viernes, 24 de noviembre de 2017

HIJOS DE LOS MONTES Libro I LA GUERRA CHICA-Melilla


MELILLA

El vapor amarró en la terminal marítima, junto a las murallas de Melilla la vieja. A Jorge le esperaba un individuo de mirada huidiza que respondía por el nombre de Andrés Cajiga y que era el guía que Martínez había contratado durante el tiempo que precisara para la realización de su trabajo.

En Melilla la vieja, en aquella época, el elemento étnico predominante era el peninsular, aunque también el norteafricano tenía mucha presencia y según le explicó Cajiga, extramuros era prácticamente el único, excepción hecha de la población militar de los fuertes y algunas barriadas de reciente construcción. A Jorge le sorprendió el colorido atuendo rifeño, también le llamó la atención el pequeño tamaño de los asnos.

Llegaron a una casa de aspecto destartalado en el fondo de un callejón perfumado por una gran higuera. Según le informó Andrés Cajiga, este había alquilado aquella casa con el dinero que le había enviado Martínez. Él no conocía el precio de los alquileres en aquella tierra, pero tenía bastante claro que aquel truhan había hecho un buen negocio a cuenta de el Informador. En cualquier caso, el sitio reunía lo necesario para el fin para el que había venido a Melilla y que no era otro que escuchar y escribir la historia del hombre al que iba a conocer al día siguiente, Jacinto Montaleza “el Malasangre”, un asesino, un ladrón y según el grueso expediente que tenía, un montón de cosas más.

Cajiga informó a Jorge de que se encargaría de la limpieza de la casa y de las comidas una mora viuda de nombre Jadilla. También le dio unas concisas instrucciones de cómo llegar hasta la estafeta de correos, donde esa misma tarde tenía que despachar un telegrama a don Marcelino, así como varias cartas.

Jorge Villafranca tomó posesión de la casa que, aunque bastante destartalada, estaba limpia y arriba tenía una terraza desde la que se divisaba toda la ciudad vieja y la bahía. No necesitaba más para ponerse manos a la obra. Sacó una mesa y una silla a la terraza y se puso a escribir cartas. Una vez que la tuvo escritas, se dirigió a donde el asistente Cajiga le había indicado que estaba la oficina de correos y telégrafos. Allí mismo envió el telegrama a su jefe y luego dio un largo paseo. Los habitantes españoles y los moros le miraban con extrañeza ¿Tanto se le notaba que era forastero? Además, Jorge observó otra cosa: poca gente andaba sola por la ciudad y la que lo hacía se movía presurosamente, como asustada por algo.

Jorge dio por terminado su paseo. En el ascenso a su vivienda le pareció ver una figura familiar que le esperaba un par de calles más arriba. Se metió la mano en el bolsillo del gabán y palpó con alivio el revolver que don Mariano Acuña le había entregado la mañana que aceptó el trabajo. Al periodista le había parecido ver al hombre del gran bigote, el mismo que en Málaga también observaba las maniobras de Carlos Bayón y su grupo. Cuando llegó al sitio donde supuestamente lo había visto, encontró una calle completamente vacía.

Ya en su puerta volvió la vista atrás y al ver que nadie le seguía respiró más tranquilo, sacó la llave del bolsillo y abrió. Iba a colgar su gabán de una percha cuando escuchó ruidos al fondo de la vetusta casa. Echó mano de la pistola y decidido a poner en fuga a los asaltantes o a vender cara su piel, se dirigió al origen del ruido.

Una mora mayor y bastante gorda, toda vestida de negro, se afanaba sobre la lumbre de la cocina. Al darse la vuelta se encontró a un sorprendido Jorge Villafranca apuntándola con un revolver. La mujer prorrumpió en un terrible grito y arremetió contra Jorge con un cucharón. El periodista dio varios pasos atrás para mantenerse alejado del chaparrón de golpes que la aterrada mujer lanzaba sin parar.

- ¡SOY JORGE! SOY JORGE VILLAFRANCA, EL PERIODISTA… VIVO AQUÍ…-

La mujer depuso el cucharón y Jorge hizo lo propio con el revolver.

- ¡Sidi tú perdóname! Yo Jadilla sólo hago tajine de pollo con almendras, muy rico muy rico…-

-Tranquila, tranquila… es que estaba un poco asustado. Venía de la calle y creía que me seguía alguien, por eso cuando entré y oí ruido me asusté tanto. -

Jadilla ya completamente serena, pero con un punto de enfado en su voz dijo:

-Cajiga es vago y sinvergüenza… él tendría que haber acompañado tú, que para eso le pagan. Melilla está muy muy peligrosa después de lo que hizo el general en la tumba del santo…-

Al parecer, según le contó la mora con bastante detalle, el gobernador de Melilla, el general Juan García Margallo, desoyendo las indicaciones de otros militares con más tiempo en la plaza, había mandado ampliar las nuevas fortificaciones de la ciudad levantando un fuerte demasiado cerca del lugar donde se encontraba la tumba de un santón muy venerado por las tribus de la zona. Este hecho había provocado algunos episodios de violencia entre los rifeños y los militares españoles. Desde entonces el tradicional ambiente de tolerancia de la ciudad se hallaba muy enrarecido.

Jadilla resulto ser con su manera tan peculiar de hacerlo, una mujer muy habladora. También, como pudo comprobar Jorge durante la cena, una magnífica cocinera que además del tajine que le encantó, le había preparado unos pastelillos de miel acompañados por un vaso de té con hierbabuena. Después de recoger los restos de la cena, Jadilla abandonó la casa para irse a dormir a la suya propia que se encontraba muy cerca en aquel mismo barrio. Jorge se fumó un pitillo en la terraza antes de irse a dormir. Un mochuelo entonaba su lúgubre canto en la gran higuera que había al pie de la valla. Cuando Jorge se retiró a su cuarto, una sombra emergió de la oscuridad del callejón. La brasa de un grueso cigarro iluminó un rostro duro, partido por un tupido bigote.

A la mañana siguiente, Andrés Cajiga apareció mientras Jorge se desayunaba con un café y un plato de higos que el mismo había recogido casi al amanecer. El asistente que traía un par de mulas para llegar hasta el presidio recibió un severo rapapolvo de Jadilla la cual había asumido como algo propio los intereses de Jorge y por derivación los de el Informador. Jorge indicó a Cajiga que a partir del día siguiente le comprara los periódicos que pudiera conseguir en la plaza. El asistente iba a decir algo con respecto al dinero, pero ante la furibunda mirada de la mora, optó por permanecer callado y asentir complacientemente.

Jadilla les preparó un paquete con comida y agua y ambos hombres montaron en sus mulas. Los presidiarios eran conducidos a diario desde la fortaleza antigua donde pernoctaban, hasta el Fuerte de Camellos, un lugar extramuros cerca de la ladera del Gurugú en donde los penados colaboraban con los militares en la construcción de las nuevas fortificaciones.

Atravesaron varias líneas de alambre de espino y llegaron a una explanada en la que había posicionados media docena de grandes cañones negros. El fuerte era un edificio circular, rodeado de troneras para la fusilería. En el camino vieron varios grupos de hombres cavando trincheras, unos vigilados por guardias armados y otros sin vigilancia. Los segundos eran los zapadores militares, con una disciplina a todas luces más laxa que la de los presos.

En la entrada del fuerte, Cajiga exhibió un documento ante el cabo de guardia el cual inmediatamente llamó al oficial. El oficial de guardia era un tipo mal encarado, con una larga cicatriz en la mejilla derecha y que respondía al nombre de Pedro Arellano y al rango de teniente. El teniente Arellano les recibió de una manera bastante desabrida. Aquel tipo no se lo iba a poner nada fácil pensó Jorge.

El salvoconducto que portaban tenía la firma nada más y nada menos que del capitán general de Andalucía, región militar de la que dependía Melilla y decía taxativamente:

 Facilítese a D. Jorge Villafranca Casares el acceso a la persona del penado Jacinto Montaleza Vargas, siempre que sus labores penales lo permitan y durante el tiempo que precise para realizar una completa crónica de la vida delictiva del penado, siendo la finalidad de dicha crónica, ejemplificar y advertir a las generaciones venideras, de las consecuencias de un comportamiento asocial y el incumplimiento de las leyes.

Ese “siempre que sus labores penales lo permitan” abría una puerta a la discrecionalidad de las autoridades penitenciarias. De momento no les dejaban ver al Malasangre. Jorge, que en aquel trabajo sentía que se jugaba el todo por el todo, decidió echarse un órdago con el teniente Arellano.

-Muy bien teniente… podemos hacer dos cosas: O vemos ahora a Montaleza, o este señor y yo bajamos a Melilla y esta misma mañana le mandamos un telegrama a nuestro agente en Sevilla para que hable personalmente con el capitán general sobre su oposición a dejarnos ver al preso. Usted decide. -

Jorge Mantuvo la mirada cargada de odio del teniente hasta que éste finalmente cedió.

-Está bien, les dejo verle durante cinco minutos, ni uno más. Mañana hablaran con mi superior, el coronel Posadas que es el director del penal y el decidirá si pueden o no pueden ver a ese hijo de puta de Montaleza. - Esto último lo dijo con una sonrisa torcida en la cara que no gustó en absoluto a Jorge.

El teniente dio por terminada la entrevista e indicó a un soldado que acompañara a los dos hombres a uno de los calabozos que es donde se verían con Jacinto Montaleza. Cajiga, poco interesado en encerrarse en un calabozo con un asesino, excusó su presencia en la reunión y decidió esperar en la calle.

