MELILLA
El vapor amarró en la terminal marítima, junto a las
murallas de Melilla la vieja. A Jorge le esperaba un individuo de mirada
huidiza que respondía por el nombre de Andrés Cajiga y que era el guía que
Martínez había contratado durante el tiempo que precisara para la realización
de su trabajo.
En Melilla la vieja, en aquella época, el elemento étnico
predominante era el peninsular, aunque también el norteafricano tenía mucha
presencia y según le explicó Cajiga, extramuros era prácticamente el único,
excepción hecha de la población militar de los fuertes y algunas barriadas de
reciente construcción. A Jorge le sorprendió el colorido atuendo rifeño,
también le llamó la atención el pequeño tamaño de los asnos.
Llegaron a una casa de aspecto destartalado en el fondo de
un callejón perfumado por una gran higuera. Según le informó Andrés Cajiga,
este había alquilado aquella casa con el dinero que le había enviado Martínez.
Él no conocía el precio de los alquileres en aquella tierra, pero tenía
bastante claro que aquel truhan había hecho un buen negocio a cuenta de el
Informador. En cualquier caso, el sitio reunía lo necesario para el fin para el
que había venido a Melilla y que no era otro que escuchar y escribir la
historia del hombre al que iba a conocer al día siguiente, Jacinto Montaleza
“el Malasangre”, un asesino, un ladrón y según el grueso expediente que tenía,
un montón de cosas más.
Cajiga informó a Jorge de que se encargaría de la limpieza
de la casa y de las comidas una mora viuda de nombre Jadilla. También le dio
unas concisas instrucciones de cómo llegar hasta la estafeta de correos, donde
esa misma tarde tenía que despachar un telegrama a don Marcelino, así como
varias cartas.
Jorge Villafranca tomó posesión de la casa que, aunque
bastante destartalada, estaba limpia y arriba tenía una terraza desde la que se
divisaba toda la ciudad vieja y la bahía. No necesitaba más para ponerse manos
a la obra. Sacó una mesa y una silla a la terraza y se puso a escribir cartas.
Una vez que la tuvo escritas, se dirigió a donde el asistente Cajiga le había
indicado que estaba la oficina de correos y telégrafos. Allí mismo envió el
telegrama a su jefe y luego dio un largo paseo. Los habitantes españoles y los
moros le miraban con extrañeza ¿Tanto se le notaba que era forastero? Además,
Jorge observó otra cosa: poca gente andaba sola por la ciudad y la que lo hacía
se movía presurosamente, como asustada por algo.
Jorge dio por terminado su paseo. En el ascenso a su
vivienda le pareció ver una figura familiar que le esperaba un par de calles
más arriba. Se metió la mano en el bolsillo del gabán y palpó con alivio el
revolver que don Mariano Acuña le había entregado la mañana que aceptó el
trabajo. Al periodista le había parecido ver al hombre del gran bigote, el mismo
que en Málaga también observaba las maniobras de Carlos Bayón y su grupo.
Cuando llegó al sitio donde supuestamente lo había visto, encontró una calle
completamente vacía.
Ya en su puerta volvió la vista atrás y al ver que nadie le
seguía respiró más tranquilo, sacó la llave del bolsillo y abrió. Iba a colgar
su gabán de una percha cuando escuchó ruidos al fondo de la vetusta casa. Echó
mano de la pistola y decidido a poner en fuga a los asaltantes o a vender cara
su piel, se dirigió al origen del ruido.
Una mora mayor y bastante gorda, toda vestida de negro, se
afanaba sobre la lumbre de la cocina. Al darse la vuelta se encontró a un
sorprendido Jorge Villafranca apuntándola con un revolver. La mujer prorrumpió
en un terrible grito y arremetió contra Jorge con un cucharón. El periodista
dio varios pasos atrás para mantenerse alejado del chaparrón de golpes que la
aterrada mujer lanzaba sin parar.
