El mes de julio en Madrid había acabado siendo insoportable. Como el trabajo está tan mal… De
repente un apretón y las jornadas laborales de un autónomo pasan de ser el
asumido “ganaras el pan con el sudor de tu frente” a un “ganaras el pan a costa
de sufrir un golpe de calor o cualquier otro tipo de episodio fatal de fallo
multiorgánico”. Pero por fin lo había conseguido ¡Una semana de vacaciones en
una localidad costera mediterránea! Las vacaciones, el sueño de la clase obrera
española desde la década de los setenta del siglo pasado que se materializaba
de nuevo, por fin, tras la dura crisis de los años anteriores ¡UNA SEMANA EN LA
PLAYA! Una semanita para hacer tantas cosas: running, leer, pasear, tomar
helados, beber cerveza, observar discretamente tras unas gafas de sol a las
chavalas en topless…
El coche atestado de maletas y bolsas llegó por fin al
peaje. Una larga caravana de coches aguardaba pacientemente bajo el duro sol su
turno para pagar el precio abusivo por usar la autovía de pago. La alternativa
a la autovía era una carretera deficientemente asfaltada, con obras que se
remontaban a tiempos lejanos y sin visos de finalización de las mismas a corto
o medio plazo. Para más recochineo, un luminoso un poco antes de de la entrada
de la autovía, exhibía el siguiente mensaje sospechoso “SI QUIERES EVITAR LAS
OBRAS UTILIZA LA AUTOVIA AP-27”
Viendo la gestión honesta que de lo público se hace por parte de las
autoridades patrias, a Manolo Fernández no le cabía ninguna duda de que allí
había gato encerrado. Seguramente la empresa concesionaria de las obras era la
misma que la de la autovía de peaje, la cual, con esta lentitud de ejecución
obtenía pingües beneficios, sobre todo durante el periodo vacacional. En una
carretera por la que en circunstancias normales apenas circulaban 50 vehículos
al día, un primero de agosto con obras en la nacional, circularían miles. Para
más INRI la AP-27 había sido pagada con el dinero de todos los contribuyentes
que ahora volvían a pagar.
Por fin le llegó el turno al monovolumen de Manolo.
Introdujo el ticket en la ranura correspondiente e inmediatamente este le fue
devuelto por la máquina con el críptico mensaje de “Ticket ilegible” Lo intentó
en un par de ocasiones más con el mismo resultado. Los conductores tras el coche
de Manolo Fernández comenzaron a impacientarse y a hacer sonar sus bocinas.
Conchi, la mujer de Manolo y también su hija Andrea se unieron al coro de
imprecaciones que llegaba desde los coches que seguían al monovolumen de la
familia Fernández Martínez.
-Avisa por el interfono al empleado del peaje ¡Estás
molestando a todo el mundo!-
Manolo Fernández introducía frenético el ticket en la ranura
lectora y todas las veces le era devuelto con el mismo mensaje de rechazo. Al
mismo tiempo, pulsaba todos los botones que tenía aquella dichosa maquinita.
Las maquinas hacía ya bastante tiempo habían sustituido al ser humano sin una
contraprestación económica que beneficiase al usuario de las mismas. El botón
del interfono, o no existía o Manolo no daba con él. Así que optó por hacer las
cosas como toda la vida: bajarse del coche y avisar a un empleado para que le
cobrase y abriese la barrera, pero como los peajes automáticos de las autovías
están concebidos para que solamente un gigante o una persona con los brazos proporcionalmente
tan largos al cuerpo como los de un orangután pueda llegar a introducir el
ticket y la tarjeta de crédito en las ranuras correspondientes, Manolo había
arrimado mucho el vehículo al muro de hormigón y no podía abrir la puerta del
coche.
-¿A que estás esperando? Llama de una puñetera vez por el
interfono y que venga empleado del peaje-
-Papa ¿Pasas ya? Quiero llegar al apartamento de una vez que
me estoy haciendo pis…
Los pitidos iban in crescendo. Algunos de los conductores de
los vehículos que seguían al monovolumen de los Fernández, mostraban
amenazadores los puños por las ventanillas abiertas.
Para Manolo Fernández, un tipo habitualmente templado, en
ese momento se acabaron de desbordar todos los diques que separan al hombre
civilizado del macarra más visceral.