El periodista esperó más de una hora encerrado en el pequeño habitáculo, hasta que un correr de cerrojos al fondo del pasillo rompió el silencio de la espera. Un guardia acompañaba al preso. Venía cargado de cadenas que enlazaban mediante grilletes sus manos y sus pies. Montaleza era de una edad indefinida entre los cuarenta y los cincuenta años. Muy pequeño, casi un enano, tenía una pobladísima barba que le llegaba hasta el pecho, y tocaba su cabeza rapada al cero con un raído gorro de paja. Pese a su pequeñez, no parecía para nada alguien endeble, además unos ojillos muy negros que no se perdían detalle de nada, le daban apariencia de alguien inteligente y muy decidido.

-Bue… buenos días, soy Jorge Villafranca el periodista del Informador encargado de escribir su historia Don Jacinto. -

Con una sonrisa socarrona bailándole en los labios, el preso estrechó la mano que le extendía el periodista con sus dos manos engrilletadas y ásperas, un intervalo de tiempo mayor de lo que las convenciones sociales mandan, algo que incomodó un tanto a Jorge.

-Encantado, pero por favor llámeme solamente Jacinto o Montaleza, como usted prefiera, porque me habían llamado muchas cosas, pero… “Don Jacinto” nunca hasta la fecha. - Dijo el bandolero exhibiendo una sonrisa sorprendentemente blanca e igualada.

- ¿Supongo que ya ha conocido a nuestro teniente Arellano? Un tío encantador ¿Verdad? -

Jorge, al principio un poco nervioso, no pudo por menos que sonreír ante el desparpajo de aquel tipo mugriento cargado de cadenas.

-Pues ya verá cuando conozca a usía el coronel Posadas, el teniente le va a parecer una perita en dulce y más con la que hay liada ahí fuera con los moros. -

Sin que Jorge se lo pidiera, Jacinto Montaleza amplió con todo lujo de detalles la información que Cajiga y la mora Jadilla ya le habían adelantado. Al parecer, el ejército de Melilla con el general Margallo al frente se encontraba desplegado por delante de las líneas que los zapadores y los presos estaban fortificando y recibían de cuando en cuando descargas de fusilería. Aquella guerra no declarada desde el incidente de la tumba del santón había costado casi una veintena de bajas al ejército y todo parecía apuntar a que cada vez se concentraban más rifeños bajados de las montañas del interior, frente a las líneas españolas.

Jorge se hallaba sorprendido y preocupado por el cariz que según el elocuente relato del bandido parecía que estaba tomando la situación. Él había hecho un largo viaje para entrevistar a un preso en el entorno controlado de un penal y se encontraba con lo que parecía una guerra en ciernes a la distancia de un tiro de fusil.

En estos pensamientos andaba el periodista cuando el ruido del cerrojo de la celda le hizo volver a la realidad.

-Su tiempo se ha acabado. Mañana a las ocho pásese y hable con el coronel- Dijo de manera seca y cortante el teniente Arellano

Jorge sintió ganas de replicar a aquel individuo desagradable, pero pensó que era mejor ir con tiento dada la delicada situación de la plaza. Fuera del Fuerte Camellos le esperaba Cajiga con las dos mulas. Ambos hombres emprendieron el descenso hacia la ciudad en silencio. En la casa, Jorge dio instrucciones al asistente para que le acompañase aquella tarde a la estafeta a enviar varias cartas.

Jadilla tras prepararle la comida se marchó a su casa hasta la hora de la cena. Jorge comió y reposó un rato. Mas tarde en la terraza escribió una larga carta a Don Mariano Acuña contándole sin omitir detalle, todos los pormenores de lo acaecido aquella mañana. El resto de la tarde comenzó a trabajar en una descripción con las impresiones obtenidas tras su breve entrevista y los datos del expediente de Jacinto Montaleza, alias “Malasangre”.

Cajiga estaba con las mulas en la puerta de Jorge con las primeras luces. El día había amanecido plomizo y una fina lluvia comenzó a caer en el ascenso hacia el Fuerte de Camellos. El asistente se hizo cargo de las monturas y Jorge se presentó en el cuerpo de guardia donde le indicaron que debía esperar fuera a que el coronel le pudiera atender. Pasó un buen rato sin que le llamaran y la lluvia comenzó a arreciar. El cabo se apiadó del periodista y le permitió entrar completamente empapado en el cuerpo de guardia, Jorge, a falta de un lugar mejor donde dejarlo, se quitó el gabán y lo colgó de su brazo. Aún pasó un intervalo de tiempo irritantemente largo hasta que apareció el teniente Arellano con una sonrisa socarrona pintada bajo el bigote al ver el deplorable aspecto del empapado periodista. Con un gesto le indico que le acompañase y sin mediar más palabras el teniente se introdujo en las entrañas del fuerte.

-A la orden de usía mi coronel ¿Da usía su permiso? - Dijo el teniente Arellano desde la entrada a una dependencia al fondo de un largo pasillo.

-Adelante teniente-

-Está aquí el periodista que le comenté ayer mi coronel-

-Muchas gracias Arellano. Dígale que pase y retírese.

- ¡A la orden de usía mi coronel! –Se despidió el oficial cuadrándose con un fuerte taconazo.

Jorge Villafranca se quedó en la puerta del despacho. Un individuó macizo con largos bigotes canos tras una mesa desnuda de cualquier tipo de adorno excepto una pila de papeles y elementos de escritura, ignoró al periodista durante un rato que ya comenzaba a vulnerar cualquier norma de cortesía.  Finalmente, el coronel levantó la vista de sus papeles y clavó una mirada carente de simpatía en él.

Sin mediar salutación ninguna por parte del militar, el coronel Posadas rompió su silencio:

- ¿Por qué se interesa su periódico ahora en ese cabrón de Montaleza, si puede saberse? -

Jorge ya empezaba a estar un poco harto de las maneras de aquel individuo que ni siquiera le había ofrecido una silla para sentarse. En principio se sintió tentado de invocar directamente la orden del capitán general de Andalucía reflejada en la carta que le había entregado Pepín Martínez en Sevilla, pero prefirió guardarse esa baza para el caso de que aquellos carceleros se cerraran en banda y no le permitieran realizar el trabajo para el que había viajado hasta aquel lugar, así que optó por hablar con amabilidad a aquel sujeto tan altanero.

 -Mire usted coronel Posadas, no está en mi ánimo molestar ni interferir en su trabajo. Yo solamente soy un mandado y mi periódico quiere que escuche la historia de ese hombre y luego la escriba, eso sí siempre con ánimo aleccionador para la sociedad como muy bien dice en su carta el capitán general. -

Al mencionar la carta, Jorge observó como el coronel se ponía rígido tras su mesa. No había sido su intención proferir una amenaza velada, pero ya lo había hecho y parecía que había surtido efecto, o al menos eso creía Jorge Villafranca hasta que Posadas habló de nuevo.

-Llevo muchos años desempeñando este trabajo y no me trago eso del “animo aleccionador”. Ustedes lo que quieren es contar una historia que les haga vender periódicos, sólo eso. No sé cómo, pero se han dejado manipular por Jacinto Montaleza. En mi carrera, he conocido muchos cabrones y algunos muy listos, pero este se lleva la palma. Tampoco sé exactamente que persigue Malasangre, pero seguro que no se trata de nada bueno. Además, por si no se había enterado: hay una guerra ahí fuera y este preso cava trincheras y lo va a seguir haciendo mientras le queden fuerzas o una bala de los moros quiera dar por zanjada su deuda con la sociedad. Así que por mi parte no tengo nada más que hablar con usted…-

Jorge se quedó parado unos instantes frente a la mesa sin saber muy bien que decir. Finalmente se dio media vuelta con intención de irse, pero antes se paró en la puerta y volviéndose lentamente dijo:

-Tendrán noticias mías muy pronto-

El coronel Posadas le mantuvo la mirada y con un gesto de indiferencia asintió levemente.

Fuera del fuerte ya no llovía. El periodista encontró a Cajiga jugando a las cartas con los caballerizos. El asistente dejó entre quejas la partida y preparó las mulas para el viaje de vuelta. Jorge quería enviar un telegrama al periódico antes de la hora de comer para que Don Mariano pusiera en juego toda su influencia en las altas esferas, o todo aquel viaje para ver al antiguo bandolero iba a resultar un fiasco.  Mientras se alejaban del Fuerte Camellos, un sonido inconfundible llegó desde una distancia no demasiado lejana. Eran disparos de fusil que intercambiaban las líneas rifeñas y las líneas españolas.

Aquella misma tarde, el ejército contestó al hostigamiento de los rifeños con una veintena de tiros de cañón contra sus posiciones, con tan mala fortuna que uno de aquellos proyectiles fue a impactar contra una pequeña mezquita destruyéndola. Aquel incidente acabó de encender la mecha de la guerra santa o “yihad”, ya no sólo en el Rif si no por todo Marruecos.

Un día después de su visita al Fuerte Camellos Jorge recibió contestación del periódico. En ella le indicaban que de momento cubriese la crónica de los acontecimientos que estaban sucediendo y que esperase un salvoconducto para tener acceso a la zona de conflicto. Mientras tanto debía enviar un artículo diario telegrafiado con la última hora de la guerra. Como no tenía nada mejor que hacer, Jorge Villafranca se puso con diligencia a la tarea.

viernes, 17 de noviembre de 2017

HIJOS DE LOS MONTES LIBRO I LA GUERRA CHICA-Viaje al Sur


VIAJE AL SUR

Antes de las ocho de la mañana de aquel lunes 18 de septiembre de 1893, Jorge ya estaba acomodado en el vagón del tren correo que en aproximadamente día y medio había de llevarle hasta Sevilla. La bestia de hierro silbaba impaciente bajo la bóveda de hierro y cristal de la recientemente inaugurada estación del Medio Día, muy cerquita del final de la calle Atocha. En respuesta al silbato del jefe de estación, perezoso y envuelto en una nube de vapor y humo, el negro convoy comenzó a moverse

El tren recorría infatigable las agostadas llanuras de la Mancha. Alguna colina suave coronada por una hilera de molinos rompía de tanto en tanto la monotonía del paisaje. Cayó la tarde y Jorge se envolvió en su gabán con intención de dormir un poco.

