidas por mágicas.

Sir Edmund manejaba con gran destreza un arco de madera de tejo casi tan alto como él. Durante la jornada, le vimos atravesar de parte a parte a media docena de ciervos, a más del doble de distancia del alcance al que llegaban los virotes disparados por nuestras ballestas. Álvaro de Dueñas que, aunque aún no había cumplido los catorce, era un mocetón de dos varas de alto dotado de una fuerza descomunal, le pidió el arco a nuestro anfitrión para probarlo y apenas fue capaz de tensarlo ni un palmo y lo mismo el caballero Guzmán, que era un hombre muy diestro en el manejo de cualquier arma.

Más adelante pudimos comprobar la letal eficacia de aquellos arcos en la guerra que enfrentaría a nuestros compatriotas.

A la finalización de todos los preparativos para la misión, partimos hacia Castilla. Sir Edmund iba acompañado tan solo por una veintena de hombres.

Cuando embarcamos en la carraca, el patrón viendo la compaña que traíamos, púsose a maldecir en vascuence, hasta que una mirada del paladín inglés hizo que callara de golpe.

El arráez, pegado a su inseparable calabaza de licor, apenas dijo palabra en todo el viaje.

En las dos semanas que anduvimos a merced de los elementos en aquella cáscara de nuez, pude comprobar lo bueno que había sido el viaje de ida, de tan malo como fue el de vuelta. Un par de marineros se perdieron en el mar, el resto desembarcamos más muertos que vivos, con excepción de Sir Edmund de Coussendsy, que estaba fresco como una rosa.

 Al poner pie en tierra, el capitán se santiguo con muchísima devoción, aunque en el poco tiempo que le traté, me pareció más bien poco religioso, luego señalando con disimulo al caballero inglés dijo entre dientes, “otsoa”.

Le pregunté a otro vizcaíno de la tripulación, que había dicho su patrón y me contestó “lobo”

En cuanto que estuvimos repuestos de aquella penosa travesía, nos pusimos en camino hacia el corazón de Castilla, para infiltrarnos discretamente en la zona que controlaba el rebelde don Enrique.

La consigna era principalmente obtener información, pero Sir Edmund tenía sus propios planes y con su reducido, pero eficacísimo grupo de hombres de armas comenzó a hacer la guerra por su cuenta antes de que pisase la península su señor, el Príncipe Negro.

El caballero Elías Guzmán era un experto soldado y había participado en muchas campañas contra el moro y contra rey de Aragón, el tocayo de nuestro señor don Pedro. El de Zamora, no podía por menos que admirarse ante lo buenos guerreros que eran aquellos ingleses y muy en particular el señor de Coussendsy. No obstante, el castellano, hombre piadoso y justo, tampoco podía aprobar los crueles métodos del paladín.

Si esto era así para un curtido hombre de armas, que no habría de ser para un sencillo monje como el que les narra esta historia.

Una mañana temprano, desperteme con las primeras luces y con la intención de refrescarme me acerqué a un arroyo cercano a nuestro campamento. Allí me encontré a Sir Edmund sentado en el tronco de un olmo caído. El caballero miraba abstraído, la gran luna llena, que baja en el horizonte aún se podía ver. Vestía su fina armadura, que con la luz del alba desprendía reflejos rosados. Observando más cerca al inglés, esos reflejos no eran otra cosa que salpicaduras recientes de sangre.

Al percatarse de mi presencia, el paladín volvió su mirada hacia este pobre monje y cayendo de rodillas díjome “Parce mihi Pater, quia peccavi” (Perdóname padre, porque he pecado). Yo me senté en el tronco, con el corazón oprimido, dispuesto a escuchar en confesión los horrores que sin duda sabía que me iba a narrar aquel cristiano.

Cuando regresé al campamento, los taciturnos servidores del señor de Cousendssy ya habían levantado las tiendas y cargado las bestias para la marcha. El caballero Elías, Álvaro de Dueñas y otros hombres de armas castellanos que nos acompañaban, apuraban unos cuencos de gachas junto al fuego.

El despierto zamorano, al punto se percató de mi zozobra y me dirigió una mirada inquisitiva, que yo traté de evitar sin éxito yéndome a aparejar mi montura para la jornada que comenzaba. En se momento, con la armadura limpia y reluciente, montado en su enorme caballo negro de guerra, hizo su entrada en el campamento Sir Edmund impartiendo órdenes a sus hombres en el áspero lenguaje de las islas.

Aquel día cabalgamos varias leguas aguas arriba del arroyo y tras un remanso divisamos una aldea en la no se observaba actividad alguna. Ni humo de hogares, ni siquiera el ladrido de un can o el canto de un gallo y es que como muy pronto pudimos comprobar con horror, allí no quedaba nadie vivo, ni persona ni animal.

Los cadáveres estaban destrozados, como si hubieran sufrido el ataque de lobos, osos u otras fieras. Ninguno de los castellanos, habíamos presenciado algo así nunca, ni en la peor época de la peste, en la que lobos y perros devoraban impunes los cadáveres e incluso a los moribundos dentro de aldeas y pueblos.

Los hombres del paladín, indiferentes a la masacre de la que éramos testigos, se entregaron de forma metódica al saqueo de las pobres pertenencias de aquellos desgraciados.

Yo, sabedor de lo que allí había pasado, volví a esquivar la, esta vez horrorizada, mirada del caballero Guzmán, para encontrarme con la del paladín del rey de los ingleses, que parecía decirme “Ahora que ya sabes quién soy ¿Qué es lo piensas hacer?”

Cerré los ojos y muy quedo comencé a rezar por los muertos de aquella aldea y sobre todo, por los vivos que allí estábamos, ante los grandes peligros que nos acechaban.