jueves, 26 de julio de 2018

HIJOS DE LOS MONTES Libro II LA HUIDA


LA HUIDA

EL NOTICIERO IMPARCIAL. 26 de junio de 1894

Sección de Cartas al Director

Estimados lectores:

Mi nombre es Ignacio Posadas Ventura. Soy el director del penal militar de Melilla y ostentó el grado de coronel del Ejército de Tierra.

Llevo más de quince años desempeñando este empleo.  En todo este tiempo he conocido a muchos presos, gente buena con mala suerte y gente muy mala.  Muchos acabaron en el penal por errores cometidos, otros por auténtica y genuina maldad.

Entre estos malvados que he tenido la desgracia de conocer, uno de ellos ha dejado un recuerdo imborrable en mí y no es otro que el recluso Jacinto Montaleza Vargas, alias el Malasangre.

Montaleza llegó a Melilla en 1885 procedente del Peñón de Vélez de la Gomera, al beneficiarse del indulto parcial concedido a la muerte de su majestad el rey Alfonso XII, a los presos de larga duración que cumplían penas en las islas. El recluso Montaleza llegó a nosotros con una decena de sentencias de muerte, conmutadas por la pena de cadena perpetua y trabajos forzados.

Malasangre tiene en su macabro haber, ser el asesino convicto y confeso de diez seres humanos, crímenes estos en los que él directamente apretó el gatillo. También se ha demostrado su participación en al menos en otra treintena de muertes violentas, estas sin contar las personas que mató durante la última guerra carlista. Durante su estancia en prisión, se ha visto involucrado en al menos cinco homicidios más, cuya autoría no ha podido ser demostrada. La lista de delitos menores que van desde el robo, al incendio pasando por la violación o la rebelión, cometidos por este criminal, es tan larga que el periódico tendría que dedicar un número entero en exclusiva para publicar los mismos.

Pese a ser de origen muy humilde, Montaleza no es ningún ignorante. Lee y escribe sin dificultad, sabe un poco de todo y es muy despierto a la hora de entender el mundo que le rodea. Una gran inteligencia natural que usada al servicio de los demás hubiera sido de mucho provecho. Pero no, él no es así, Jacinto Montaleza es básicamente un canalla y un manipulador nato. En su estancia en la cárcel de Melilla era siempre el denominador común en todas las situaciones de conflicto de las que otros eran los que salían mal parados, nunca él. Tardamos en darnos cuenta mis subalternos y yo mismo, pero al final comprendimos con qué clase de serpiente venenosa estábamos tratando.

Primero nos llegó la orden para su traslado al penal de Ocaña, un penal civil con una disciplina mucho más laxa que la del penal militar de Melilla. Sin duda un paso previo a la libertad definitiva. Un humanitarismo mal entendido y una prensa que recoge más opiniones que información objetiva, han hecho que actores presentes en este drama que ha sido la vida del infame Montaleza como D. Jeremías Alonso, el hijo de D. Ezequiel Alonso Padilla, el antiguo gobernador civil de Toledo en los tiempos de mayor actividad del bandido y propietario de la finca donde este nació, hayan solicitado formalmente su indulto en las cortes. El propio Don Jeremías se postula como garante de la integridad y el arrepentimiento del malhechor y ofrece “recogerle” en su finca de los Montes de Toledo como guarda de la misma.

Quizá ustedes puedan pensar que detrás de mis palabras se esconde una animadversión personal y no les falta un poco de razón, pero Jacinto Montaleza no es lo que los artículos de El Informador nos han hecho creer. Es un hombre valiente, nadie puede negar ese extremo, pero no es ningún héroe. Es un asesino sin ningún remordimiento ni atadura moral, que más pronto que tarde mostrará su verdadera cara.

A mí me queda poco para el retiro y escribir esta carta sólo puede “ensuciar” una intachable hoja de más de cuarenta años de servicio, pero es que a algunos aun nos importa lo que es recto y es justo, sin pensar en las consecuencias que ello pueda tener.



Melilla 20 de junio de 1894





Todo estaba preparado. Jorge había despachado sus asuntos en Madrid, una ciudad que pese a haber nacido en otro lugar, sentía como suya. A partir del día siguiente, no sabía qué le iba a deparar el futuro. Se marchaba y dejaba atrás cosas importantes y sobre todo gente importante. No sabía cuándo ni si volvería a ver a: su madre, al padre Ángel, a D. Mariano, a Vicentín Lleó… a todos ellos había dirigido cartas explicándoles las circunstancias de su repentina fuga. Sentía muchísimo esa separación, esperaba que tan solo fuese una separación temporal, pero en ese momento y en esa sociedad, a la pareja solamente le quedaba aquella salida.

Había pasado toda la tarde fuera y regresaba a su piso. Al día siguiente un coche enviado por el conde de Matarromera le recogería en su casa. En una venta en Carabachel le esperarían Margarita y Teresa. La excusa para ausentarse del palacete de Fuensalida era que hija y nieta iban a visitar al conde para despedirse, ante la inminente partida al cortijo de la sierra para pasar el verano.

Entró en el portal y agradeció la sombra fresca que contrastaba con el fuerte calor de la calle. Se quitó el sombrero y se secó el sudor de la frente con un pañuelo, luego subió las escaleras. Ya en el rellano observó con extrañeza como la puerta de su domicilio se encontraba entreabierta.

Todo parecía estar en su sitio. Seguramente se había olvidado de cerrar al salir. Enrolló la persiana del balconcito del salón para que el aire algo más fresco del atardecer pudiera penetrar en la vivienda y se dispuso a acabar de hacer la maleta. Antes de llegar al dormitorio percibió aquel sonido característico. Era el zumbido se una gran cantidad de moscas. Jorge Villafranca se quedó petrificado en la puerta de la alcoba. Nuria, la doncella de Margarita, yacía completamente desnuda, muerta sobre la cama del periodista.

Aquello era una auténtica carnicería. La sangre empapaba la cama. Nuria presentaba un profundo corte en el cuello y tenía los ojos completamente abiertos. Venciendo el pánico que le invadía, se acercó hasta el cadáver y le cerró los ojos. El cuerpo aún no se había enfriado, por lo que a Nuria no la habían matado hacía demasiado tiempo.

Alcanzó el revólver que escondía en una caja sobre el armario. No se lo había llegado a devolver al director Acuña y este nunca le pidió que se lo devolviera. El contacto con el arma serenó el ánimo del joven periodista.

La ropa de Nuria estaba sobre una silla, perfectamente doblada, como si la doncella hubiera ido al piso por su propia voluntad a acostarse con él. También había un cuchillo de la cocina manchado de sangre tirado en el suelo. Sin duda se trataba del arma homicida. Aquello parecía una encerrona en toda regla. Había que pensar cómo salir de aquella situación y rápido…

Un ruido procedente de la escalera hizo que Jorge volviera de golpe a la realidad. Varias personas subían en tropel. Jorge cerró la puerta del piso y empujó una cómoda contra la misma. Se asomó furtivamente al balcón y vio a una pareja de guardias frente a su portal. La única vía de escape que le que quedaba era la ventana de la habitación que daba al patio de luces.

Un puño recio comenzó a golpear la puerta del piso

-¡ABRAN LA PUERTA, POLICÍA!