- ¡SOY JORGE! SOY JORGE VILLAFRANCA, EL PERIODISTA… VIVO
AQUÍ…-
La mujer depuso el cucharón y Jorge hizo lo propio con el
revolver.
- ¡Sidi tú perdóname! Yo Jadilla sólo hago tajine de pollo
con almendras, muy rico muy rico…-
-Tranquila, tranquila… es que estaba un poco asustado. Venía
de la calle y creía que me seguía alguien, por eso cuando entré y oí ruido me asusté
tanto. -
Jadilla ya completamente serena, pero con un punto de enfado
en su voz dijo:
-Cajiga es vago y sinvergüenza… él tendría que haber
acompañado tú, que para eso le pagan. Melilla está muy muy peligrosa después de
lo que hizo el general en la tumba del santo…-
Al parecer, según le contó la mora con bastante detalle, el
gobernador de Melilla, el general Juan García Margallo, desoyendo las
indicaciones de otros militares con más tiempo en la plaza, había mandado
ampliar las nuevas fortificaciones de la ciudad levantando un fuerte demasiado
cerca del lugar donde se encontraba la tumba de un santón muy venerado por las
tribus de la zona. Este hecho había provocado algunos episodios de violencia
entre los rifeños y los militares españoles. Desde entonces el tradicional
ambiente de tolerancia de la ciudad se hallaba muy enrarecido.
Jadilla resulto ser con su manera tan peculiar de hacerlo,
una mujer muy habladora. También, como pudo comprobar Jorge durante la cena,
una magnífica cocinera que además del tajine que le encantó, le había preparado
unos pastelillos de miel acompañados por un vaso de té con hierbabuena. Después
de recoger los restos de la cena, Jadilla abandonó la casa para irse a dormir a
la suya propia que se encontraba muy cerca en aquel mismo barrio. Jorge se fumó
un pitillo en la terraza antes de irse a dormir. Un mochuelo entonaba su
lúgubre canto en la gran higuera que había al pie de la valla. Cuando Jorge se
retiró a su cuarto, una sombra emergió de la oscuridad del callejón. La brasa de
un grueso cigarro iluminó un rostro duro, partido por un tupido bigote.
A la mañana siguiente, Andrés Cajiga apareció mientras Jorge
se desayunaba con un café y un plato de higos que el mismo había recogido casi
al amanecer. El asistente que traía un par de mulas para llegar hasta el presidio
recibió un severo rapapolvo de Jadilla la cual había asumido como algo propio
los intereses de Jorge y por derivación los de el Informador. Jorge indicó a
Cajiga que a partir del día siguiente le comprara los periódicos que pudiera
conseguir en la plaza. El asistente iba a decir algo con respecto al dinero,
pero ante la furibunda mirada de la mora, optó por permanecer callado y asentir
complacientemente.
Jadilla les preparó un paquete con comida y agua y ambos
hombres montaron en sus mulas. Los presidiarios eran conducidos a diario desde
la fortaleza antigua donde pernoctaban, hasta el Fuerte de Camellos, un lugar
extramuros cerca de la ladera del Gurugú en donde los penados colaboraban con
los militares en la construcción de las nuevas fortificaciones.
Atravesaron varias líneas de alambre de espino y llegaron a
una explanada en la que había posicionados media docena de grandes cañones
negros. El fuerte era un edificio circular, rodeado de troneras para la
fusilería. En el camino vieron varios grupos de hombres cavando trincheras,
unos vigilados por guardias armados y otros sin vigilancia. Los segundos eran
los zapadores militares, con una disciplina a todas luces más laxa que la de
los presos.
En la entrada del fuerte, Cajiga exhibió un documento ante
el cabo de guardia el cual inmediatamente llamó al oficial. El oficial de
guardia era un tipo mal encarado, con una larga cicatriz en la mejilla derecha
y que respondía al nombre de Pedro Arellano y al rango de teniente. El teniente
Arellano les recibió de una manera bastante desabrida. Aquel tipo no se lo iba
a poner nada fácil pensó Jorge.