-¡ABRE TÚ LA PUTA PUERTA Y AVISA AL DEL PEAJE! ¿No ves que
no puedo abrir gilipollas y que no funciona la mierda del interfono?- Dijo
dirigiéndose a su mujer que blanca como el papel asistía atónita a la
transformación de su marido. Al mismo tiempo, Manolo sacaba casi medio cuerpo
por la ventanilla y se dirigía a los conductores de los vehículos más cercanos
en términos tales como:
-¡ME CAGO EN TODOS TUS MUERTOS!- o -¡COMO BAJE TE VOY A DAR
UNA OSTIA QUE TE VAS A CAGAR!- A lo que los conductores más próximos
reaccionaron cerrando las ventanillas y haciéndose los longuis, en previsión de
que aquel cafre pudiese bajar del coche e ir a por ellos.
Tras la intervención de un diligente empleado del peaje, que
también se llevó su correspondiente bronca por parte de Manolo Fernández, el
coche siguió andando entre la marea de vehículos que salían de la autopista en
dirección al mar.
-Mama papa ¿Estáis enfadados?- Pregunta a la que los dos
progenitores de Olguita pasaron de contestar enfrascados en una discursión de
que si:
-Estoy harta de ti. En cuanto llegue me vuelvo a Madrid-
-Pues ya estas tardando. Si quieres me doy la vuelta ahora
mismo…-
-¡Abrase visto! Hablarme así delante de todo el mundo…
Tras un rato de imprecaciones similares, el coche de la
familia Fernández Martínez cogió el desvío que conducía a la urbanización
Playamar los Naranjos. El GPS indicó que habían llegado a su destino. No había
un puñetero sitio para aparcar, así que optaron por parar el coche en una pequeña
replacita para descargar el equipaje. Manolo y Conchi bajaron en primer lugar
una gran jaula donde transportaban a la mascota de la familia, una enorme
coneja de raza belier de cinco años que el dueño de la tienda de animales les
había asegurado que “apenas crecía”. Andreita no paraba de dar la lata con que
quería un hermanito y como la pareja no estaba por la labor… vino a casa Lulú
que así es como se llamaba la susodicha coneja. A la espera de que el roedor no
fuese demasiado longevo y después de que royese cables, zapatos, patas de
sillas y cuanto quedaba al alcance de sus afilados incisivos, la familia había
optado por instalarla en la terraza azotea del dúplex sito en una localidad
cercana a Madrid donde se hallaba la vivienda familiar de los Fernández Martínez.
La coneja desde hacia años vivía allí, apartada de los seres humanos, cual
monstruo de Frankenstein inconsciente de su propia condición monstruosa y
expuesta a los duros vaivenes climáticos de la Meseta Ibérica. Tras la coneja,
descargaron el resto de bultos, no sin antes tener que mover el coche por que
quería salir un matrimonio de franceses maduros, que imperiosos comenzaron a
tocar la bocina aunque en el vehículo solamente estaba Andreita. Como no hay
mal que por bien no venga y en vista del magnífico lugar de estacionamiento que
dejaban libre los gabachos, Manolo, bastante más relajado les pidió disculpas
con amabilidad y retiró el monovolumen para acto seguido aparcar él.
Bastaba un simple vistazo para comprobar que la presencia de
la escoba y la fregona en el apartamento alquilado, era meramente testimonial. Por
doquier había mierda para aburrir. Una gran cucaracha marrón movía sus largas
antenas en el pequeño recibidor a modo de bienvenida. Un dedo de grasa con
abundantes insectos muertos yacía virtualmente impenetrable sobre los fogones y
encimera de la cocina. El resto de la casa mostraba un aspecto igual de
lamentable. Nada que ver con las fotos que la agencia que les había alquilado
el piso exponía en su Web. Al revisar las camas, comprobaron que bajo los
vetustos colchones, el vencido somier había sido rellenado por tablas
desiguales y cajas de cartón. Las sabanas, además de desgarrones y quemaduras
de cigarro, mostraban ostentosos manchurrones de antiguas coyundas y meadas
nocturnas de infantes o ancianos incontinentes ¡Y todo por el módico precio de
600 pavos a la semana!
-¡VAYA MIERDA DE SITIO! El año que viene me voy como una
señora al hotel en Benidorm al que va mi hermana Jeni como había dicho yo que hiciéramos…-
Sentenció Conchi Martínez, igual de culpable que su marido por la elección de
aquella cochiquera a la que los espabilados de la agencia habían llamado
“apartamento”.