A los gritos pronto les siguieron patadas. La puerta no iba a resistir mucho tiempo. Jorge salió por la ventana y agarrándose a un canalón que amenazaba con desprenderse de la pared, descendió un par de pisos. Se encontraba suspendido a unos cuatro metros de un chamizo de madera en el que el portero de la finca criaba algunas gallinas. Un estruendo procedente de su piso le anunció que la policía había echado abajo la puerta. Sin pensárselo dos veces, salto sobre el tejadillo que se hundió bajo su peso. Justo en ese momento, dos policías de paisano se asomaban a la ventana y viendo huir al fugitivo le dispararon varios tiros con sus pistolas. Jorge, que se había metido el revólver en un bolsillo, lo saco e hizo fuego. El disparo impactó contra el marco de madera de la ventana haciendo saltar una nube de yeso y astillas. Los policías instintivamente dieron un paso atrás, lo que aprovecho Jorge para renqueante salir a un callejón al que daba el patio y que para su suerte no estaba vigilado.

Anduvo hasta la esquina y al no ver a la policía apretó el paso con intención de poner tierra de por medio. Un poco más adelante un carro pasó a su lado y se paró a escasos metros. Por la ventanilla un rostro conocido se dirigió a él.

-RÁPIDO JORGE, SUBA AL CARRO. NO HAY TIEMPO QUE PERDER…-

Era el director Acuña y con él viajaba otro hombre, alguien difícil de olvidar.

-Ustedes ya se conocen, aunque nadie ha hecho aún las presentaciones. Jorge Villafranca, le presento a Enrique Castaño Mínguez. -

Frente al periodista estaba sentado el mismo hombre del puerto de Málaga, el mismo que había disparado al general Margallo y el mismo que había asaltado su casa de Melilla.

La verdad es que, a esas alturas del baile, el hecho de encontrarse sentado en el mismo carruaje con el director Acuña y el asesino de Margallo, no le sorprendía especialmente. Su pensamiento estaba con Margarita y con su hija, a las que suponía y no se equivocaba, rehenes del marqués.

-Tenemos que ir a buscar a Margarita Marlasca y a mi hija… a su hija- corrigió el periodista sobre la marcha

- ¿Recuerda lo que le dije la última vez que hablamos? Pues se encuentra usted en serio peligro. Margarita y Su hija están camino de Córdoba y el conde de Matarromera a estas alturas debe de estar tan muerto como la doncella. Ahora mismo tiene usted que desaparecer una temporada y luego ya veremos qué decisiones vamos tomando…-

-Lo que le dice Castaño es la verdad. De momento hay que desaparecer y en lo demás puede contar usted con toda la ayuda que le pueda prestar la organización de la que somos miembros. –

El negro coche se perdió en las sombras de la noche dejando atrás la ciudad de Madrid.





































Capítulo 10 de Hijos de los Montes

2 de julio de 1894

Jorge Villafranca Vargas



Por las cordilleras del Sur que corren de Este a Oeste, es posible pasar al país vecino sin pisar población. Nosotros lo habíamos hecho muchas veces en los Montes de Toledo. Allí conocíamos todas las veredas que desde tiempos inmemoriales usaban los contrabandistas. En este caso, pese a que teníamos mapas militares, no conocíamos esas rutas y nuestros enemigos sí.

De los ocho que salimos de la Cimbarra dos iban heridos de bala y no podían seguir nuestro ritmo. Los caballos tampoco estaban en las mejores condiciones. El que yo montaba, el mismo que había galopado frente a las bocas de los cañones en Montejurra, estaba herido en una de sus patas delanteras. La herida en sí no era grave y sólo necesitaba tiempo para curar, algo de lo que no disponíamos. Así que no tuvimos más remedio que abandonar a hombres y bestias a su suerte.

Milreales, Juanote grande, Francisco Moreno  “el Peluca”, Justo Quintanilla “el Magro” y Venancio López “el Purgaciones” (Que estaba sanísimo pero que ostentaba aquel mote por un abuelo suyo que había padecido una enfermedad venérea), vagaban junto a mí por la sierra escondiéndose, sin ni tan siquiera poder encender fuego, no lo viera alguien y lo pusiera en conocimiento de nuestros perseguidores.

Marchando por senderos desconocidos, ocultándonos a cada paso y escudriñando con nuestros catalejos el horizonte antes de avanzar, tras un par de semanas llegamos al norte de la provincia de Sevilla, a un paso de la Sierra de Aracena y de Portugal.

En las cercanías de San Nicolás del Puerto existen unas viejas minas abandonadas en un paraje que llaman el Cerro del Hierro, donde el agua ha dado a las rocas calizas formas caprichosas. Tras dejar atrás los dominios del Guajiro en la sierra de Cardeña, aquel nos pareció un buen lugar para descansar y quitarnos algo del hambre y el frío que traíamos desde la Cimbarra.

Cazamos una corza y encendimos un fuego en la boca de uno de los pozos, pero sabiendo de la tenacidad y recursos de nuestros enemigos, establecimos un puesto de guardia oculto tras un domo de piedra que a modo de atalaya dominaba el horizonte pedregoso. La señal ante cualquier movimiento extraño era el canto del búho. Todos los allí presentes teníamos sueño ligero y sabíamos distinguir el canto del pájaro rey de la noche de una imitación humana.

-UUUUH UUUUUUH- Sonó la voz de Peluca en esa hora en la que el horizonte se comienza a teñir de claridad.

Fueran las autoridades o los bandidos los que se acercaban, no podían haber elegido mejor hora para un golpe de mano. Tras la vigilia forzada de la marcha, todos estábamos profundamente dormidos y nos costó un tiempo valiosísimo incorporarnos. Ya era tarde para huir, por lo que tomamos posiciones tras las rocas, dispuestos a dejar en nuestros enemigos un recuerdo imborrable.

Con el nuevo día avistamos una decena de jinetes y al menos otros tantos de a pie. Eran los hombres del Guajiro, recortada en el horizonte se distinguía su inconfundible figura, montado en la jaca torda. Aquella iba a ser una lucha a muerte sin posibilidad de rendición.

Cuando los tuvimos más cerca vimos que los de a pie sujetaban varias colleras de grandes perros de esos que llaman alanos y que en mi tierra se usan en las monterías para sacar a los jabalíes de entre la jara, sólo que esta vez las piezas de caza íbamos a ser nosotros.

Soltaron a los perros que corrieron raudos hacia donde nos encontrábamos. Conseguimos tumbar a media docena, pero los otros se nos echaban encima sin tiempo para recargar. Me enrollé la manta en un brazo y empuñé el cuchillo de monte con la otra. Tuve la suerte de que solamente acometió un perro contra mí que hizo presa en la manta. Le clavé el cuchillo tras el brazuelo y el animal aflojó la presa, luego murió con sus fauces abiertas de las que salía una espuma rosada.

Tras una roca a unos veinte metros de donde estaba yo, el Magro luchaba contra tres perros que literalmente se lo estaban comiendo vivo. Cargué mi escopeta y disparé. Dos alanos cayeron con el espinazo destrozado y el tercero levantó la cabeza de los despojos sangrientos del Magro y se encaró conmigo, enseñándome sus grandes dientes manchados de sangre.

El animal corrió hacia mí y yo empuñé la escopeta por el cañón y le golpee con la culata. Movió su gran cabeza unos instantes acusando el golpe y luego gruñó con fiereza para volver a atacar. Una bala de mi revolver lo detuvo al mismo tiempo que los bandidos se nos venían encima.