Aquella noche durmió a ratos. Estaba nervioso por la novedad que suponía todo aquello para alguien que como él nunca había viajado. Margarita aparecía en sus sueños. Iba a ser padre y estaba atado de manos al respecto.

De repente el tren paró en una estación. Las luces del alba despuntaban tras los montes entre los que se hallaba detenido. Jorge bajo del tren con intención de estirar un poco las piernas. Estaba en Venta de Cárdenas, en el comienzo del ascenso al puerto de Despeñaperros, la puerta de Andalucía. Intensos mugidos llegaban desde el cercano bosque. El revisor informó a Jorge de que se trataba de los venados que estaban en plena berrea. El periodista recordó la historia del Malasangre y la banda de los Juanotes y del atraco al tren correo acaecido en el setenta y ocho, apenas quince años antes en aquel mismo lugar. Miró a los cercanos montes en los que poco a poco el sol iba ganando a las sombras nocturnas y palpó el bolsillo del gabán, donde reposaba el pequeño revolver que don Emiliano le había entregado el día que había aceptado el trabajo.

La coronación del puerto fue lenta y costosa. El tren hacía un ruido horrible. Se podía ir a la misma velocidad, caminando junto al vagón. El paso de Despeñaperros, entre dos enormes rocas sobrevoladas por numerosos buitres, un lugar al que daba nombre la leyenda aprendida en la escuela de que los moros arrojaban por allí a los cristianos que capturaban tratándoles de “perros infieles”, quedó finalmente atrás. Luego un descenso entre un mar de olivos hasta el valle del Guadalquivir y sus fértiles campiñas. A media tarde Córdoba, con su largo puente romano sobre el río y el gran edificio milenario de la mezquita se hacían visibles en un horizonte borroso por las ondas que el calor inmisericorde del sol andaluz levantaba del suelo. Ya de noche el final de su viaje en tren, Sevilla.

El viajero que nunca ha viajado a Andalucía piensa siempre que se trata de una tierra pobre porque generalmente los andaluces que en todas partes uno se encuentra suelen ser de origen muy humilde, gente abocada a la emigración para huir de la miseria en su propia tierra. Sin embargo, no es así. Andalucía es muy rica, tiene casi de todo, pero secularmente la riqueza ha estado muy mal distribuida. Esa impresión había sacado Jorge y su visita a la magnífica ciudad del Guadalquivir “el río grande del Sur” iba a reforzar aquella impresión obtenida desde la ventanilla de un tren.

Pepito Martínez era un individuo nervioso, aunque afable. Bastante alto y rubio, no era para nada el arquetipo del andaluz típico. Cuando el tren llegó, estaba en la estación esperando a Jorge. Tras las presentaciones de rigor, ambos hombres se fueron a cenar. En Madrid y mucho menos en su pueblo, dados los escasos recursos económicos del periodista, era casi imposible comer otro pescado que no fuese bacalao o sardinas arenques secas, por lo que la cena a base de pescadito frito le pareció un manjar extraño al que su paladar no estaba acostumbrado. Luego, el corresponsal acompañó a Jorge al hostal el Cairo muy cerquita de la Torre del Oro. A Jorge le resultó algo cómico el nombre del establecimiento. Parecía como si Martínez lo quisiera preparar para su destino final en tierra de moros, pero el sitio era limpio y bastante “español” en su mobiliario. Jorge agradeció pasar la noche en una cama tras el viaje en el duro asiento de madera del tren.

A la mañana siguiente, Martínez vino a buscarle y tras el desayuno llevó a Jorge a dar un paseo por la ciudad en un coche de caballos de alquiler. En Madrid y en su pueblo, las golondrinas habían emigrado ya hacía varias semanas, pero allí en Sevilla junto a la enorme catedral y al resto de magníficos edificios de la ciudad, aún formaban un enjambre ruidoso. A la hora de comer, Martínez le entregó una cartera de cuero con la documentación referente al preso Jacinto Montaleza, el Malasangre, una carta de presentación para el director del penal de Melilla y un pasaje para el vapor Mahón. También había varias direcciones de alojamientos y personas de confianza a las que el diligente sevillano había escrito anunciando la próxima llegada del corresponsal del Informador. Llegó la hora de la partida, ambos hombres se despidieron con un apretón de manos al pie de la diligencia que conduciría a Jorge a Málaga y al desconocido mar Mediterráneo.

Para él que no ha visto nunca el mar, este hecho resulta siempre sorprendente. Al coronar una de las interminables cuestas de la serranía malagueña, uno de los postillones avisó al resto de los ocupantes de la diligencia de que desde ese punto ya se podía divisar la costa. Jorge, adormecido y algo mareado por el traqueteo del carruaje en aquellas infames carreteras, se asomó por la ventanilla. Efectivamente, a pesar del polvo en suspensión, debajo de las montañas en las que se encontraban, una inmensa extensión azul se extendía hasta el límite del horizonte.

Jorge Villafranca se encontraba absorto contemplando el panorama con la cabeza por fuera de la ventanilla, cuando, como una exhalación un grupo de jinetes adelantaron raudos la diligencia. El postillón tiro de las riendas haciendo frenar en seco a los caballos.  No había noticias recientes de actividad bandolera en aquella ruta, pero en las serranías del Sur cualquier cosa era posible. En este caso los jinetes misteriosos siguieron adelante y los conductores de la posta aminoraron la marcha y aprestaron sus escopetas en previsión de una posible emboscada en alguno de los muchos recodos del camino que descendía hacia Málaga. Finalmente, no hubo ningún otro incidente. Juan se quedó algo intranquilo. Le había parecido distinguir una figura conocida a la cabeza del grupo de jinetes, pero no tenía claro de quien se trataba.

Ya en Málaga, uno de los viajeros que había partido con él de Sevilla le indicó como llegar al puerto donde había una pensión de confianza que le había recomendado Martínez. Jorge tomó el alojamiento indicado y salió a dar un paseo. Su barco atracaba a primera hora de la mañana y no zarpaba hasta después de realizar las operaciones de estiba y el reabastecimiento de carbón para la caldera.

A la orilla del mar todo era nuevo para Jorge Villafraca: el agua, el sonido, los olores. Paseaba por el puerto como un chiquillo, con una mezcla de curiosidad y temor. Se detenía a mirar como descargaban el pescado de los barcos, como los pescadores cosían las largas redes en el suelo, el vuelo de las rapaces gaviotas. Miraba sorprendido a los gordos mújoles que nadaban por debajo de los cascos de los barcos, surcando un mundo submarino que jamás habría podido ni siquiera imaginar. Así se sentía Jorge recorriendo el borde del muelle, cuando una voz que había oído en alguna otra parte reclamó su atención.

- ¡Rápido, no tenemos todo el día! Bajad las cajas de esta carreta y acercad la otra. -

Un grupo de hombres de porte militar cargaban cajas en una lancha a las órdenes de un mulato de piel clara y anchas espaldas ¡Era Carlos Bayón! Aunque nunca se habían dirigido la palabra, Jorge no tenía duda de que el mayordomo del marqués de Fuensalida le había visto ya en alguna ocasión, por lo que el periodista decidió alejarse de la embarcación y observar de lejos lo que tramaban aquellos individuos que como coligió más tarde, no eran otros que los jinetes que por la mañana habían adelantado a toda velocidad a la diligencia en su bajada hacia la costa.

Jorge Villafranca se apartó hasta unos almacenes distantes un centenar de metros y envuelto en las sombras de una tarde que comenzaba a caer, observó paciente la escena.

El grupo de Bayón proseguía con eficacia la carga de las cajas en la lancha, que se encontraba con la caldera encendida ¿Qué podía ser lo que contenían esas cajas? Jorge no lo podía saber, pero viendo quien dirigía a la cuadrilla de estibadores y para quien trabajaba éste, no podía tratarse de nada bueno. Esta circunstancia decidió a Jorge a permanecer en su posición de vigilancia todo el tiempo que fuera necesario, aunque tuviera que pasar allí la noche. Obtener información de los chanchullos de su rival podía suponer una gran baza en el futuro de su relación con Margarita. En estas andaba, cuando de repente advirtió la presencia de otra persona que también observaba la escena del muelle desde un edificio cercano y no se ocultaba a la vista del periodista, es más, claramente le estaba observando también a él

Era un individuo recio. Llevaba la cabeza descubierta y el pelo cortado al rape, al estilo militar, igual que los secuaces de Bayón. La brasa de un puro iluminaba por momentos su cara y dejaba ver un grueso mostacho.

Jorge no era ningún cobarde, pero el cariz que tomaban los acontecimientos aconsejaba ser precavido. Pensó que lo mejor era desaparecer de la escena, así que muy despacio rodeó el edificio y una vez a la espalda del mismo apresuró sus pasos hacia la ciudad. Ya en la pensión, permaneció un rato en la puerta para comprobar que nadie le había seguido.

La noche fue agitada, tanto por los hechos acaecidos, como por la novedad del viaje por mar del día siguiente. El griterío de la calle sacó a Jorge del sueño. Desayunó y en la misma pensión le informaron de que el vapor Mahón estaba a punto de llegar. También, viéndole tan neófito en temas de mar, le recomendaron que se comprara un cucurucho de pasas para evitarse el mareo del barco. Las pasas las compró y en un cafetín junto al muelle se tomó un par de copas de aguardiente para insuflarse un valor del que en ese momento previo al embarque carecía. Luego se dirigió al barco. No se sorprendió al ver que la lancha que la noche anterior cargaban los secuaces de Carlos Bayón ya había zarpado. Le entregó su billete al primer oficial que era quien dirigía la descarga del buque y este indicó a un marinero que condujera a Jorge a su camarote.

