Por aquella época me sentía desanimado, como
vacío. Nada se podía decir que funcionara realmente bien, tampoco realmente
mal. Mi vida transcurría como un río turbio que moroso recorría palmo a palmo
el camino hacia un mar, donde desembocaban la monotonía y las ilusiones
perdidas.
Recuerdo el final del invierno, bueno… el
final de nada o el principio de ninguna cosa. Lo recuerdo más que nada por el
peso de la ropa que vestía. Es curioso como casi siempre el universo nos pasa
desapercibido, pero recordamos claramente las sensaciones a flor de piel de un
momento determinado. El caso es que no sé si por necesidades de un modo de vida
en el que ya no creía o por el simple deseo de moverme a la espera de que algo sucediese
y modificase el curso de los acontecimientos, cada mañana cogía un tren y me
dirigía a la ciudad que años atrás me había visto nacer.
Un recorrido lineal con un cambio de tren en
una estación abierta al viento y a los rayos invisibles que el cielo implacable
lanzaba sobre el conjunto de viajeros que hacían trasbordo. Estos, debidamente
aislados en las burbujas que sus dispositivos electrónicos les proporcionaban
esperaban pacientes el tren en aquel lugar inhóspito. Mi trayecto finalizaba en
una estación del centro, desde donde, andando por una ciudad que ya no
reconocía y que para mí había perdido toda el alma de antaño, me dirigía
realizar esa labor autoimpuesta, más por una idea de responsabilidad inculcada,
la idea de que “algo hay que hacer” y que la vida contemplativa es algo malo en
esta sociedad de toma y daca constante.
Fue al principio de asumir esta penitencia de
recorrer esa ciudad decorado de cartón piedra, cuando le vi por primera vez.
Era uno de aquellos seres semi-invisibles que habitan los rincones sucios,
donde nada hay para el viandante común. Iba casi cubierto por ropa andrajosa de
pies a cabeza y arrastraba sus pertenencias materiales en un carro de la compra
y en una bolsa grande de unos grandes almacenes. Aquella persona vencida, estaba allí de una forma dudosa. No emitía
casi ningún tipo de energía, ya ni siquiera interactuaba con los viajeros
hablándoles o simplemente extendiendo su mano a modo de petición.
Un día, a la vuelta de mi deambular diario, la
estación estaba más llena que de costumbre. Aquello me obligó a ir hacia el
fondo del andén con la esperanza de que el vagón de cola del siguiente tren
estuviese lo suficientemente vacío para apoyar la espalda en una de sus paredes.
Al no quedar más sitio libre, me situé junto al carrito del mendigo. Fue en ese
momento, cuando sentí su mirada amarillenta desde el interior de un cuerpo
mineral que parecía formar parte del banco de piedra y la pared de la estación.
Abrí mi móvil y me puse unos auriculares
con el fin de crear un escudo invisible que me protegiese de esa mirada.
Así, asilado de mi entorno inmediato, paso una
porción de tiempo que no sé si fue corta o larga. El estrepito del tren me sacó
de mi introspección. El barullo y los gritos indicaban que algo grave había
sucedido en la estación. Al parecer alguien se había tirado a las vías.
Con el tren parado y la estación repleta, sin
posibilidad de salir, permanecimos allí
bastante tiempo. Luego, nos dirigieron
al otro andén donde habían desviado el siguiente convoy que pudo llegar a la
estación. Desde la ventana pude ver el carrito de la compra y las bolsas del
mendigo esparcidas junto a las ruedas del tren detenido. No quise ver más. Intenté
reactivar la burbuja protectora, pero la mirada de aquellos ojos de corneas
amarillas seguía persiguiéndome.
Durante algunos días no volví a la ciudad.
¿Para qué? Realmente daba igual estar en un sitio o en otro. Las circunstancias
eran las que eran y a ciertas alturas de la vida, el planteamiento en estos
casos, es más de aguantar y esperar que pasar a la ofensiva.
Cuando volví, el tiempo había cambiado. Unas
pocas golondrinas volaban fuera de la cubierta de la estación donde cambiaba de
tren. Algunos de aquellos pájaros, se aventuraban a entrar un poco bajo el
techado de hierro, pero enseguida salían. Sin duda eran rechazadas por el campo de energía que los seres humanos con nuestras
construcciones y aparatos generábamos. Desde el haz de rayos de mi e-book me llegaba el alma de las palabras, porque el
alma también es una forma de energía y existe una remanencia de esta energía
espiritual en la palabra escrita. Recuerdo que leía algo de J. Conrad.
Conectado con aquella soledad del mar y
de la selva entre el haz geométrico de energía del libro electrónico, mi tren
llegó a su destino.
Las puertas se abrieron y un tropel de gente
se dirigió apresuradamente hacia la salida. Yo caminaba unos pasos por detrás y
justo antes de salir volví la vista hacia el fondo del andén. Algunas bolsas de
unos grandes almacenes y un viejo carrito de la compra yacían junto a una
figura familiar inmóvil.
Me quedé plantado en el andén vacío frente al
ocupante del último banco de la estación
y este me devolvió la mirada, aquella mirada conocida de esclerótica amarilla.
Por un momento me quedé clavado en el sitio, luego cabizbajo, sin volver la
vista, me dirigí hacia las escaleras que conducían a la calle.
Unas horas más tarde, finalizadas mis
gestiones, volví a la estación para coger el tren a casa. Sin ganas de hacerlo
me obligue a mirar hacia el fondo del andén, al banco que habitualmente ocupaba el vagabundo del carrito, estaba
completamente vacío. Yo tenía constancia
de la muerte de aquella persona. La
noticia había salido en varios medios de
comunicación el día de los hechos y yo mismo había visto sus efectos
personales esparcidos junto al tren que
lo había atropellado.
Tal vez lo que vi solamente fuera el rastro
casi extinto de una energía que en su último acto había dejado aquel ser
vencido, tal vez fuera otra persona… El caso es que desde entonces, me he
tropezado más veces con esa misma mirada en rincones sucios donde nada hay para
esa masa de viandantes comunes que recorren esa carcasa vacía que ahora es para
mí la ciudad donde nací.