El Guajiro y el joven mulato que siempre le acompañaba observaban la escena sin intervenir unos metros más allá, mientras los compañeros que quedaban en pie respondían al fuego con el fuego de sus armas.

El que más cerca estaba de mi posición era Peluca. Pude ver como asomaba la cabeza un poco para disparar y recibió una bala que le hizo saltar la tapa de los sesos. Entre Juanote y yo se encontraba Milreales, que disparaba con rabia saliendo por cualquier ángulo de su parapeto. Tenía la pierna empapada en sangre, una herida que sin duda le había producido el mordisco del perro que yacía muerto a sus pies.

 Los únicos que parecíamos indemnes éramos Juanote y un servidor, mientras al menos una docena de enemigos nos atacaba.

-Tratad de llegar a los caballos ¡Es vuestra única posibilidad! - nos dijo Milreales mientras cargaba sus armas

-Yo ya estoy jodido, pero si alguno conseguís salir vivo de aquí vengad mi muerte y la de los demás compañeros de la partida-

Luego se levantó del parapeto descargó su escopeta hiriendo a un par de los de la banda del guajiro y corrió como pudo hacia ellos haciendo fuego con un revolver en cada mano. Tras unos instantes de desconcierto en los que cayeron otro par de bandidos, todas las armas se volvieron hacia él acribillando su maltrecho cuerpo que quedó tendido en el suelo en un escorzo.

Juanote y yo, cada uno, por un lado, corrimos raudos por los flancos de los que nos atacaban. Los primeros que se diero cuenta de nuestro movimiento fueron el guajiro y su asistente desde lo alto de sus caballos. Aquel terreno pedregoso nos favorecía y habíamos conseguido sacar una distancia considerable a los de a pie que trataban de darnos alcance. El Guajiro y el resto de jinetes estaban dando un rodeo para alcanzar la bocamina que es donde se encontraban nuestros caballos, antes de que nosotros llegáramos.

Yo que corría mucho más que el corpulento jefe de la partida, fui el primero en llegar y soltar a los cinco caballos que nos habían llevado hasta ese lugar. Juanote llegó jadeando con los hombres del Guajiro pisándole los talones. Le alcancé la rienda y montó mientras yo disparaba contra sus perseguidores.

Salimos a galope tendido de aquella ratonera precedidos por los tres caballos de nuestros compañeros caídos que acostumbrados a galopar juntos habían hecho manada. Justo en ese momento el Guajiro y sus jinetes enfilaban la entrada de la mina.

Como ya habíamos hecho cuando Salvador Trives y el gobernador D. Ezequiel Alonso nos atacaron en nuestro escondite invernal unos años antes. Fuimos al choque contra nuestros enemigos, pero estos no eran escopeteros reclutados entre campesinos y pastores, si no jinetes avezados que habían combatido en mil escaramuzas como aquella. Aun así, la suerte nos sonrió en aquella jornada. Alcancé con un disparo a la yegua del Guajiro que cayó atrapándole una pierna, lo que nos permitió salir de aquel lugar ante el desconcierto de sus hombres, que abandonaron nuestra persecución.

Juanote estaba herido, pero como era un hombre muy fuerte, no me permitió mirarle la herida hasta que estuvimos muy lejos del Cerro del Hierro. Tenía una bala alojada en el hombro. Se lo vendé lo mejor que supe y se lo inmovilicé con un cabestrillo improvisado.

Cabalgamos hasta reventar a nuestras monturas y finalmente cruzamos la raya de Portugal por un lugar llamado Barrancos, una aldeucha en la que la presencia de fugitivos y contrabandistas era algo cotidiano.

Siempre he viajado con todo mi dinero encima y el Juanote también disponía de una buena suma, lo cual nos compró el silencio de los aldeanos. No temíamos a los gendarmes portugueses que normalmente iban a lo suyo, temíamos más la larga mano del Guajiro, pero tampoco tuvimos noticias del bandido cordobés. De quien sí supimos fue de los nuestros, por un periódico viejo que nos dieron. A los que habían capturado en la Cimbarra, los habían trasladado al penal de Ocaña. Un tribunal militar los juzgó y los sentenció a morir en el garrote. Para cuando nos enteramos, nuestros compañeros ya estaban muertos. Juanote lloró como un niño por su hermano Nicolás, ya que ambos estaban muy unidos.

Juanote sanó mal del balazo en el hombro y el brazo le quedó casi inútil. Decidimos marcharnos de Barrancos a Lisboa, con el fin de emprender algún negocio con el capital que teníamos.

Alquilamos un pequeño local cerca del monasterio de los Jerónimos a orillas del Tajo y nos dedicamos al comercio de vinos, aceite y productos ultramarinos. Aquella vida de tenderos, no permitía vivir con lujos, pero sí con un cierto desahogo. Yo que siempre he sido enjuto de carnes llegue a echar un poco de barriga, incluso me eche novia y salía los domingos con ella a pasear por la orilla del Tajo.

Poco echaba yo de menos mi vida anterior, si acaso los montes y la naturaleza, pero no aquella vida de privaciones que había llevado, además yo no tenía vínculos afectivos que me atasen a mi tierra. De mi madre y de mi hermana hacía años que no sabía nada. El Juanote sin embargo era otro cantar. Había estado casado y tenía varios hijos, además era de una familia muy larga con muchos hermanos y hermanas, primos y sobrinos y no se resignaba a perder para siempre el contacto con los suyos.

-PERO JUANOTE… ¿TÚ SABES BIEN LO QUE ESTÁS HACIENDO? - Le dije a mi antaño jefe, cuando le sorprendí escribiéndole una carta a su mujer.

-No te preocupes Mala Sangre, le he hecho llegar mensajes antes, por supuesto no directamente... pero tú estate tranquilo que aún tenemos amigos en casa. -

Yo tranquilo no me quedé. Siempre que dábamos un golpe, lo primero que hacía la guardia civil era poner en vigilancia a las familias de los bandoleros y el último golpe, aunque fallido para nosotros, había sido muy gordo. En cuanto a los “amigos” de los bandoleros, a estos siempre los compraba el dinero y/o el miedo y nosotros llevábamos demasiado tiempo fuera del negocio.

Un par de semanas después mis temores se vieron confirmados. Un pelotón de carabineros se presentó en nuestra tienda y nos detuvo. Las autoridades portuguesas habían sido notificadas por las españolas de nuestro paradero, alertadas por la carta del Juanote.

Nos encerraron juntos. El viejo bandido no paraba de pedirme disculpas. En cuanto volviésemos a suelo español sabíamos que nos esperaba el garrote. Ante lo inevitable, decidí que lo mejor era marcharse de este mundo sin rencor, por lo que perdoné al Juanote que era lo más parecido a un padre que nunca hubiera conocido.

En el país vecino se formó una corriente de opinión, contraria a nuestra extradición para ser ejecutados, como el resto de nuestros antiguos compañeros de armas. Estuvimos presos en Lisboa un par de meses más, hasta que, por mediación del gobierno portugués, Alfonso XII nos concedió el indulto, conmutándonos la pena de muerte por la de cadena perpetua y trabajos forzados.