Tener un camarote en el vapor Mahón era un auténtico lujo. La mayoría del pasaje viajaba en cubierta, en unos butacones con la sola protección para las inclemencias del tiempo y del mar, de unas lonas amarradas a un tingladillo de madera. Finalmente, el buque zarpó hacia Melilla. Nada más rebasar las puntas del puerto, el movimiento del mar se hizo notar sobre el casco. Pese a que hacía muy buen tiempo y el barco era muy marinero, a Jorge le parecía que aquello no era nada normal. Al poco rato, un sudor frío comenzó a correrle por la espalda. El desayuno mezclado con el aguardiente ascendió imparable por su esófago y no tuvo más remedio que sacar medio cuerpo por la borda y vomitar todo para mayor disfrute de la marinería que siempre cruzaba apuestas de quien sería el pasajero de secano que antes se marearía. Según el ojo experto de la tripulación, la cosa estaba entre Jorge y un guardia civil gordo oriundo de Badajoz, que acompañó al periodista en su desarreglo digestivo unos segundos después. Un marinero alcanzó a Jorge un vaso de agua y éste se recompuso un tanto. Luego recordó el cartucho de pasas y se metió un puñadito en la boca. Al menos su dulce sabor le hizo olvidar el amargor del vómito.

Jorge, con el cuerpo algo más asentado, tomó la comida en su camarote; una sopa de pescado y un cuarto de pollo. Después de las penurias del camino, sobre todo a partir de Sevilla, aquello le pareció un lujo magnífico. Comió muy a gusto y salió a cubierta donde disfrutó de la siesta en una butaca. La verdad es que empezaba a cogerle el gusto a aquello del barco.

La noche en el mar, le resultó a Jorge extrañamente fría. Aún quedaban un par de semanas para el otoño, pero el periodista se arrebujó en la manta e incluso se echó el gabán por encima. Se despertó poco antes del amanecer y pudo ver como el sol salía por el estribor del vapor Mahón. Con las primeras luces, comenzó a ser visible por la proa una fina línea que no era otra cosa que la costa de África. Tras el desayuno ya comenzaban a distinguirse las pétreas cumbres del Rif y poco después la blanca Melilla con el monte Gurugú al fondo.










viernes, 10 de noviembre de 2017

HIJOS DE LOS MONTES Libro I LA GUERRA CHICA-Revelación


REVELACIÓN

Amaneció el domingo y tras el desayuno Jorge se aseó para ir a Misa. No es que fuera muy creyente pero habitualmente iba a misa para complacer a los demás. En el pueblo por su madre y por don Ángel, párroco de la localidad y su benefactor. Desde que estaba en Madrid, lo hacía por complacer a su casera Doña Virtudes que era muy beata.

Tras la misa, Jorge se despidió en la puerta de la colegiata de San Isidoro de doña Virtudes y de Juanita. Ambas mujeres quedaron un tanto contrariadas porque el periodista no las acompañó a tomar una clara con limón en una taberna cercana y es que Jorge estaba como loco por saber de Margarita y tras la misa, presuroso enfiló sus pasos hacia el parque del Retiro.

En el paseo de coches del renombrado parque madrileño, los domingos a la salida de misa se solía dar cita lo más granado de la alta sociedad de la villa y corte. Aquella mañana paseaban entre los añosos árboles del parque, la mismísima reina regente y el heredero al trono, el futuro Alfonso XIII. Vistos sin sus ostentosos ropajes aquellos personajes, serían unos seres humanos de lo más anodinos. Ambos flacos, de aspecto vulgar y con una notable expresión de miseria intelectual en el rostro, pero eso sí, ambos regios personajes rodeados por un enjambre de sirvientes y aduladores.

En estas reflexiones andaba Jorge, cuando vio el carruaje del marqués de Fuensalida aparcado. Sin duda sus propietarios estaban por allí de paseo tras la salida de misa. A unos cientos de metros divisó a Don Emiliano y Margarita seguidos por Carlos Bayón, Nuria y otros criados de la casa, paseando y saludando a los distinguidos viandantes. Nuria la doncella vio a Jorge e intercambió con este un leve gesto de inteligencia. El mensaje estaba en el hueco del árbol acordado. Margarita le citaba a las cinco de esa misma tarde en el sitio acostumbrado.

Jorge regresó a la casa de doña Virtudes y degustó el cocido “plato estrella” entre los reproches del ama por no haber querido tomar con ella y juanita el aperitivo a la salida de misa. La verdad es que Jorge cada día se planteaba un poco más abandonar la casa de la calle del Almendro por un sitio donde tuviera más intimidad para sus asuntos y no fuese observado como una gallina por aquel par de raposas madre e hija. Solamente le disuadían de su propósito: su escasa renta y la amistad del viejo Don Marcelino.

La espera hasta la hora de la cita pasó perezosa en la habitación del periodista. Las campanas de la Colegiata de San Isidoro dieron las cuatro y Jorge se preparó para salir. La tarde estaba bochornosa y al igual que la anterior, amenazaba tormenta, una de esas tormentas que en Madrid marcan de forma bastante abrupta el final de verano, para dar paso al más fresco y húmedo otoño.

Jorge siguió las calles vacías hasta el sitio donde habitualmente se veía la pareja. Era una pensión tras el convento de las Descalzas que alquilaba habitaciones por horas , un sitio algo oculto, al abrigo de miradas indiscretas. Aunque la pensión era limpia y económica (Siempre pagaba él la habitación pese a que Margarita había insistido en hacerse cargo de aquel gasto dada su desahogada situación económica) verse de aquella manera a Jorge, le parecía un tanto sórdido.

Se quitó el sombrero y la chaqueta y esperó tumbado en la cama la llegada de Margarita. Pasó un rato en el que Jorge casi se quedó dormido por el calor, cuando unos golpes suaves en la puerta de la habitación le sacaron de su sopor. Abrió la puerta y allí estaba: la bella, la inalcanzable Margarita Marlasca.

El periodista no era un hombre mal parecido, pero tanto su modesto origen, como su aspecto, no le hacían destacar sobre el resto de varones. Jorge había conocido a Margarita haciendo crónica social para el Informador. Su estatus de periodista le daba acceso a personajes importantes, que de otra manera resultarían inalcanzables. En la mirada de Margarita, tras su imponente aspecto externo, él había visto ruego y mucho desvalimiento.  Jorge supo leer entre líneas quien era en verdad aquella gran dama. Luego, la ocasión propició el encuentro y ambos se lanzaron a aquella aventura amorosa con la valentía del que conoce los secretos anhelos de un alma gemela. En cualquier caso ninguno de los dos era tan ingenuo como para saber que ambos eran de mundos muy diferentes y también sabían ambos, lo fatal que podía resultar que les descubrieran dado quien era el engañado en aquel triángulo.

 Margarita depositó un beso en los labios de Jorge y entró envuelta en un frufrú de seda y perfume sutil. Sin palabras ambos se abrazaron y comenzaron a desnudarse besando lo que las manos premiosas dejaban al descubierto. Luego sin prisa, pero con un punto de desesperación apasionada, hicieron el amor sobre la  cama aún sin deshacer. Tras acabar, los dos se quedaron en silencio. Por la ventana una ráfaga súbita de viento agitó los leves visillos dejando ver un cielo que poco a poco se tornaba gris verdoso. Un trueno lejano sacó a los amantes de su ensimismamiento.

-Tengo que contarte algo muy importante- Dijo Margarita reclamando la atención de Jorge.

-He tenido un par de faltas-

Al principio Jorge no sabía de qué le estaban hablando. Luego, súbitamente cayó en la cuenta. Su primer sentimiento fue de genuina alegría, para un instante más tarde valorar el alcance de las palabras de su amada. Ambos vivían en el convencimiento de que sus relaciones sexuales no iban a producir ningún fruto. Antes de que se conocieran, Margarita llevaba años casada y su marido en los periodos que estaban juntos, visitaba con frecuencia su dormitorio. Las relaciones con el marqués carecían en absoluto de la ternura y la sensualidad de las que mantenía con Jorge. Eran más bien como un tributo que el que se consideraba su amo y señor reclamaba, sin posible negación al respecto por parte de la mujer.

-¿Y qué has pensado hacer?- Preguntó el periodista de una forma refleja, mientras que mil pensamientos y posibilidades bullían a la vez en su cerebro

-¡Pienso tenerlo!- Afirmó Margarita con decisión.

Jorge no dijo nada y quedó a la espera de que su amada, que sin duda había tenido ocasión de pensar largo y tendido al respecto de la nueva situación, dijera algo.

-No sé cuánto tiempo podremos estar juntos y el hijo que llevo en mis entrañas es lo único que siempre me va a quedar de tí…

 No te engañes Jorge. Sólo soy una mujer y como tal le debo obediencia a mí marido y no sé si mañana seguiré en Madrid, me tendré que ir con él a Córdoba, a cualquier otro lugar o incluso al extranjero.-

-Pero tu marido no es tonto… más pronto que tarde echará cuentas y estas no van a cuadrarle…-

¡Vámonos juntos! Podemos ir a Sudamérica. Podemos empezar una vida nueva... tú y yo y nuestro hijo...-

Margarita con una sonrisa en los labios y tristeza en sus ojos negaba con la cabeza ante los lastimeros ruegos de su amado.