El salvoconducto que portaban tenía la firma nada más y nada
menos que del capitán general de Andalucía, región militar de la que dependía
Melilla y decía taxativamente:
Facilítese a D. Jorge
Villafranca Casares el acceso a la persona del penado Jacinto Montaleza Vargas,
siempre que sus labores penales lo permitan y durante el tiempo que precise
para realizar una completa crónica de la vida delictiva del penado, siendo la
finalidad de dicha crónica, ejemplificar y advertir a las generaciones
venideras, de las consecuencias de un comportamiento asocial y el
incumplimiento de las leyes.
Ese “siempre que sus labores penales lo permitan” abría una
puerta a la discrecionalidad de las autoridades penitenciarias. De momento no
les dejaban ver al Malasangre. Jorge, que en aquel trabajo sentía que se jugaba
el todo por el todo, decidió echarse un órdago con el teniente Arellano.
-Muy bien teniente… podemos hacer dos cosas: O vemos ahora a
Montaleza, o este señor y yo bajamos a Melilla y esta misma mañana le mandamos
un telegrama a nuestro agente en Sevilla para que hable personalmente con el
capitán general sobre su oposición a dejarnos ver al preso. Usted decide. -
Jorge Mantuvo la mirada cargada de odio del teniente hasta
que éste finalmente cedió.
-Está bien, les dejo verle durante cinco minutos, ni uno
más. Mañana hablaran con mi superior, el coronel Posadas que es el director del
penal y el decidirá si pueden o no pueden ver a ese hijo de puta de Montaleza.
- Esto último lo dijo con una sonrisa torcida en la cara que no gustó en
absoluto a Jorge.
El teniente dio por terminada la entrevista e indicó a un
soldado que acompañara a los dos hombres a uno de los calabozos que es donde se
verían con Jacinto Montaleza. Cajiga, poco interesado en encerrarse en un
calabozo con un asesino, excusó su presencia en la reunión y decidió esperar en
la calle.
El periodista esperó más de una hora encerrado en el pequeño
habitáculo, hasta que un correr de cerrojos al fondo del pasillo rompió el
silencio de la espera. Un guardia acompañaba al preso. Venía cargado de cadenas
que enlazaban mediante grilletes sus manos y sus pies. Montaleza era de una
edad indefinida entre los cuarenta y los cincuenta años. Muy pequeño, casi un
enano, tenía una pobladísima barba que le llegaba hasta el pecho, y tocaba su
cabeza rapada al cero con un raído gorro de paja. Pese a su pequeñez, no
parecía para nada alguien endeble, además unos ojillos muy negros que no se
perdían detalle de nada, le daban apariencia de alguien inteligente y muy
decidido.
-Bue… buenos días, soy Jorge Villafranca el periodista del
Informador encargado de escribir su historia Don Jacinto. -
Con una sonrisa socarrona bailándole en los labios, el preso
estrechó la mano que le extendía el periodista con sus dos manos engrilletadas
y ásperas, un intervalo de tiempo mayor de lo que las convenciones sociales
mandan, algo que incomodó un tanto a Jorge.
-Encantado, pero por favor llámeme solamente Jacinto o
Montaleza, como usted prefiera, porque me habían llamado muchas cosas, pero…
“Don Jacinto” nunca hasta la fecha. - Dijo el bandolero exhibiendo una sonrisa
sorprendentemente blanca e igualada.
- ¿Supongo que ya ha conocido a nuestro teniente Arellano?
Un tío encantador ¿Verdad? -
Jorge, al principio un poco nervioso, no pudo por menos que
sonreír ante el desparpajo de aquel tipo mugriento cargado de cadenas.