Finalmente volvimos. En cuanto pusimos un pie al otro lado de la frontera nos cargaron de cadenas y nos llevaron en un buque militar hasta el islote del Peñón de Vélez. Allí, a causa de los malos tratos y sus viejas heridas, murió el Juanote en poco más de un año. Yo permanecí en aquella roca olvidada por Dios y por los hombres, hasta finales de 1885, que fue cuando, a causa del fallecimiento del Rey, concedieron la gracia a los presos más antiguos de ser trasladados a Melilla, ya que en Vélez era raro que alguien sobreviviera más de cuatro o cinco años y yo llevaba allí casi una década.

Mi participación en la reciente guerra de Melilla, primero como penado construyendo fortificaciones y luego como voluntario en la Guerrilla de Intervención Rápida del capitán Francisco Ariza, ya la conocen ustedes. No es mi intención justificar mis actos. En mi estancia en Lisboa, regenté junto con mi compañero de fatigas Juan Maroto Fresneda “Juanote”, un negocio honrado y viví como cualquier hombre corriente que trabaja todos los días para llevar un trozo de pan a su casa. No tuve nostalgia de mi vida anterior, si acaso algo de mi tierra y de la bella naturaleza que Dios le ha concedido. Hubiera querido llevar una existencia normal y como a cualquiera, el día que llegue mi hora, morir en mi cama rodeado de los hijos y los nietos que la vida no ha querido concederme, pero sé que cuando llegue ese día estaré solo encerrado en la lóbrega celda de un penal.

Desde estas líneas prestadas por el diario El Informador, quisiera dar las gracias a todos los que han leído mi difícil historia. Siento de corazón todo el mal que mis actos han causado a mis semejantes y aprovecho para pedir un perdón que sé que no merezco. También quiero lanzar un ruego a quien proceda, para que se proteja a tantos y tantos niños y niñas en España, hijos de los montes, de los campos y también de las ciudades, que por carecer de lo más fundamental se ven abocados a seguir el mal camino que en otras circunstancias seguramente no seguirían.

HIJOS DE LOS MONTES Libro II- UNA NOCHE DE VERANO


UNA NOCHE DE VERANO



En los jardines del palacete de los marqueses de Fuensalida, aquella noche se celebraba una cena, una despedida de los dueños de la casa que ese año no se desplazaban con la regente a San Sebastián, como la mayoría de los nobles.

- ¡Por Dios don Emiliano! ¡A Córdoba! ¿No había un sitio más fresquito para pasar el verano? -

-Mire don Mariano, Fernando el Católico decía “Hay que pasar el verano en Sevilla y el invierno en Burgos” Sepa usted que tengo un cortijo en la sierra de Cardeña, la primera propiedad que compré siendo aún muy joven, cuando volví de Cuba. En si, no es una propiedad demasiado valiosa. No cuenta con tierras de labor y el duro terreno es malo hasta para criar cabras, eso sí, la caza mayor es abundantísima. La casa no es demasiado grande, pero si construida con la sabiduría ancestral de los moros que antaño se enseñoreaban de aquellas tierras, por lo que es muy fresca en verano y caliente en los inviernos serranos, que allí son sorprendentemente rigurosos. De ese pasado remoto, aún se conserva una torre que, según la leyenda local, en tiempos ocupaba un señor terrible, odiado y temido por los lugareños y con el que no pudo ni el mismísimo Almanzor. En fin… un lugar donde pensar y descansar, además seguramente tenga que resolver algunos asuntos antiguos que parece que van a volver no tardando mucho…- Esto último lo dijo el prócer andaluz, con una sonrisa lobuna apuntando apenas bajo el bigote perfectamente recortado.

- ¡Fenomenal querido amigo! Me lo pinta usted tan bien que hasta es posible que me pase a hacerle una visita, pero… no quisiera poner en duda el buen criterio que siempre le ha caracterizado ¿No cree que para su señora y su hija de tan corta edad quizá sea un retiro un tanto incomodo, acostumbradas como están a las comodidades de esta magnífica residencia?

-En absoluto, estimadísimo director. El cortijo cuenta con todos los adelantos y comodidades modernas y el contacto con la naturaleza templa y fortalece el carácter. Ya sé que esta no es una cualidad demasiado apreciada por nuestra sociedad en el caso de las féminas, pero a mí las mujeres y las yeguas me gustan con carácter y ningún sitio mejor que los Acebuches, que es como se llama mi cortijo, para dedicar el tiempo necesario a su doma. En cuanto a su visita, no dude en venir que le estaremos esperando…- De nuevo aquella sonrisa mostrando el colmillo se perfiló en el rostro del marqués. 

Mientras tanto, bajo un copudo castaño de Indias, Margarita Marlasca y su padre el conde de Matarromera conversaban al margen del resto de invitados.

-Está todo preparado. El Embajador en Lisboa, el duque de Peñalosa, que es muy amigo mío os dará asilo en la embajada hasta que os embarquéis con rumbo a Brasil y de allí a Cuba, donde también tenemos buenos amigos. -

Margarita, consciente de la delicada situación en la que quedaba su padre, rogó al anciano caballero que los acompañara en su huida ante las graves represalias que este podía sufrir a manos de del marqués y sus influyentes amigos.

-No hija mía, yo no voy a ir a ningún sitio. Yo también tengo amigos influyentes y conozco muchos trapos sucios de mucha gente. A mí dejarán de invitarme a sus fiestas, algo que les agradezco en el alma, pero no me pondrán un dedo encima. Por mí no te preocupes. De quien te tienes que preocupar es de mi nieta y de ser tan feliz como puedas con el hombre al que amas -

Luego, a Margarita y a su padre, se les unieron el director Acuña y D. Emiliano Fuensalida y la conversación fluyó por otros derroteros más intrascendentes.

Jorge aquella noche se había retirado temprano. Quería acabar el último capítulo del serial en vista de cómo se estaban desarrollando los acontecimientos. Un encargo es un encargo y él había aceptado el de El Informador para escribir un relato por entregas sobre la vida y andanzas de Jacinto Montaleza, alias “el Malasangre”, y no era hombre de faltar a la palabra dada. Con el último capítulo enviaba una carta personal a D. Mariano Acuña agradeciéndole todos los favores prestados y disculpándose por su repentina ausencia. No quería y no debía cometer la indiscreción de hacer partícipe de sus planes al director, aunque éste era muy listo y sin duda ataría cabos al respecto de su desaparición. También escribió cartas a su madre, al padre Ángel y a Vicentín Lleó. Al día siguiente, lunes, despacharía las cartas y estas llegarían a sus correspondientes destinatarios cuando Margarita y él ya estuvieran muy lejos de la Villa y Corte camino de Portugal.



Capítulo 9 de Hijos de los Montes

25 de junio de 1894

Jorge Villafranca Vargas



¡CINCUENTA MIL PESETAS EN ORO! Casi nada… un botín como para dejar el bandolerismo, irse muy muy lejos y empezar de nuevo…

Antes de comprometer nuestra participación en aquella empresa le dijimos al Guajiro que queríamos evaluar los riesgos por nosotros mismos, así que los Juanotes y yo que por aquel entonces me había convertido de facto en uno de los jefes de la partida, viajamos a Despeñaperros a comprobar con nuestros propios ojos el plan. El trabajo era viable, se podía decir que incluso era bastante sencillo si las indicaciones del ladrón cordobés eran las correctas: Un sitio idóneo para una emboscada, saber dónde y cómo estaba lo que queríamos robar y cuantos lo custodiarían, varias vías de escape francas por donde desaparecer y tiempo suficiente para hacerlo...