-…Margarita mi amor, dos y dos siempre son cuatro… No le van a salir las cuentas.- Insistió el periodista.

-A Emiliano déjamelo a mí. Es mejor que no nos veamos en un tiempo. Carlos Bayón es un auténtico perro guardián, los ojos y los oídos de mi marido ¡No se le escapa nada! Vete a tu misión en Melilla. Lábrate un futuro como periodista y el tiempo dirá que es de nosotros dos.-

Margarita se vistió en silencio, con la pena infinita de quien sabe que está causando un enorme daño a alguien que ama. Tras besar a Jorge, la dama abandonó presurosa la habitación rumbo al carruaje que debía conducirla de nuevo a su palacio frío, a su mundo... al mundo real, tras el breve paréntesis de su encuentro clandestino entre aquellas cuatro paredes desnudas que para los dos amantes eran lo más parecido a un paraíso en la tierra al que podían aspirar a alcanzar.

Tras la partida de su amada, Jorge se quedó en la habitación fumando y escuchando la tormenta que se acercaba a la villa y corte, el resto de la tarde.

Al día siguiente, Jorge Villafranca se levantó más tarde que de costumbre. Se había dormido casi de madrugada. Se aseó y vistió en su habitación de la casa de huéspedes y salió en ayunas a la calle. Los vendedores del cercano mercado de San Miguel pregonaban a voces sus mercaderías recién llegadas desde lejanos lugares. Enfiló sus pasos hacia la redacción del informador. Aquella mañana le iba a comunicar su decisión a Don Emiliano y de paso le iba a pedir unos días libres para visitar a su madre en el pueblo.


El director le recibió con su sempiterno cigarro puro en la boca. Escuchó entre gruñidos indescifrables para alguien como Jorge que aún llevaba poco en el periódico.

-ESTÁ BIEN POLLO. TOMESÉ LIBRE ESTA SEMANA Y VAYA AL PUEBLO. NO SE OLVIDE DE DARLE RECUERDOS AL PADRE ÁNGEL. PERO LE QUIERO EL LUNES COGIENDO EL TREN DE LAS OCHO A SEVILLA SIN FALTA- Gruñendo como los usos locales del Informador dictaban, el director abrió un cajón de su escritorio del que sacó un pequeño revolver, una caja de munición y cien pesetas que entregó a un sorprendido Jorge Villafranca. Tras darle algunos consejos prácticos sobre el viaje y el trabajo a realizar, el director Acuña llamó a su secretaria con el fin de despachar las cartas pertinentes. Ambos hombres se despidieron con un gruñido y un apretón de manos. El lunes saldría en el tren correo a Sevilla. Allí se vería con Martínez que le entregaría el expediente de Malasangre y los billetes para su traslado de Sevilla a Málaga en coche de caballos y su embarque desde Málaga a Melilla.

De vuelta a casa de Doña Virtudes, Jorge paró en el mercado de San Miguel donde compró algo de comida para el viaje a su pueblo. Luego fue a la puerta de Toledo a sacar un pasaje para la posta a la ciudad del Tajo. El resto del día lo pasó en otras pequeñas compras sin pensar en su encuentro con Margarita de la tarde anterior.

Con el canto de los gallos Jorge se levantó de la cama. Cogió la maleta de cartón que tenía hecha desde la víspera y por unas calles que comenzaban a cobrar vida se dirigió a la Puerta de Toledo.

Ya fuera de la villa, dentro de la atestada diligencia, Jorge sacó un bocadillo que no pudo dejar de compartir con un niño de rostro cerúleo al que sus familiares mandaban con unos parientes a un pueblo cercano al suyo, según dedujo el periodista el motivo de la partida del chaval era que sus padres no podían mantenerle.

Pasado el mediodía llegaron a su pueblo. La casa familiar se encontraba un poco retirada de la plaza donde le dejó la posta, allí se dirigió Jorge por las polvorientas calles vacías. Su viejo perro Rufo le recibió junto al portón de entrada al corral moviendo el rabo. Entró en la cocina y se encontró cara a cara con el padre Ángel. El cura estaba sentado a la mesa en mangas de camisa frente a un vaso de vino. Al verle así cualquiera podría pensar que aquel cura de pueblo era el amo de la casa. Ese mismo pensamiento paso por la mente del Joven que sólo  unos años atrás había visto cientos de veces a su padre en aquel mismo lugar y actitud. Al fin y al cabo, su madre era una viuda y sabía que el sacerdote atendía a las necesidades materiales de su progenitora y también le había dado una carta de presentación para Mariano Acuña que le había facilitado la obtención de su actual trabajo.

Una vez recobrados de su sorpresa inicial, ambos hombres se abrazaron afectuosamente.

-¡MARÍA MARÍA, MIRA QUIEN TENEMOS AQUÍ!-

La madre de Jorge acudió presurosa al oír las voces de Don Ángel y al ver a su hijo en el centro de la cocina no pudo reprimir las lágrimas. El sacerdote se puso la sotana y el sombrero y dejo solos a madre e hijo no sin antes prometerle al periodista que estaría allí para la cena.

Jorge Villafranca puso al día a su madre de su próximo viaje por cuenta del Informador. María Casares se sentía  orgullosa de su único hijo. Periodista en la capital y ahora viajando nada menos que a “otro continente”. Jorge explicó a su madre que la travesía duraba menos de dos días, pero a ella todo aquello le parecía una enormidad que pese al orgullo, a la vez le hacía padecer por el peligro que iba a correr su tesoro más preciado.

María Casares mató un pollo para la cena y estuvo cocinándolo toda la tarde. A las ocho llegó don Ángel con una botella de buen vino que guardaba para una ocasión especial. El sacerdote, que era hombre de mundo y en su juventud había viajado mucho, dio algunos buenos consejos al periodista y tranquilizó a la madre sobre los posibles riesgos del viaje minimizados “con los grandes avances de los medios de transporte actuales”

La estancia en el pueblo pasó ligera y llegó el día de la partida. Don Ángel y Doña María, acompañaron a Jorge a la posta, ésta le entregó a su hijo una cesta con viandas, que el periodista le agradeció con un largo abrazo. Luego, estrechó la mano del sacerdote y se despidió sin fecha de retorno prevista del pueblo que le vio nacer.

El sábado por la tarde, sin nada que hacer ya que tenía todo lo necesario para el viaje que iba a emprender el lunes preparado. Dejó pagados dos meses de la habitación por adelantado y le entregó la llave a don Marcelino para que dispusiera de la misma a su discreción, luego, el anciano sabio y el joven periodista se marcharon a la calle con la intención de celebrar la inminente partida de este último.

Tras una ronda por los principales cafés literarios, Jorge Villafranca invitó a don Marcelino a cenar en Lardy. Contaba con la generosa cantidad entregada por el periódico para sus gastos de viaje, y con la cesta que le había dado su madre en el pueblo, bien se  podía apañar hasta Sevilla. Así, gustoso obsequió a su amigo una cena opípara en agradecimiento por los libros “imprescindibles” que este le había entregado para su viaje. Luego se vieron con Vicentín Lleó y la trouppe del Eslava, rematando la velada en Casa la Flaca abajo en la vega del Manzanares.

Jorge pasó el domingo en su habitación. Ni siquiera fue a misa pese a los reproches de doña Virtudes. Tampoco salió para comer, solamente lo hizo a la hora de cenar y más que nada por petición de don Marcelino, con el que tras la inconsistente cena, compartió pitillo y charla a la fresca hasta la hora de acostarse.

viernes, 3 de noviembre de 2017

HIJOS DE LOS MONTES-Libro I-LA GUERRA CHICA-La Propuesta


LIBRO I

LA GUERRA CHICA.



LA PROPUESTA

Madrid septiembre de 1893



-¿Ya te vas? ¿No puedes quedarte conmigo el resto de la tarde?

De esta manera, estirándose entre las sábanas aún calientes, se dirigió Jorge Villafranca a la mujer que se subía las medias, sentada en el borde de la cama.

-No mi amor, ya sabes que es imposible…

 Margarita Marlasca era una mujer de gran belleza, belleza cálida en esos momentos de “deshabillé”  y una beldad fría, loada a la vez que envidiada en los principales salones de aquel Madrid de finales del siglo XIX.

-Ya sabes tú que nada me gustaría más que quedarme contigo pero Emiliano vuelve de Córdoba esta misma noche y tengo que estar en casa para recibirle. Ayúdame a abrocharme el corpiño-

Margarita era la mujer de D. Emiliano Fuensalida, diputado a cortes por la provincia de Córdoba y una de las mayores fortunas de aquella España de la regencia. Una fortuna que según se decía en los mentideros de la villa y corte tenía como origen el contrabando de armas y el tráfico de personas hacia Cuba, la isla donde aquel dudoso prócer había residido en su juventud.

Jorge Villafranca aún no había cumplido los veinticinco años. Procedente de un pueblo de la provincia de Toledo distante unas cuatro leguas de la ciudad imperial, había estudiado periodismo en la capital gracias a una beca concedida por los jesuitas. Se había mantenido con lo poco que le enviaba su familia y tomando trabajos tan variopintos como: escritor de cartas en un pequeño puesto del rastro o llevando los libros de cuentas de varios negocios de mala muerte, hasta que gracias a la recomendación del cura de su pueblo había entrado a trabajar como meritorio en el Informador, uno de los principales periódicos de Madrid y por extensión de todo el país. Con tesón había conseguido el puesto de reportero con un sueldo fijo de diez pesetas a la semana más incentivos por cada artículo que escribiera. Desde luego no podía decirse que ganara una fortuna, pero al menos le llegaba para 3 comidas al día y una habitación en una casa de huéspedes de la recoleta calle del Almendro, un sitio tranquilo situado entre la Cava Alta y la Cava Baja, donde podía escribir y estaba cerca de casi todo.