-Pues ya verá cuando conozca a usía el coronel Posadas, el
teniente le va a parecer una perita en dulce y más con la que hay liada ahí
fuera con los moros. -
Sin que Jorge se lo pidiera, Jacinto Montaleza amplió con
todo lujo de detalles la información que Cajiga y la mora Jadilla ya le habían
adelantado. Al parecer, el ejército de Melilla con el general Margallo al
frente se encontraba desplegado por delante de las líneas que los zapadores y
los presos estaban fortificando y recibían de cuando en cuando descargas de
fusilería. Aquella guerra no declarada desde el incidente de la tumba del
santón había costado casi una veintena de bajas al ejército y todo parecía
apuntar a que cada vez se concentraban más rifeños bajados de las montañas del
interior, frente a las líneas españolas.
Jorge se hallaba sorprendido y preocupado por el cariz que
según el elocuente relato del bandido parecía que estaba tomando la situación.
Él había hecho un largo viaje para entrevistar a un preso en el entorno
controlado de un penal y se encontraba con lo que parecía una guerra en ciernes
a la distancia de un tiro de fusil.
En estos pensamientos andaba el periodista cuando el ruido
del cerrojo de la celda le hizo volver a la realidad.
-Su tiempo se ha acabado. Mañana a las ocho pásese y hable
con el coronel- Dijo de manera seca y cortante el teniente Arellano
Jorge sintió ganas de replicar a aquel individuo
desagradable, pero pensó que era mejor ir con tiento dada la delicada situación
de la plaza. Fuera del Fuerte Camellos le esperaba Cajiga con las dos mulas.
Ambos hombres emprendieron el descenso hacia la ciudad en silencio. En la casa,
Jorge dio instrucciones al asistente para que le acompañase aquella tarde a la
estafeta a enviar varias cartas.
Jadilla tras prepararle la comida se marchó a su casa hasta
la hora de la cena. Jorge comió y reposó un rato. Mas tarde en la terraza
escribió una larga carta a Don Mariano Acuña contándole sin omitir detalle,
todos los pormenores de lo acaecido aquella mañana. El resto de la tarde
comenzó a trabajar en una descripción con las impresiones obtenidas tras su
breve entrevista y los datos del expediente de Jacinto Montaleza, alias
“Malasangre”.
Cajiga estaba con las mulas en la puerta de Jorge con las
primeras luces. El día había amanecido plomizo y una fina lluvia comenzó a caer
en el ascenso hacia el Fuerte de Camellos. El asistente se hizo cargo de las
monturas y Jorge se presentó en el cuerpo de guardia donde le indicaron que
debía esperar fuera a que el coronel le pudiera atender. Pasó un buen rato sin
que le llamaran y la lluvia comenzó a arreciar. El cabo se apiadó del
periodista y le permitió entrar completamente empapado en el cuerpo de guardia,
Jorge, a falta de un lugar mejor donde dejarlo, se quitó el gabán y lo colgó de
su brazo. Aún pasó un intervalo de tiempo irritantemente largo hasta que
apareció el teniente Arellano con una sonrisa socarrona pintada bajo el bigote
al ver el deplorable aspecto del empapado periodista. Con un gesto le indico
que le acompañase y sin mediar más palabras el teniente se introdujo en las
entrañas del fuerte.
-A la orden de usía mi coronel ¿Da usía su permiso? - Dijo
el teniente Arellano desde la entrada a una dependencia al fondo de un largo
pasillo.
-Adelante teniente-
-Está aquí el periodista que le comenté ayer mi coronel-
-Muchas gracias Arellano. Dígale que pase y retírese.
- ¡A la orden de usía mi coronel! –Se despidió el oficial
cuadrándose con un fuerte taconazo.
Jorge Villafranca se quedó en la puerta del despacho. Un
individuó macizo con largos bigotes canos tras una mesa desnuda de cualquier
tipo de adorno excepto una pila de papeles y elementos de escritura, ignoró al
periodista durante un rato que ya comenzaba a vulnerar cualquier norma de
cortesía. Finalmente, el coronel levantó
la vista de sus papeles y clavó una mirada carente de simpatía en él.