A mí había algo en todo ese asunto que no me cuadraba ¿Por qué un tipo codicioso como aquel ponía a nuestro alcance una perita en dulce como aquella? ¿Por qué? Contaba con medios y hombres suficientes para hacer aquel trabajo sin tener que hacer partícipe a nadie más. Recordé a Antonio Merendón y la extraña emboscada donde perdió la vida. El asunto había quedado zanjado con la ejecución de dos cómplices del Guajiro. Los ejecutados al parecer querían desertar de las filas carlistas y aquella delación era su moneda de cambio. Los Juanotes se enfadaron mucho conmigo y me tacharon de cenizo y hasta de cobarde, pero al final aceptaron que buscásemos una alternativa de escape por si las cosas se torcían.

Mandamos una respuesta afirmativa a nuestro socio y regresamos a los Montes a prepararnos para el golpe. Seria en un mes. La experiencia militar nos había enseñado que la preparación y la anticipación eran la clave del éxito. Restringimos el contacto de los hombres con sus familias, las putas y el vino que tantas lenguas sueltas. Sólo cuando partíamos hacia Sierra Morena, los participantes tuvieron información de lo que nos disponíamos a hacer.

Era difícil que una columna de treinta hombres a caballo pasase desapercibida, Por eso nos dividimos en cuatro grupos: Uno mandado por Milreales, otro por un servidor y los otros dos por los Juanotes. Estudiamos a conciencia en los mapas el itinerario a seguir por cada uno de los grupos y elegimos como punto de reunión un lugar entre Despeñaperros y Venta de Cárdenas conocido como el Collado de los Jardines, al pie de unas peñas de granito que nos servirían de abrigada hasta la hora de actuar.

Había llovido aquella mañana de octubre y girones de niebla se desprendían del bosque como retazos de una espesa tela de araña. Descendimos hacia Venta de Cárdenas, hacia el punto de encuentro donde se habría de unir nuestra partida a los hombres del Guajiro. Don Luis venía montado en una preciosa yegua torda y a su lado galopaba un hombre joven y fornido de piel clara y rasgos extraños para mí que no había tenido hasta entonces contacto con nadie de la raza negra, excepción hecha de la ilustración de algún libro de los que leía con D. Lucio Dueñas en la que los negros eran total y absolutamente negros, no morenos como cualquier español un poco subido de tono.

El plan era desvalijar el tren en la estación, e impedir que saliera hacia la Carolina que es donde se encontraba el siguiente apeadero, para ello D. Luis y sus hombres tomarían el control de la misma y cortarían los cables del telégrafo. Yo y un par de hombres de confianza saltaríamos al tren y reduciríamos a los guardias que custodiaban el vagón correo antes de que entrase en Venta de Cárdenas. Luego los Juanotes y Milreales se harían con el resto del tren para así poder cubrir nuestra retirada con el botín hacia Aldeaquemada sin contratiempos ni imprevistos. La acción se había de desarrollar en apenas diez minutos, lo que nos dejaba un par de horas que es lo mínimo que tardaba el convoy en el trayecto entre Venta de Cárdenas y la Carolina. Según lo convenido, el reparto serían: dos partes para el guajiro y una para los Juanotes y se haría en un paraje conocido como la Cimbarra, un hondón al pie de unas peñas por las que se desplomaba una gran chorrera.

El tren avanzaba lento enfilando las primeras estribaciones de la sierra. Abordarlo esta vez iba a resultar más fácil que en Algodor. Alcanzamos el tren por la parte trasera y avanzamos hacia la locomotora por el techo de los vagones. El vagón correo era el que enganchaba justo detrás de la máquina. Tuvimos que detenernos unos instantes hasta que un par de hombres que tomaban el aire entre dos topes volvieron a meterse en el vagón. En el coche correo tenía las ventanillas cubiertas por unas rejas. Me asomé por una mientras me sujetaba por los pies un compañero al que llamábamos Matías “el Cascarilla” por tener una enfermedad en la piel que parecía que se estuviese descascarillando. En el vagón viajaba tan sólo un par de guardias civiles y un cabo que fumaba en el tope delantero con uno de los maquinistas. La puerta del vagón estaba abierta. A mi señal saltamos sobre el maquinista y el cabo. Cuando los otros guardias quisieron echar mano a las armas ya les estábamos encañonando. Cascarilla se encargó del otro maquinista hasta que llegamos a la estación.

Allí nos esperaban D. Luis el Guajiro y el resto de sus hombres que se habían hecho los dueños y vigilaban el pueblo y sus accesos para que no tuviésemos ninguna sorpresa de última hora. Juanote y los demás llegaron casi al tiempo y ocuparon con eficacia militar todos los vagones del convoy sin encontrar resistencia.

En el vagón correo nos encontrábamos: D. Luis, su asistente mulato, los dos Juanotes y mi persona. Descerrajamos a tiros el cofre que nos mostró sus entrañas doradas de dinero. Rápidamente comenzamos a llenar sacos y a cargarlos en los caballos. En unos instantes estábamos galopando hacia la Cimbarra y hacia la libertad, tanto tiempo ansiada, que nos iba a conseguir aquel enorme botín.

Nunca tanto se había conseguido tan limpiamente pensaba yo mientras galopaba algo rezagado de la cabeza, sin quitarle el ojo a los caballos que llevaban los sacos del dinero. Enfilamos un cañón que encajonaba un río. Ya nos llegaba el estruendo de la cascada de la Cimbarra, que vertía un gran caudal a causa de las últimas lluvias. Hasta entonces había sabido leer lo que sucedía en el campo con una especie de sexto sentido, pero la codicia me tenía ciego y sordo, en aquel momento, como si el tiempo se parase, un par de flores rojas surgieron del pecho de Cascarilla que cabalgaba a mí lado, luego un sonido conocido y difícil de olvidar, nos estaban disparando.

Disparos desde las peñas, disparos desde el bosque más abajo, un gran número de guardias civiles nos estaba acribillando. Muchos cayeron en las primeras descargas. Los que tuvimos la suerte de no ser alcanzados por las balas pusimos pie en tierra y nos ocultamos tras los caballos. Respondimos al fuego con fuego, pero nuestra situación era desesperada. Apenas quedábamos veinte hombres en pie de más de cuarenta y del Guajiro y los caballos con el oro ni rastro. En medio de la refriega me pareció vislumbrar como él y su asistente mulato desaparecían por el cañón que nos había conducido a esa ratonera.

No quedaba más remedio que hacer una salida desesperada y esta vez la culpa sólo era nuestra. Cambié un gesto de inteligencia con algunos bandidos y a mi señal montamos en los caballos que no habían sido heridos aún. Juanote Grande permanecía arrodillado junto a su hermano que parecía muy mal herido.

- ¡JUANOTE, TENEMOS QUE IRNOS! ¡YA! -

Levantó lentamente su gran humanidad y cogió las riendas que le tendía. Luego montó y ambos picamos espuelas cañón abajo.

Sólo logramos salir de allí ocho bandoleros, todos de nuestra partida. Algunos de los del Guajiro se habían batido junto a nosotros, abandonados a su suerte por D. Luis. Los que quedaron en el campo aquella larga mañana no tuvieron más remedio que rendirse y fueron conducidos prisioneros hasta Linares.