¿Hacia dónde le conducía aquella relación con una mujer mayor que él y además casada? Sólo sabía que por primera vez en su vida, estaba profunda y definitivamente enamorado de Margarita Marlasca. Un cálido beso le saco de su ensimismamiento.

-¡Adiós mi amor! El coche me está esperando en la esquina. Te mandaré un billete con mi doncella la próxima vez que pueda escaparme ¡Te quiero!-

Dejando un leve aleteo de faldas y un sutil perfume, Margarita Marlasca abandonó la habitación del meublé donde habitualmente se veían. Jorge Villafranca se quedó un momento en blanco,  se levantó y vertió agua en una palangana, se aseó y luego se vistió despacio y salió a la calle.

Caminó hasta las huertas del río y siguió el menguado cauce hasta el puente de Santa María de la Cabeza. Por la carretera de Toledo, una hilera de carretas se dirigía al mercado para abastecer al día siguiente a la villa y corte. Las campanas de una lejana iglesia señalaron las seis de la tarde. A las siete había quedado con su jefe D. Mariano Acuña en la redacción del Informador y antes tenía que pasar por casa a recoger el manuscrito de su último artículo. Apuró el paso y enseguida se plantó en la puerta de Toledo. Ya en la calle del Almendro, subió las escaleras de dos en dos hasta su cuarto. Por el camino se cruzó con Doña Virtudes y su hija Juanita, una moza descarada de unos dieciséis años que frecuentemente se hacía la encontradiza con Jorge por cualquier rincón de la casa. Doña Virtudes informó a su huésped que se dirigía a escuchar misa a la cercana Colegiata de San Isidoro y que como todos los días se cenaba a las ocho, potaje de vigilia como era preceptivo los viernes por la noche. En realidad el potaje de Doña Virtudes eran unos pocos garbanzos apolillados huérfanos de bacalao, con algo de verdura mustia, un huevo duro troceadito muy fino para la cazuela de la que tenían que comer todos los huéspedes y finalmente unos barquitos de pan frito que navegaban tristes en aquel mar de desolación. Sin muchas ganas de volver para la cena, Jorge se dirigió a su cuarto, cogió los papeles y salió en dirección a la redacción del periódico.

El Informador tenía sus oficinas en la calle del Barquillo, en un edificio nuevo construido sobre el solar que antiguamente ocupaba un pequeño convento expropiado durante la desamortización de Mendizábal. Jorge repartió algunos saludos que fueron contestados con gruñidos más o menos entusiastas desde las mesas junto a las que pasaba el reportero. De un despacho que había al fondo del tercer piso salía soltando todo tipo de improperios a voz en grito, un individuo mugriento en mangas de camisa. Jorge dio las buenas tardes desde la puerta y entró en el despacho. Tras una mesa atestada de papeles, un señor moreno con exuberantes bigotes y patillas echaba humo como la locomotora de un tren desde el largo cigarro puro que fumaba.

-PASE PASE  VILLAFRANCA. NO SE QUEDE EN LA PUERTA COMO UN PASMAROTE- Dijo D. Mariano Acuña a grandes voces.

Los españoles somos un pueblo propenso a hablar alto, pero la comunicación entre personas en las oficinas del Informador casi exclusivamente se producía a voces o mediante una extensa gama de gruñidos que iban desde los placenteros o de aprobación, a los de ira o lamento.

-D.  Mariano: Buenas tardes. Le traigo el artículo que me encargó sobre la cuestación benéfica en el palacio del duque de Alcañices.-

Lo que Jorge Villafranca no estaba contando a su jefe, es que la información para escribir ese artículo la había obtenido de su amante Margarita Marlasca en la habitación donde habitualmente se veían.

El director leyó el artículo emitiendo una serie de gruñidos indescifrables, al menos para el reportero que llevaba poco tiempo trabajando en el periódico. Luego en su tono de voz habitual dijo:

BUENO POLLO, EL TEMA TAMPOCO DABA PARA MUCHO MÁS. POR CIERTO… MAGNIFICOS APUNTES SOBRE EL VESTUARIO DE LAS DAMAS. PARECE COMO SI HUBIERA PRESENCIADO EL EVENTO EN PERSONA.

-Bueno… gracias.  Obtuve la información del servicio- Dijo Jorge con una beatífica sonrisa de farsante.

-GRRRRR- Gruñó Mariano Acuña clavando una mirada incisiva en el rostro de Jorge Villafranca

Con muy buen criterio Jorge decidió dejar de dar una información que nadie le había pedido, concluyendo que el silencio es mejor aliado de la discreción que la mentira.

-ESTÁ USTED AUN UN POCO VERDE, PERO ME GUSTA SU ESTILO: CERTERO, CONCISO, AUNQUE PARA NADA CARENTE DE ELEGANCIA. CREO QUE HA LLEGADO LA HORA DE ENCOMENDARLE ALGÚN ASUNTO DE MÁS ENJUNDIA ¿QUÉ TAL SI SE LO CUENTO MIENTRAS CENAMOS ALGO?-

Jorge estaba encantado. El director Acuña no era hombre que se prodigara habitualmente en halagos con nadie y además la perspectiva de evitarse el potaje de Doña Virtudes le sonaba a música celestial.

Don Mariano mediante algunas voces y gruñidos ininteligibles hizo que le trajeran su sombrero y su bastón y ambos hombres se dirigieron a la calle. Una vez allí, el director Acuña adoptó un tono quedo, casi confidencial. Se dirigieron a una taberna cercana a la Puerta del Sol, Casa Labra un establecimiento que había adquirido merecida fama por su bacalao rebozado y que unos años atrás había sido testigo del nacimiento de un nuevo partido político, el Partido Socialista Obrero Español, del que según se comentaba en los mentideros de la villa y corte, iba a dar mucho que hablar en los años venideros.

-Por cierto, D Mariano ¿Por qué estaba Luis Peláez el tipógrafo tan enfadado con usted?-

-Parece ser que esta noche, Pablo Iglesias da una conferencia en las oficinas de el Socialista y claro… el bueno de Peláez como tipógrafo (Pablo Iglesias el fundador del PSOE había sido tipógrafo) y como afiliado al partido, quiere asistir e insiste en que las planchas para la impresión las puede preparar Gómez, pero Gómez es un borrachín poco fiable y yo como director de un periódico serio, de un negocio al fin y al cabo, no puedo jugármela.-

Jorge conocía a ambos tipógrafos y ambos eran unos borrachos impenitentes, pero a pesar de eso, también ambos eran unos buenos profesionales que cumplían a diario con su trabajo en la sección de imprenta del periódico. Tampoco existía una animadversión personal entre el director y el tipógrafo, pero como Mariano Acuña le confesó en el transcurso de la  cena a Jorge, era de dominio público que todos los actos relacionados con el Partido Socialista eran vigilados por agentes del ministerio de gobernación. No en vano los seguidores de Pablo Iglesias, aunque eran un partido legal según las leyes de libertad de partidos que había aprobado el gobierno Sagasta, no habían renunciado a acceder al poder mediante una revolución proletaria.

-El asunto es el siguiente- Dijo el director del Informador –Nuestra sección de historias por entregas está de capa caída. Hace poco le he comunicado mis inquietudes al respecto a Pepito Martínez, nuestro colaborador en Andalucía y me ha dado una idea cojonuda: ¡Una historia de bandoleros!-

Si había un tema manido desde los inicios de la prensa española, ese era el bandolerismo. Aún a las puertas del siglo XX, era una plaga endémica del campo español y creaba serios problemas en zonas remotas y depauperadas. A pesar de lo avanzado de la centuria, los factores que generaban este fenómeno seguían aún muy presentes. ¿Cómo podía vivir una familia jornalera ganando sus miembros adultos menos de una peseta al día? ¡Y eso en época de cosecha!  Si a esto le añadimos un estado de guerra civil siempre latente durante todo el siglo XIX, tenemos un caldo de cultivo perfecto para que muchos de estos desalmados y/o desesperados, campasen a sus anchas por montes y campiñas con el miedo o la aquiescencia de una población que sentía los mismos problemas.

-Ya se lo que está pensando pollo: “otra novela por entregas de bandoleros” como si no se hubieran escrito ya bastantes… pero en este caso la historia es realmente buena- El director se repanchingó en la silla, dio una larga calada a su cigarro puro y comenzó a referir su relato.

 -Cuando acabó la Tercera Guerra Carlista en febrero del setenta y seis, el país aún estaba lejos de pacificarse. En la zona de los Montes de Toledo fue muy activa una partida conocida como la de los Juanotes, formada antiguos delincuentes comunes a los que el carlismo había prometido reinsertar en la sociedad a cambio de luchar por su causa. El resultado de la guerra ya sabemos cuál fue. A los oficiales carlistas se les ofreció incorporarse al ejército regular con su rango, pero el resto de la partida volvía al estatus anterior a la guerra. Volvían a ser proscritos, ahora con formación militar, buenas armas y buenos caballos, así que los Juanotes siguieron haciendo lo único que sabían hacer.

La partida operó después de la guerra un par de años en los Montes con bastante éxito,  hasta que decidieron ampliar su teatro de operaciones. Unidos a otros bandoleros de la zona de Sierra Morena planearon un gran golpe, asaltar en Venta de Cárdenas un tren correo que llevaba fondos a Sevilla para pagar la nómina de los funcionarios de la provincia ¡Cincuenta mil pesetas nada menos! El caso es que alguien dio el chivatazo a la guardia civil y les estaban esperando. Fue un auténtico baño de sangre. Casi todos los bandoleros perecieron en aquella acción y los que no lo hicieron fueron capturados más tarde y ahorcados en la cárcel. Solamente escaparon el Juanote y Jacinto Montaleza, conocido como “el Mala Sangre” Los dos supervivientes lograron huir con el tesoro, un tesoro que hasta la fecha no se ha conseguido recuperar-

-¿Cómo  detuvieron a Juanote y a Mala Sangre?- Dijo Jorge cada vez más picado por la historia.