Resuelta a la vez que resignada, Conchi extrajo de una bolsa
un arsenal de productos de limpieza y mandó a Manolo y a Andreita a la playa a
darse un baño. Padre e hija tras ponerse sus respectivos bañadores, cogieron
los kits de buceo compuestos por gafas, aletas y tubo marca Decathlón de 19,99
€ y se encaminaron a la playa.
Primero un trecho largo de arena ardiente, luego una tupida
selva de sombrillas y sillas plegables, finalmente, un poco más allá la gran
lámina de plata batida bajo los rayos del sol del mar Mediterráneo. Padre e
hija se hicieron un hueco por delante de las sombrillas, ante las
recriminaciones de los moradores del contiguo campamento beduino, los cuales
consideraban una violación flagrante a su derecho exclusivo de paso por ese
sector de la playa, la extensión delante suyo de las toallas de Manolo y
Andreita. Manolo, les dedico una mirada recuperada de las brasas que aún ardían
en su interior tras el berrinche del peaje avivadas hacía poco por el timo del
apartamento a los reñidores de la sombrilla hostil, los cuales al punto se
callaron.
-¡Que tío más antipático!- Le dijo por lo bajini una mujer
mayor, gorda con un gorro blanco de
pintor y una nectarina mordida en la mano a un calvo con bigote que seguramente
era su marido ya que gruñó y no le hizo ni puto caso.
Padre e hija se metieron en el agua y se equiparon con sus
respectivos equipos de buceo. Sortearon
las piernas de los bañistas a los que les llegaba el agua por la cintura y
llegaron a una zona despejada. En la inmensidad azulada que tenían delante se vislumbraban
pocos signos de vida, apenas algunos pequeños pececillos que se alimentaban de
los gusanitos y otros pequeños seres que las pisadas de los bañistas
desenterraban. Nadaron un trecho en paralelo a la playa sin ver nada más que arena
hasta que Andreita descubrió algo que se deslizaba por el fondo marino. Se
trataba de un torpedo o raya eléctrica de unos treinta y tantos centímetros de
largo, que se movía lentamente sabedor de que las descargas eléctricas que
emitía su cuerpo le hacían invulnerable al ataque de los humanos y los
depredadores marinos. Durante un rato siguieron al pez hasta que este se
adentró en aguas más profundas y lo perdieron de vista. Salieron muy contentos
después de haber presenciado ese prodigio marino. Andreita, excitadísima,
quería irse a casa cuanto antes a contárselo a su madre. Manolo se había
quitado las aletas y caminaba hacia la playa sonriendo, contagiado por el
entusiasmo de la niña, cuando de repente sintió un pinchazo como de una
esquirla de cristal en el dedo gordo del pie. A los pocos segundos un dolor
intenso y palpitante se extendió por toda la extremidad. Cojeando salió del
agua y tiró aletas y gafas sobre la toalla, ante la mirada de los vecinos de
sombrilla que sonreían jocosos al verle tan jodido.
Apoyado en el hombro de su hija, Manolo Fernández se dirigió
con la mayor dignidad de la que pudo hacer acopio, al cercano puesto de la cruz
roja. Nunca había sentido demasiada simpatía por los socorristas playeros. En
general contrataban para este trabajo a niñatos de musculatura hipertrofiada,
más pendientes de lucirse ante las chavalitas que de atender las emergencias de
los bañistas. En este caso, los temores de Manolo eran infundados. El
socorrista que le atendió era un tío de más de treinta años, con una alopecia
incipiente y ligera barriguita cervecera, el cual le informó de que había sido
picado por un pez araña.
-Lo mejor que se puede hacer es meter el pie en la arena
caliente. El calor hace que baje la hinchazón producida por el veneno del pez.
Luego cuando llegues a casa te lavas con vinagre caliente rebajado con agua si
te sigue doliendo. Te podría poner una pomada que tenemos en el botiquín, pero
no es más que un placebo para los niños y la gente que viene con un ataque de
histeria…- Explico con franqueza a Manolo Fernández el talludo socorrista.