Por un terreno desconocido emprendimos ruta hacia el oeste tratando de alcanzar Portugal, para por el país vecino regresar a los Montes y desde allí, cuando pudiésemos, devolver el golpe. Lo malo es que la guardia civil nos pisaba los talones y lo que es aún peor, el Guajiro y sus hombres también.

viernes, 6 de abril de 2018

HIJOS DE LOS MONTES Libro II-CARTAS



CARTAS

Jorge llevaba sin noticias de Margarita desde hacía un par de semanas. Fiel a lo hablado con su amada, mantuvo un resignado silencio a la espera de que las gestiones del conde, su futuro suegro, si todo salía bien diesen sus frutos.

El calor comenzaba a apretar en la Villa y Corte y la familia real había anunciado su intención de trasladarse a su residencia estival en San Sebastián en breve, por lo que la actualidad política y social languidecía igual que la hierba según avanza el estío. La vida cotidiana, como todos los años por esas fechas, cambiaba sus horarios. La gente y los negocios estaban más activos con las primeras horas del día. Con la canícula, la sacrosanta siesta española se hacía dueña de las asolanadas calles, que no recobraban el pulso hasta que perezoso llegaba el atardecer acompañado de las campanas de las iglesias llamando a misa de ocho.

Jorge, aunque no tenía ni cuerpo ni ganas, salía cada noche con un Vicente Lleó que lo sacaba de paseo, sordo a las protestas del periodista. Pese a que sus tournées con la gente de la farándula acababan siempre a las mil y mona y al deterioro consiguiente de su hígado, el periodista agradecía la atención y el cariño que su bohemio amigo le dedicaba y que, una vez más, le ayudaba a pasar aquel punto muerto en el que se encontraba su vida.

Fue al volver de la taberna donde comía a diario, ignorante como cualquier varón de su época del arte de cocinar, cuando en el rellano de la escalera se encontró con Nuria, la doncella de su amada Margarita Marlasca. Sorprendido, al punto la hizo pasar al interior de su piso. Nuria contó a Jorge de que tanto Margarita como Teresa, la hija de ambos estaban perfectamente.

Había sido difícil, pero finalmente Margarita y su padre se habían podido ver a solas y esta le había informado de sus tristes circunstancias. El conde que además de padre cariñoso y atento con su única hija era pese a su título de nobleza, un librepensador al que las rígidas convenciones sociales y la falsa moral católica con respecto al papel de la mujer le traían bastante al fresco. A pesar de esto, Eliseo Marlasca conde de Matarromera, no era ningún ingenuo y sabía de las graves consecuencias ya no solo sociales, si no económicas que podían suponer para su familia la ruptura de aquel matrimonio bendecido por la corona y la iglesia. En cualquier caso, el conde que era un hombre muy bien relacionado consultó el caso con algunos de los mejores juristas del reino, amigos suyos personales.

En una carta que traía la doncella, Margarita le contaba sus planes. El asunto era más peliagudo de lo que podía parecer. Ante un caso flagrante de adulterio como era el suyo con una hija de por medio, ambos amantes podían acabar dando con sus huesos en prisión. Este asunto del adulterio, en la mayoría de los casos se acababa solventando con una multa y más tratándose de gente pudiente. Otro cantar era la ruptura de un matrimonio. Emiliano Fuensalida podía repudiar públicamente a su esposa, pero la anulación eclesiástica podía tardar años, más solicitándola una mujer, años en los que Margarita y Teresa quedarían marcadas ante los demás como unas apestadas hasta que Jorge pudiera casarse con ella y reconocer a su hija.

La única salida que les quedaba era marcharse del país y cambiar de identidad, al menos por un tiempo. El conde contaba con el dinero suficiente y estaba dispuesto a ayudarles. Era una decisión muy difícil de tomar para Jorge, pero su amor por Margarita estaba por encima de todo, así que la respuesta que el periodista enviaba a su amada era afirmativa.

Jorge acompañó a Nuria al portal. La calle a esas horas estaba desierta. Miro a uno y otro lado y al no ver a nadie se despidió de la doncella con un beso en la mejilla y un afectuoso apretón de manos. Contemplo desde el portal como la mujer se perdía en la calle desierta y luego se metió en el portal cerrando la puerta tras de sí. Unos instantes después, tras una esquina testigo de la conversación, se hizo visible la figura maciza del mulato Carlos Bayón.















































Capítulo 8 de Hijos de los Montes

18 de junio de 1894

Jorge Villafranca Vargas



Llegué a los Montes tres semanas después de despedir al Rey Carlos. De los Juanotes no había señal alguna. Como era de suponer se habían escondido a la espera de acontecimientos, pero yo sabía dónde buscar y no tardé mucho en dar con su escondite.

-Huele bien ese guiso. ¿Qué es? ¿Conejo? ¿Gato? -

- ¡Joder Malasangre! Que susto me has dado ¿Cómo es que nadie ha dado la voz de alarma? -

-Porque has puesto de guardia a los más bisoños, además habéis dejado una vía de entrada sin vigilar…-

- ¿Cuál? - Interrogó Juanote

-El arroyo…- Contesté yo

-Yo por ahí no entro ni, aunque vaya a rastras- Dijo el jefe de los bandidos reconociendo mi habilidad.

Comimos aquel guiso dudoso que a mí me supo a gloria después de las penurias pasadas en el viaje desde la frontera en el que, con todos los caminos vigilados y las fondas llenas de ojos delatores, no pude pasar por lugar poblado a abastecerme de víveres. Tras la comida, el jefe de los bandidos me puso al día: Sabariegos había vuelto a Portugal, varios buscados por la justicia antes de la guerra de la partida de Merendón, se habían unido a nosotros y básicamente esperábamos cual iba a ser la postura de las autoridades con respecto a los excombatientes carlistas.

La respuesta nos vino de Toledo en forma de bando publicado a instancias del gobernador civil D. Ezequiel Alonso, este nos la tenía jurada desde el asalto a la casa de la dehesa de los Frailes en el que aquellos mal nacidos de Pelopincho y el Pastor de los Yébenes habían violado a su hija. En el bando ofrecían quinientas pesetas por los hermanos y por un servidor que desde lo de D. Salvador Tribes en los Navalucillos había aumentado mi fama de bandido, trescientas.

Temíamos una persecución como la que sufrimos antes de la guerra, sólo que esta vez sería peor. Había mucha gente armada y empobrecida que estaría dispuesta a todo por semejante dineral. Había que acabar con la serpiente golpeándola en la cabeza.

Como ya había demostrado muchas veces, yo soy un individuo más que escurridizo por eso fui el elegido para aquella misión.

Me recorté las barbas e incluso tomé un atuendo de chupatintas con unas gafas y todo y fui a Toledo capital donde residía nuestro enemigo. Estudié las costumbres del gobernador civil D. Ezequiel. Todos los días tomaba café a la misma hora en un hotel en la plaza de Zocodover, leía el periódico y luego volvía caminando hasta el gobierno civil.

Aquella mañana el gobernador tomaba café y fumaba, mientras charlaba animadamente con otros señores elegantes. Al rato estrechó sus manos y se despidió internándose en el dédalo de torcidas callejas de la ciudad imperial. Le abordé justo al lado de la catedral.