-Ambos bandidos se establecieron en Lisboa donde se dedicaron a comerciar en vinos, con bastante éxito al parecer, pero el Juanote, a pesar de lo bandido, era un individuo familiar y mantuvo correspondencia frecuente con sus parientes a los cuales tenían vigilados. Los gendarmes portugueses los detuvieron y el gobierno pidió la extradición de los dos criminales; Portugal la concedió, pero con la condición de que no fuesen ejecutados. Juanote murió hace años en un presidio del Norte de África, pero Mala Sangre sigue vivo, preso en Melilla y al parecer quiere contar su versión de los hechos.-

El relato de Don Mariano había conseguido excitar la ya de por si excitable imaginación del joven reportero. Según le informó el director, había que viajar primero a Sevilla para entrevistarse con Martínez y poder consultar el expediente de Jacinto Montaleza, alias Mala Sangre y luego viajar hasta la ciudad norteafricana para entrevistar en persona al bandolero. El trabajo estaba muy bien pagado y daba a Jorge la oportunidad de emprender un viaje, algo muy poco frecuente en aquella época. Solamente había una pega: No vería a Margarita en al menos dos meses.

Jorge Villafranca pidió un par de días para contestar a su jefe y luego le acompañó hasta la Puerta del Sol donde el director cogió un coche de punto para volver a su residencia en el barrio de Salamanca.

A mediados de Septiembre el tiempo había refrescado un poco y era un auténtico placer pasear por las calles a esas horas de la noche. Subió un tramo por la calle del Arenal. En el teatro Eslava, la gente salía de ver la representación de la última zarzuela de Vicente Lleó, un excelente músico valenciano, un cachondo mental y muy amigo de Jorge. Recientemente, Lleó había asumido la gerencia del Eslava. En este caso “asumir la gerencia” era gestionar los egos de una panda de bohemios impenitentes y andar en el filo de la navaja entre el sablazo y el éxito económico. Además, Vicente Lleó había intentado crear un periódico en el que Jorge  escribió varios artículos sin ver un solo real.  Lejos de estar resentido, Jorge  sentía una franca simpatía y una confianza ilimitada en el talento del polifacético valenciano, algo que en lo que el futuro le daría la razón.

Se saludaron afectuosamente. Jorge se juntó a la alegre comitiva que habitualmente acompañaba al empresario. Varios artistas de la compañía de zarzuela, algún que otro señorito calavera y algunas fulanas de poco lustre. Rosario Yanguas, “la Bella Charito” vicetiple de la compañía, comunicó a los presentes que en un rato actuaba en un café cantante cerca de la  calle de Segovia El susodicho café cantante, en realidad era un local de tapadillo montado en un viejo galpón de la vega del Manzanares.  Allí  acudían aristócratas, políticos, jaques y suripantas de todo pelaje. El garito en cuestión se llamaba Café Versalles, un nombre grandilocuente que casi nadie usaba. La gente del Foro conocía aquel local por “la Casa de la Flaca” en honor a su propietaria, una daifa talluda pero aún de buen ver, que afirmaba haber sido en sus tiempos “el verdadero amor del emperador Napoleón III”

El grupo ocupó una mesa al fondo del local. El tinto de Navalcarnero se dejaba beber bien y el clarete de Colmenar de Oreja tampoco entraba mal. La noche se fue calentando. La Bella Charito salió al escenario cubierta tan solo por un mantón de Manila junto con un individuo cojo con cara de hambre atrasada que se sentó al piano. La vicetiple interpretó varios cuplés picantes y otros satíricos en los que se ridiculizaba el comportamiento de conocidos políticos y personajes públicos, principalmente del sector más conservador de la sociedad española. Musicalmente el espectáculo era bastante bueno, no en vano los arreglos musicales eran en su mayoría de Vicente Lleó. La Bella Charito era una cantante excelente y el pianista un auténtico virtuoso, pese al patetismo de su aspecto, sin embargo el público asistente al local estaba más atento a las generosas redondeces de la Charito que a la calidad musical de la actuación. Un par de individuos de mala catadura vigilaban con garrotes junto al tabladillo para que nadie se propasase con los artistas, y a la más mínima no dudaban en sacar a palos a la calle a cualquiera que infringiese las normas ¡Casa la Flaca era un establecimiento respetable!

Tras la cena con su jefe y las frascas vaciadas por el grupo en casa a Flaca, Jorge Villafranca algo achispado, sintió ganas de orinar necesidad en la que fue secundado por el compositor valenciano que afirmaba poeta que “picha española no mea sola”

Al tiempo que salían los dos amigos a la calle un par de carruajes elegantes paraban en la entrada del local. Jorge y Vicente se quedaron cerca para ver quien salía de aquellos magníficos vehículos. Cuatro varones tocados con brillantes sombreros de copa descendieron de los mismos acompañados de otras tantas bellas señoritas. Entre los encopetados caballeros, Jorge Villafranca pudo distinguir: al joven Conde de Romanones, otro par de conocidos diputados a cortes y nada menos que al marido de su amante, D. Emiliano Fuensalida. Por supuesto, las mujeres que les acompañaban no eran sus legítimas, si no las queridas de turno de aquellos plutócratas.

-¡Joder Jorgito! Acaba de entrar en el tugurio más de la mitad del dinero del reino- Dijo Lleó tan asombrado como su amigo por lo que acababan de presenciar.

Acabaron lo que habían salido a hacer, pero  Jorge no tenía cuerpo para seguir de francachela con la presencia en la Flaca de su rival entre los brazos de Margarita.

-Bueno Vicente, yo me voy a ir que estoy un poco mareado y mañana tengo trabajo- dijo Jorge de manera poco creíble, sin dejarse convencer por las buenas razones aducidas por su amigo  sobre que “venía la parte más tronchante de la actuación y que no se podía perder la cara de esos potentados cuando oyeran las letras de los cuplés”.

Se despidieron con un abrazo y Jorge se dirigió con un ligero tambaleo hacia las luces de gas cercanas al Palacio de Oriente desoyendo los requerimientos de un grupo de ajadas putas que trataban de ganarse unas perras en cualquier rincón oscuro.

A la mañana siguiente, Jorge Villafranca tenía una resaca de espanto.  Tomo un vaso de agua y se aseó para bajar a desayunar.

En aquella casa de huéspedes el café era un artículo desconocido. En su lugar se servía malta con achicoria y por todo acompañamiento: un mendrugo de pan duro con aceite de oliva escanciado con tacañería hebraica. El periodista consumió circunspecto su magro tentempié y se retiró a la habitación a despachar unas cartas y a acabar una reseña de tres reales sobre una reyerta tabernaria en Lavapiés. No había tomado aun  una decisión sobre el viaje a Melilla, pero la verdad es que su jefe había conseguido encandilarle con la historia. En cualquier caso, antes de darle el sí a Don Mariano quería hablar del tema con su amada Margarita.

Escribió cartas para su madre y Don Felipe, cura párroco de su pueblo y su antiguo valedor sin comentarles la posibilidad del viaje. Si finalmente se decidía, quería contárselo en persona. Luego acabó el artículo. También escribió un billete con intención de entregárselo a Nuria, la doncella de Margarita Marlasca.

Salió a la calle y se caló el sombrero. El sol de septiembre picaba con Intensidad esa mañana haciendo crecer altas nubes hacia el Monte del Pardo. Primero encaminó sus pasos hacia la calle del Barquillo a dejar el artículo en el periódico y luego tenía pensado dejarse caer por el Paseo de Recoletos para entregarle la nota a la doncella.

A su llegada al Informador emitió y recibió los gruñidos de rigor a modo de salutación mientras se dirigía al despacho del director.

-Buenos días  Don Mariano ¿Da usted su permiso?-

-ADELANTE ADELANTE VILLAFRANCA, A VER QUE NOS HA TRAIDO USTED…-

Jorge extendió el manuscrito a su director y dio un paso atrás. Mariano Acuña se caló unas gruesas gafas de concha y procedió a la lectura del artículo.

-UUUHM, GRRRRR, UUM, UHM,  GRR, GRUHMMM…

-NO ESTÁ MAL POLLO, PERO HAY QUE DARLE OTRA VUELTECITA… LAS LESIONES DE LOS ALBAÑILES DE LA PELEA DAN PARA ALGO MÁS…-

Jorge no estaba para muchos ruidos. Gruñó quedamente con fastidio y como no tenía mesa en el periódico se hizo hueco en una repleta de papeles y reescribió el artículo. Después se lo entregó a su jefe que gruñó con poco convencimiento mientras lo leía. En estas estaba el bigotudo director, cuando entró en su despacho el tipógrafo gruñendo y soltando improperios sobre la “BASURA DE LETRA” de un manuscrito que blandía a modo de arma arrojadiza. Algunos periódicos contaban con  máquinas de escribir mecánicas para todos los redactores, pero D. Mariano era de la vieja escuela, al menos eso decía él. La opinión generalizada en el periódico, era que no compraba aquellos caros ingenios por pura tacañería. Con Jorge no existía ese problema, ya que tenía una caligrafía elegante y esmerada.

El bigotudo director se enzarzó con el subalterno en un duelo de gruñidos e improperios. Jorge Villafranca aprovechó la situación para darse el piro. Salió a la calle y el ambiente era bochornoso. El sol picaba de lo lindo y en la lejana sierra se levantaban densas y amenazadoras nubes de tormenta. Buscó la sombra y se dirigió al paseo de  Recoletos con intención de darle el billete que había escrito a la doncella de Margarita.