A Manolo todo aquello de meter el pie en la arena caliente y
el vinagre, le parecía medicina del medioevo, pero… ¿Que podía hacer? El pie le
dolía mogollón, así que optó por seguir las indicaciones recibidas y cojeando,
él sólo se fue hasta la parte trasera de la playa. Con un estoicismo rayano en
el fakirismo, aguanto las arenas ardientes en sus pies ante las miradas
suplicantes de Andreita, a la que una cuadrilla de niños asalvajados,
emparentados con la gorda de la nectarina arrojaban bolas de arena húmeda El
sol inmisericorde del mes de agosto picaba en sus hombros y caía como plomo
fundido sobre su cabeza descubierta. Al final la cosa no fue tan dura. En menos
de diez minutos el dolor de la picadura había desaparecido. Manolo Fernández
rescató a su hija de los ataques de aquellos niños tan cabrones. Recogió los
bártulos y tras despedirse del socorrista, el cual se presentó como “Juan para
lo que haga falta” emprendió contento el camino de vuelta al apartamento. Había
vivido una experiencia marina interesante. También había superado con éxito el
ataque de una criatura ponzoñosa sin quejarse lo más mínimo y además tenía un
aliado en ese medio inhóspito que es la costa española en temporada alta.
En el apartamento olía a lejía y fregajuelos. Conchi, de una
mala ostia importante, estaba tendiendo una lavadora de sábanas. Enseguida puso
a Manolo a fregar la nevera y todos los cacharros de los cajones, que la
verdad, se quedaban pegados a la mano al cogerlos. A Andreita le mandó hacer
“deberes de inglés” Padre e hija optaron por seguir las ordenes recibidas sin
rechistar. Poco a poco se comenzó a ver algo de luz en aquel pozo de mugre. Luego
Manolo Fernández se fue a la calle con el encargo de comprar algunos víveres
imprescindibles para la preparación de la comida, tortilla de patata y algo de
embutido, a falta de hacer una compra grande en un supermercado del pueblo
vecino.
Cerca del apartamento, había un localucho abarrotado de
gente de nombre “la Paraeta” donde había un poco de todo a triple precio que en
una gran superficie. Tras coger las cosas de la lista, Manolo se puso a la cola
para pagar. Coincidencias de la vida… justo antes que él estaba la gorda de la nectarina
en pareo pero con el mismo gorro blanco con forma de tiesto que llevaba en la
playa. La buena señora estaba pidiéndole fruta al dependiente que a la vez que
cobraba despachaba fruta y verdura en la misma caja.
-¿Qué tal son los melocotones?- Preguntaba la mujer.
A lo que el dependiente respondía –Buenísimos señora. Ayer
mismo estaban aún en el árbol-
-No se… El otro día me llevé un melón que tú me aseguraste
que estaba bueno y hubo que tirarlo por que estaba medio pocho. Dame un kilo de
ciruelas y también unos tomates, pero que no sean muy grandes… ¡Ese no que está
madurísimo!
-¿No tiene usted un billete más pequeño señora? Espere un
momento que voy a por cambio…- Dijo el dependiente abandonando momentáneamente
la caja.
En este tira y afloja andaban dependiente y clienta,
mientras Manolo Fernández, asadito de calor en aquel local sin ventilación,
reprimía las ganas que sentía de partirle en las narices a la gorda del gorro,
la barra de pan (Bastante dura al tacto por cierto) que blandía en la mano
izquierda. Por fin llegó el dependiente con el cambio y la mujer se marchó con
la compra, dedicándole antes a Manolo una fría mirada de odio. Tenía una
enemiga. Pues muy bien… no iba a permitir que eso le arruinase su semana de
vacaciones.
Ya en casa, metió las cosas en la nevera y ayudo a Conchi a
terminar la limpieza. Tras la comida, Manolo Fernández se dispuso a echar una
siesta ligera en una butaca reclinable que había en la pequeña terracita del
apartamento. Comenzó a leer un best seller escrito por un conocido autor
judeo-americano. Al poco rato el libro se le cayó de las manos. Dobló una
esquina de la última página que había leído y dejó el libro y las gafas de ver
en una mesita baja que había al lado. Tapándose la barriga con una toalla del
Real Madrid, se dispuso a echar una merecida siestecita. Manolo dobló
inmediatamente, alcanzando esa fase en la que la mente comienza a soñar a toda
pastilla. Nuestro heroico autónomo se veía a si mismo patroneando un magnifico
yate rodeado de macizas en pelotas y brindando con champán con su colega
playero “Juan para lo que haga falta”, pero un fuerte sonido inesperado vino a
interrumpir su sueño.
Mi perrito lucero fue
mi alegría
El mejor compañero que
yo tenía.