-Buenos días D. Ezequiel ¿Tendría usted un minuto? -

-Lo siento joven, voy con mucha prisa. Si desea algo, pásese por el gobierno civil y pídale cita al funcionario. Ahora si me perdona…-

-No me ha entendido usted bien- le dije apoyando en sus costillas el cañón de mi revolver, que llevaba escondido bajo un gabán doblado sobre el brazo.

-Tire para delante y no haga usted tonterías que los Juanotes le quieren dar un recadito…-

Al oír aquel nombre D. Ezequiel se volvió hacia mí con los ojos llenos de odio. Por un momento pensé que lo tenía que dejar seco allí mismo, pero tal vez la decisión de mi gesto le disuadió de cometer una imprudencia. Mejor sobrevivir hoy para poder cobrarse venganza mañana, debió de pensar.

-Ante todo queremos disculparnos por lo que le sucedió a su hija en la casa de los Navalucillos. Todos tenemos hijas, hermanas, esposas y madres y nosotros no actuamos así. No le voy a negar que seamos ladrones, lo mismito que usted D. Ezequiel Alonso… si si no me mire usted así, que cuando compró por cuatro perras las tierras de los frailes en la desamortización, dejó a muchos en la calle, entre otros a mi familia. Sabe usted que los que violaron a su hija están muertos. Uno era Matías Santos “el Pelopincho” al que mató una bala de ustedes y el otro Pedro Ontiveros conocido como “el Pastor de los Yébenes” le ajusticiamos nosotros como la ley de los bandoleros dice que hay que matar a las alimañas de su clase. -

- ¡Muchas gracias por sus disculpas! ¿Necesitan que haga alguna cosa por ustedes? - Dijo el gobernador civil con un deje de sorna que denotaba que servidor no estaba hablando con ningún cobarde.

-Pues sí, retirar el bando en el que pone usted precio a nuestras cabezas-

- ¿O si no? - Dijo D. Ezequiel retador.

-Usted y nosotros somos hombres de negocios. Yo no creo en el honor entre ladrones y por tanto no le voy a hacer ningún juramento solemne, pero si ese bando sigue vigente la semana que viene aténgase a las consecuencias. A cambio le ofrecemos un pacto de no agresión e incluso nuestra colaboración en cualquier asunto que desee resolver extraoficialmente. No tiene que responderme ahora. Medite sobre las ventajas del acuerdo y mande el viernes de la semana que viene a su capataz a esta dirección con la respuesta si acepta usted el trato. Que pase usted un buen día.

Así deje a D. Zacarías Alonso boquiabierto a las puertas de la catedral de Toledo. El viernes siguiente el nuevo capataz de la dehesa de los frailes vino con la respuesta. Los carteles con nuestros rostros desaparecieron de todas las fachadas y puertas donde los habían clavado y nunca volvimos a tener problemas con el gobernador civil de Toledo, incluso este nos encargaba a cambio de un generoso estipendio, la vigilancia de su finca en los periodos en los que él y sus invitados compartían jornadas de caza en la dehesa de los Frailes de los Navalucillos.

Fue una buena época. Mientras el país trataba de recomponerse, nosotros medrábamos al amparo de nuestras montañas, cuartel y santuario. Además del acuerdo con las autoridades, llegamos a un entendimiento con la gente de los pueblos de la comarca como nunca antes habíamos logrado. Algunos de los nuestros que tenían familia, dormían de vez en cuando en sus antiguas casas con cierta tranquilidad y es que ya no robábamos en nuestros lugares de nacimiento, nos habíamos especializados en grandes golpes fuera de los Montes y repartíamos rumbosos una parte de aquel botín con nuestros vecinos más pobres.

Durante la guerra habíamos forjado una férrea alianza con una partida bandolera que operaba en la sierra de Cardeña en la provincia de Córdoba. La dirigía un tipo al que llamaban el Guajiro, que tenía mucho dinero y un cortijo cerca de Montoro. El Guajiro tendría entonces unos cuarenta y bastantes años y había pasado la mayor parte de su vida en la isla de Cuba. El origen de su fortuna provenía como decía él “del tráfico de ébano”. El Guajiro estuvo embarcado muy joven en un buque negrero y de ahí pasó a ser intermediario en aquel comercio de seres humanos, con grandes terratenientes del Sur de los Estados Unidos. La verdad es que aquel individuo no le hacía ascos a casi nada, ya que también era un activo contrabandista, traficante de armas internacional y líder de una despiadada banda de ladrones y asesinos.

Gracias a su dinero, D. Luis que es como le gustaba que le llamaran a aquel granuja, se codeaba con las altas esferas y de allí obtenía información privilegiada para los robos. Nosotros acabamos siendo una sucursal de sus intereses al norte de Sierra Morena. A mí personalmente aquello no me gustaba, pero la verdad es que era muy lucrativo y mucho menos arriesgado que lo que habíamos hecho hasta entonces.

Yo no conocía personalmente a ese “rey” en Sierra Morena como lo había sido José María “el Tempranillo” setenta años antes, pero después de un golpe en las minas de Almacén, fui con los Juanotes y otros de la partida hasta el cortijo del Guajiro a hacerle entrega de su parte.

 El tipo se daba muchos aires para ser un vulgar ladrón, pero he de reconocer en él una mente privilegiada para el delito. Tras el asalto del tren de Algodor durante la guerra, se podía decir que en ese tipo de acciones los de la partida de los Juanotes éramos los números uno y tras entregarle lo acordado del golpe en las minas nos propuso un nuevo trabajo: el asalto al tren correo que traía la nómina de los funcionarios de Andalucía, un golpe que podía suponer el retiro de todos nosotros.




viernes, 23 de marzo de 2018

LAS NAVIDADES ESPECIALES DEL NIÑO ROBERTO


Corrían el mes de diciembre de 1953. El niño Roberto jugaba con otros chavales en el descampado frente a la casa que sus padres habían construido en el poblado del Pozo del Tío Raimundo. La casa baja, pulcramente encalada, estaba construida con mucho arte y con materiales defectuoso recuperados de alguna escombrera o directamente  escamoteados en alguna obra en la que el cabeza de familia se había empleado.

Entre los montones de basura, aquellos niños procedentes de pueblos pobres  de los cuatro puntos cardinales de la geografía ibérica, trataban de engañar el hambre chupando las raíces de paloduz que habían desenterrado junto al curso  de un arroyo helado que corría paralelo a las vías del tren.

Roberto obediente, antes de irse a jugar había  limpiado el corral donde cerca de cien lustrosos pavos blancos engordaban para ser vendidos y consumidos durante  las cercanas navidades en las mesas de los ricos. El niño Roberto pensaba para sí “esos pavos son los que mejor comen de la casa” y era verdad, nunca les faltaba el maíz, ni la cebada, ni el trigo. Su padre compraba sacos de pan duro en una panificadora del Puente de Vallecas, que guardaba en un cobertizo cerrado con un cerrojo. Además de aquellos manjares por los que Roberto había recibido más de una colleja al tratar de robar una pequeña porción, todas las mañanas muy temprano salía con su padre a segar la poca hierba que encontraban, para alimento de aquellas grandes aves de corral.