Sin mediar salutación ninguna por parte del militar, el
coronel Posadas rompió su silencio:
- ¿Por qué se interesa su periódico ahora en ese cabrón de
Montaleza, si puede saberse? -
Jorge ya empezaba a estar un poco harto de las maneras de
aquel individuo que ni siquiera le había ofrecido una silla para sentarse. En
principio se sintió tentado de invocar directamente la orden del capitán
general de Andalucía reflejada en la carta que le había entregado Pepín
Martínez en Sevilla, pero prefirió guardarse esa baza para el caso de que aquellos
carceleros se cerraran en banda y no le permitieran realizar el trabajo para el
que había viajado hasta aquel lugar, así que optó por hablar con amabilidad a
aquel sujeto tan altanero.
-Mire usted coronel
Posadas, no está en mi ánimo molestar ni interferir en su trabajo. Yo solamente
soy un mandado y mi periódico quiere que escuche la historia de ese hombre y
luego la escriba, eso sí siempre con ánimo aleccionador para la sociedad como
muy bien dice en su carta el capitán general. -
Al mencionar la carta, Jorge observó como el coronel se
ponía rígido tras su mesa. No había sido su intención proferir una amenaza
velada, pero ya lo había hecho y parecía que había surtido efecto, o al menos
eso creía Jorge Villafranca hasta que Posadas habló de nuevo.
-Llevo muchos años desempeñando este trabajo y no me trago
eso del “animo aleccionador”. Ustedes lo que quieren es contar una historia que
les haga vender periódicos, sólo eso. No sé cómo, pero se han dejado manipular
por Jacinto Montaleza. En mi carrera, he conocido muchos cabrones y algunos muy
listos, pero este se lleva la palma. Tampoco sé exactamente que persigue
Malasangre, pero seguro que no se trata de nada bueno. Además, por si no se
había enterado: hay una guerra ahí fuera y este preso cava trincheras y lo va a
seguir haciendo mientras le queden fuerzas o una bala de los moros quiera dar
por zanjada su deuda con la sociedad. Así que por mi parte no tengo nada más
que hablar con usted…-
Jorge se quedó parado unos instantes frente a la mesa sin
saber muy bien que decir. Finalmente se dio media vuelta con intención de irse,
pero antes se paró en la puerta y volviéndose lentamente dijo:
-Tendrán noticias mías muy pronto-
El coronel Posadas le mantuvo la mirada y con un gesto de
indiferencia asintió levemente.
Fuera del fuerte ya no llovía. El periodista encontró a
Cajiga jugando a las cartas con los caballerizos. El asistente dejó entre
quejas la partida y preparó las mulas para el viaje de vuelta. Jorge quería
enviar un telegrama al periódico antes de la hora de comer para que Don Mariano
pusiera en juego toda su influencia en las altas esferas, o todo aquel viaje
para ver al antiguo bandolero iba a resultar un fiasco. Mientras se alejaban del Fuerte Camellos, un
sonido inconfundible llegó desde una distancia no demasiado lejana. Eran
disparos de fusil que intercambiaban las líneas rifeñas y las líneas españolas.
Aquella misma tarde, el ejército contestó al hostigamiento
de los rifeños con una veintena de tiros de cañón contra sus posiciones, con
tan mala fortuna que uno de aquellos proyectiles fue a impactar contra una
pequeña mezquita destruyéndola. Aquel incidente acabó de encender la mecha de
la guerra santa o “yihad”, ya no sólo en el Rif si no por todo Marruecos.
Un día después de su visita al Fuerte Camellos Jorge recibió
contestación del periódico. En ella le indicaban que de momento cubriese la
crónica de los acontecimientos que estaban sucediendo y que esperase un
salvoconducto para tener acceso a la zona de conflicto. Mientras tanto debía
enviar un artículo diario telegrafiado con la última hora de la guerra. Como no
tenía nada mejor que hacer, Jorge Villafranca se puso con diligencia a la
tarea.