A mi niño a la escuela
le acompañabaaa
Y con cuanto cariño
con él jugaba
Alma de tirano…
Era el gran Rafael Farina desde el radiocasete del vecino
del bajo. Manolo se asomó por la barandilla y vio a un individuo viejo,
bastante corpulento con una gruesa cadena de oro al cuello, bermudas de vivos
colores y un pequeño sombrero de paja en la cabeza. Aquel señor cantaba con
mucho sentimiento y a la vez acompañaba la música con un temblor de su mano
izquierda caída junto a una pernera de las bermudas. Manolo, que se había
formado como aprendiz en un taller donde siempre sonaban por la radio los
grandes del cante hondo: Farina, Antonio Molina, Juanito Valderrama, Pepe
Pinto… miraba fascinado el arte del tipo del sombrero.
-¡A VER SI DEJAMOS DE DAR POR CULO CON EL LOLAILO A LA HORA
DE LA SIESTA!- Sonó una voz desde una de las terrazas cercanas.
El cantaor de las bermudas, taciturno, apagó el radiocasete
y se tumbó en una hamaca. Manolo intentó retomar su placentero sueño sin
conseguirlo. Al poco rato Conchi vino a despertarle para que fueran al
supermercado.
El cartel del parking de “su supermercado de confianza”
indicaba que en el mismo quedaban plazas libres. Manolo introdujo el
monovolumen y dio una vuelta. Solamente quedaba libre una plaza reservada a
minusválidos y otra tan estrecha que si metía hasta el fondo el vehículo,
ninguno de los ocupantes del mismo podía salir por las puertas. Manolo eligió
la segunda opción, dejando fuera el morro del coche para que se pudieran abrir las
puertas delanteras. El supermercado estaba llenísimo. La familia tardo un
horror en hacer la compra. Finalmente se situaron en la cola para pagar de la
única caja abierta. Un par de clientes por detrás de la familia Fernández Martínez
se situó la gorda de la nectarina y su marido con un carro repleto de compra.
De repente una cajera recién llegada abrió otra caja y rauda como una centella
la gorda se puso la primera en la nueva caja. Manolo, verde de rabia, optó por
no decir nada ya que nadie se quejaba de que aquella tipeja se hubiera colado.
La gorda con su marido el calvo ya habían pagado, mientras que Manolo y Conchi
aún estaban en la caja. Al encaminarse hacia el parking, la gorda de la
nectarina dedicó a Manolo Fernández una venenosa sonrisa de triunfo. La familia
salió con el carro repleto y al llegar al parking recibieron una desagradable
sorpresa. El monovolumen tenía un vistoso arañazo y uno de los intermitentes
delanteros reventado por un golpe.
-¡Papa, la culpa es tuya por haber aparcado mal!-
-Teníamos que haber aparcado fuera ¡Siempre estás metiendo
la pata! ¿A ver como arreglamos esto ahora?-
El pobre Manolo, sin comerlo ni beberlo, recibía un
chaparrón de críticas por parte de la madre y la hija que aguantaba estoico. Él
sabía quien era la culpable de aquel desaguisado y palabra de Fernández García que
lo pagaría caro… ¡La gorda de la nectarina se iba a cagar!
Sacaron unas fotos del siniestro para dar un parte on line a
la compañía de seguros y regresaron al apartamento. La tarde transcurrió sin
grandes sobresaltos. El cantaor del bajo les ofreció a todo volumen una
antología del cante hondo y más tarde para rematar, los mejores chistes de
gangosos del gran humorista Arévalo. Cenaron unos San Jacobos congelados y una
ensaladita compuesta por: insípida lechuga iceberg, tomate de plástico
procedente de Almería y atún en “aceite de oliva”. Después de cenar se vistieron
y se marcharon a tomar un helado en “la Ilicitana”, una heladería situada en la
zona de bares de la urbanización. Mientras Manolo daba buena cuenta de su
cucurucho de tutifruti, enfundado en su polo Ralph Lauren de mercadillo, paso
la gorda con su marido y una buena ristra de niños de entre trece y cinco o
seis años, los cuales a todas luces eran nietos de la pareja. Seguramente los
padres los habían dejado aparcados con los abuelos durante las vacaciones.
Manolo casi sintió pena de su archienemiga la gorda de la nectarina.
Ya con sus chicas acostadas, Manolo se demoró un poco con el
libro antes de ir a la cama. De la cercana depuradora le vino una
ráfaga de aire con olor a mierda. Le pegó un sorbo a su mahou verde y acarició
la cabeza peluda de la coneja Lulu que ya se había hecho dueña de la terraza. Al menos la cerveza estaba fría. Había
sido un día difícil, pero habían sobrevivido…
¡Los Fernández Martínez eran gente de una raza fuerte!