En el palacete del marqués de Fuensalida (El difunto rey Alfonso XII había otorgado numerosos títulos de nobleza a gente cuyo principal mérito era haberle apoyado con grandes sumas de dinero, sin indagar demasiado en el origen de las mismas) Jorge era conocido entre el servicio como pretendiente de Nuria, la doncella personal de Margarita Marlasca. Nuria era la única además de los dos amantes que estaba en el secreto de aquel amor. La gran amistad entre doncella y señora, hacía que la primera se prestase a aquella farsa. El reportero llamó a la puerta de servicio y pidió ver un instante a Nuria la doncella “si podía ser” le atendió la cocinera, una mujer mayor de carácter romántico que avisó a la doncella no sin antes advertirle de la presencia en la casa de Carlos Bayón, el mulato asistente personal del marqués. Bayón, según sabía Jorge, era un tipo peligroso y las malas lenguas le atribuían una relación mucho más cercana a Don Emiliano que la de un mero asistente. Se decía que era el hijo que el antaño esclavista había tenido con una mulata de su propiedad. En cualquier caso, las visitas de Jorge al palacio siempre eran breves. La entrevista duró unos instantes, siempre ante la presencia de la cocinera que actuaba como una moderna Celestina, vigilando a la vez la moralidad de los supuestos enamorados y que no apareciese de improviso el asistente del marqués. Al despedirse, Jorge Villafranca deslizó el billete en la mano de Nuria y se despidió con un gesto de la cocinera que soñadora se imaginaba a si misma estrechada entre los brazos de un galán joven y fuerte.

La comida ese día en la casa de huéspedes consistía en un estofado huérfano de carne. Unos pocos huesos pelados ponían en la superficie del guiso la ilusión irisada de algo más alimenticio que aquel aguachirle. Jorge echo unos mendrugos de pan duros como adoquines y cuando se ablandaron los partió con la cuchara y  los comió con resignación monástica.

Los huéspedes de la casa de Doña Virtudes eran todos gente modesta: Albañiles de paso en la ciudad construyendo palacios y casas para la burguesía en Argüelles o el barrio de Salamanca, estudiantes pobres, algún ocasional viajante de comercio y Don Marcelino, un viejo maestro de escuela viudo que ocupaba un cuarto sin ventilación atestado de libros.  Don Marcelino era un hombre cultísimo y políglota, también era pobre como una rata pero muy celebrado en los ambientes intelectuales de la capital. De su mano jorge había conocido a Valle Inclán, Baroja, Azorín o había asistido a discusiones filosóficas entre el anciano caballero y el mismísimo Don José Ortega y Gasset. Aquel Madrid intelectual del final del siglo XX, era un faro en el oscuro panorama patrio de ignorancia e injusticia.

Dentro de la modesta casa de la calle del Almendro, el periodista era un privilegiado. Tenía una habitación grande con una ventana abierta sobre los rojos tejados del Madrid de los Austrias. También recibía periódicamente algún paquete con viandas enviadas por su madre y traídas a Madrid por algún vecino del pueblo. Jorge compartía estos paquetes con Don Marcelino, al igual que este compartía con el joven su magnífica biblioteca.

Tras la comida, Jorge se retiró a su cuarto a echar la siesta, más por el calor que por una digestión pesada. Cuando despertó  las campanas de San Isidoro competían con los truenos que las negras nubes acercaban desde el Pardo. Se calzó, se puso la chaqueta y el sombrero y  salió en dirección del lugar convenido con Nuria la doncella, para recibir la respuesta de su amada. El sitio en cuestión era una pequeña taberna cercana a la Puerta de Alcalá. El periodista llegó justo cuando empezaba a llover. Nuria la doncella no tuvo tanta suerte y tapada solamente con su chal llegó empapada al cafetín. Jorge caballeroso, invitó a la moza a una taza de chocolate y para si mismo pidió una copita de aguardiente de la que apenas tomó unos sorbos.

En la nota que él había dirigido a Margarita esa mañana le hablaba de la propuesta de Emiliano Acuña para viajar a Melilla y pedía su aprobación para emprender aquel viaje. La respuesta era afirmativa, al fin y al cabo comenzaba el periodo de sesiones parlamentarias y su marido tenía que permanecer en la villa y corte al menos hasta las navidades, por lo que los amantes iban a tener poquísimas oportunidades de verse antes de la partida del marques a sus propiedades en Andalucía. No obstante le rogaba mantener una última cita ya que tenía que comunicarle un asunto de capital importancia para el futuro de su relación.

Jorge intentó sonsacar a la doncella sobre aquel importante asunto,  pero Nuria era una tumba. Escribió una breve nota para su amada y acompañó a la confidente de aquel amor secreto hasta la esquina del paseo de Recoletos. La verdad es que Nuria era una chica muy bonita y ambos jóvenes hacían una buena pareja a los ojos de cualquier observador. Pero el corazón de Jorge Villafranca solamente tenía una dueña. Nuria, siguiendo las instrucciones de su señora, conminó al periodista a que esperase respuesta en forma de billete depositado en el hueco de una gruesa encina del paseo de coches del Retiro, un lugar que la pareja había usado ya antes como buzón de su correspondencia amorosa.

Contento y triste a la vez, contento por la aventura que para un joven como él que solamente había conocido su pueblo y Madrid y triste por la perspectiva de no ver a su amada durante un largo periodo, Jorge emprendió un camino sin rumbo por la ciudad. Había refrescado y los días ya se percibían notablemente más cortos. En la calle Carretas se acercó a las cristaleras iluminadas del café Pombo. En una mesa, junto con otras personas jorge vio a Don Marcelino, su compañero en la casa de huéspedes. En aquel café y en muchos otros había frecuentes tertulias literarias, políticas, filosóficas y de una mezcla de todos los temas siempre aderezados con una buena dosis de cotilleos y maledicencias varias. Jorge, aunque llevaba poco tiempo en Madrid y no era demasiado dado a alternar, asistía por su trabajo como periodista a dichas tertulias con cierta asiduidad escuchando más que comentando. Al fin y al cabo él no era más que un “junta letras” y a algunas de aquellas tertulias acudían grandes sabios y literatos reconocidos internacionalmente.

En la mesa de Don Marcelino había un poco de todo: Profesores, poetas, políticos de partidos nuevos y algún curioso con posibles que pagaba las consumiciones de los tertulianos. En cuanto el viejo profesor vio entrar a Jorge, se levantó de su asiento y lo llamó con gestos ostensibles. Presentó al periodista a todos los asistentes a la tertulia.

El tema a debate en aquel momento era, como no, la farsa del turno de partidos y el caciquismo. A la muerte de Alfonso XII, Cánovas y Sagasta habían acordado en el llamado pacto del Pardo que sus respectivos partidos: el conservador y el liberal, los dos partidos mayoritarios por aquel entonces, se turnarían periódicamente en el poder. Las elecciones, en las que en teoría el voto era libre, el sufragio universal (Aunque sólo masculino o femenino en el caso de que el cabeza de familia fuese una mujer viuda) y cualquier partido legal se podía presentar a las elecciones, tenían un resultado conocido de antemano. Los caciques locales se valían de su red clientelar para dirigir el voto, cuando no amañaban descaradamente los resultados. El caso era que siempre ganaba el partido del turno. Lo mollar del debate político estaba casi más en las corrientes internas de los partidos que en la propia rivalidad entre los dos grandes. En la tertulia: unos estaban conformes con el turnismo, ya que consideraban que la población estaba muy poco formada cultural y políticamente para tomar las riendas del poder y que debía de ser tutelada por unas élites acostumbradas a ello. El otro bando, en el que se encontraban Jorge y Don Marcelino, apostaba por la completa democratización del país a pesar del peligro de que grupos extremistas se hicieran con unas cotas importantes de representación popular.

Al final la cosa fue decayendo. Jorge se despidió del resto de los tertulianos y  Don Marcelino se apresuró a hacer lo propio. El viejo profesor propuso a Jorge tomar un vaso de vino en la taberna de los labradores que estaba junto a una de las entradas de la plaza Mayor. El periodista ya sabía quién iba a ser el pagano de las consumiciones, pero como sentía debilidad por su culto amigo y tenía algunas monedas en el bolsillo accedió a ello. Además se había acabado el tomo de las obras completas de Balzac que Don Marcelino le había dejado y quería pedirle el siguiente.

Pidieron media frasca de tinto de Arganda y el tabernero les puso un plato de gordas aceitunas de Camporreal. La especialidad del local eran los entresijos de cordero, un plato fuerte de casquería, económico pero de gran valor alimenticio, algo que lo convertía en una comida muy popular en Madrid. Se pidieron sendos bocadillos y dieron cuenta de ellos con buen apetito. Luego de camino a la casa de Doña Virtudes. Jorge contó al anciano la propuesta del periódico sobre ir a Melilla a entrevistar al bandolero y a escribir su historia. Para su sorpresa, Don Marcelino conocía la ciudad Norte africana. Había hecho el servicio militar como administrativo al servicio del general Prim durante la guerra del cincuenta y nueve y antes de licenciarse había pasado por Melilla. Al anciano profesor le parecía una aventura maravillosa y algo que Jorge debía vivir para formarse como periodista y como ser humano. Claro que, según creía Jorge, su compañero de pensión desconocía completamente sus circunstancias sentimentales.

Finalmente, ya en la pensión,  el joven periodista y el anciano sabio se retiraron a sus respectivos cuartos, ante la mirada reprobadora de doña virtudes que en blanco camisón velaba como una vieja lechuza candil en mano.