Ahora que el invierno se cernía sobre el suburbio, el niño Roberto había dejado de segar hierba por las mañanas, principalmente porque las recias heladas mañaneras habían arrasado cualquier rastro de verde. El campo pardo dormía y con él, el niño Roberto que recientemente había acabado en la escuela hasta después de las fiestas, aquella escuela nueva que unos jesuitas con fama de “rojos” habían construido con sus propias manos y la ayuda esporádica de algún vecino como su padre. Roberto no sabía que eran los rojos, pero si todos eran como el padre Llanos, aquel cura de gafas que siempre le daba un vaso de leche en polvo y pan con chocolate, no debían de ser tan mala gente aquellos "rojos".

El niño Roberto se levantó de la cama. Sus padres ya hacía rato que  estaban levantados. El padre apuró la taza de sucedáneo de café y tras besar a su mujer y a su hijo se puso la boina y una corta bufanda de puntos muy apretados y se marchó al trabajo.

Con el mismo ovillo con el  que había tejido la bufanda del padre, la madre de Roberto estaba acabando un gorro de lana para él. En cuanto que terminó su taza de achicoria y unas galletas obsequio de los jesuitas, su madre le llamo a su lado para probarle el gorro. Al niño Roberto le habían salido sabañones en las orejas a causa del frío de aquel duro diciembre madrileño y le dolían y escocían bastante. La madre del niño Roberto le aplico con mano amorosa un remedio casero a base de manteca, cebolla y alguna cosa más que sólo la vecina que se lo había dado sabía. Luego le puso aquel gorro de lana gris que, aunque picaba, en el futuro evitaría que le volvieran a salir los sabañones. Roberto, contento como unas castañuelas con su nuevo gorro, se calzó las botas que les habían dado a su padre y a él en la sede de Falange en el Puente de Vallecas y se dispuso a salir a la calle.

-Roberto hijo, no te olvides de limpiar el corral antes de irte a jugar- Le dijo su madre.

Roberto, un poco enfadado por no poder ir a enseñarles el gorro nuevo a sus amigos, protestando entre dientes obedeció las órdenes de su progenitora.

Era una de esas mañanas de invierno luminosas. Un sol que llevaba a engaño porque hacía muchísimo frío, brillaba sobre el suburbio. El niño Roberto se calentó con vaho las ateridas yemas de los dedos. Cuando comenzó a sentir el tacto, tomó una escoba amarga y comenzó a barrer las cagarrutas de los pavos mezcladas con algo de paja. Cuando tuvo hechos varios montones, cogió una pala más grande que él y comenzó a echar el estiércol en una carretilla.

El niño Roberto a pesar del frío estaba sudando. Un pavo muy grande le miraba insolente mientras trabajaba, o al menos eso es lo que pensaba., Roberto vio una piedra en el suelo y ni corto ni perezoso se la arrojó al animal con tan mala fortuna que le acertó en toda la cabeza. El pavo cayó redondo.

A pesar de su corta edad, el niño Roberto era consciente de las consecuencias de aquella acción. Un pavo como aquel en vísperas de Navidad, suponía la perdida de muchísimo dinero para una familia que, como la suya, ni mucho menos nadaba en la abundancia.

El niño Roberto observó su alrededor. No le había visto nadie. Tenía que pensar como salir de aquel aprieto y rápido. Recorriendo con la mirada el corral reparó en el pozo. Si, tirará el pavo al pozo y así cuando lo descubrieran siempre podía decir que se había caído y se había ahogado.

Sintiéndose aliviado y culpable a la vez, cuando terminó con la limpieza del corral el niño Roberto se marcho con los otros niños del barrio a jugar al descampado.

A la hora de la comida su padre anunció a la familia que al día siguiente, veintidós de diciembre, llevarían los pavos al matadero de Legazpi. El niño Roberto esa noche se acostó preocupado y apenas pego ojo. Sólo quedaban unas horas para que su pecado fuera descubierto. Aunque no era mucho de rezar, en su vigilia le rezó a Dios y a la virgen María, hasta incluso beso una imagen de San Antón “patrón de los animales” pidiéndole perdón por la prematura muerte del pavo de la pedrada.

-Despierta Roberto que nos vamos- Dijo su padre bajándole el bozo y revolviéndole el pelo.

Aún tuvo su padre que entrar un par de veces más en su cuarto hasta que el niño Roberto se levantó. Se bebió la malta con achicoria mientras se ponía las botas junto a la estufa y luego padre e hijo sacaron a los pavos del corral.

En la calle hacía un frio terrible. El niño Roberto detrás con una vara y su padre delante de la tropa de pavos, emprendieron el camino de cerca de dos horas hasta el matadero. El sol encendía las primeras luces del día frente a ellos. Roberto corría detrás de las aves que se desmandaban. Atravesaron las vías del tren y pronto se encontraron caminando paralelos al Manzanares. cruzaron el río por el puente de Santa María de la cabeza y pasaron al lado de la cárcel de mujeres de Yeserías. Desde las ventanas, las reclusas gritaban todo tipo de obscenidades al niño Roberto y a su padre mientras que los guardias civiles encargados de vigilarlas dormitaban en sus garitas abrigados en sus verdes capotes.

Antes de ver el matadero el niño Roberto pudo olerlo. En una torre coronada por un depósito de agua, colgaban las pieles de cientos de reses sacrificadas despidiendo un terrible hedor. En la puerta les esperaba un hombre gordo con bigote, que fumaba un grueso cigarro puro. Su padre y el bigotudo se estrecharon la mano y comenzaron un regateo que no concluyó hasta que se volvieron a estrechar la mano.

Uno a uno el bigotudo contó los pavos mientras el niño Roberto y su padre los iban haciendo entrar en un corral.

-Noventa y tres pavos…- dijo el tratante.

- ¡No puede ser! Ayer había noventa y cuatro y hemos venido muy bien, sin perder ninguno por el camino. Vamos a volver a contarlos…- dijo el padre de Roberto bastante escamado.

Los contaron dos veces, volviéndolos a sacar y volviéndolos a meter en el corral. Noventa y tres pavos, las cuentas no fallaban…

El padre del niño Roberto pese a sacar veinticinco pesetas por cada animal, un precio magnífico, se quedó bastante amoscado por el asunto del pavo desaparecido. El bigotudo tratante viendo tan abatido al hombre invitó a desayunar a Roberto y a su padre en un bar que había en el cercano Paseo de las Delicias.

En la radio del bar los niños de San Ildefonso cantaban los números de la lotería de Navidad. En una esquina  había un limpiabotas gitano muy renegrido y con las patillas muy largas. Era el hombre más gordo que el niño Roberto hubiera visto nunca, de hecho estaba sentado en una silla baja con brazos que en cuanto que el limpiabotas se levantase, previsiblemente habría de quedarse encajada en su trasero.

-¿Limpia D. Francisco?- Dijo el obeso caló al tratante.

-Hoy no. Muchas gracias Benjamín.-

Pidieron café con leche y una ración de churros calientes que el niño Roberto comió con deleite. D. Francisco insistió en invitar al padre a una copa de coñac. El padre de Roberto que sabía cómo se las gastaban aquellos bribones como el tal D. Francisco, palpó el dinero que se había metido en un bolsillo interior de su chaqueta y asintió. No había que desairar a aquel personaje. D. Francisco Estrada era un estraperlista reconvertido en intermediario gracias a su adhesión al régimen y a decir de algunos conocidos del padre del niño Roberto, gracias a las muchas delaciones que aquel tipejo había hecho entre los vecinos de Vallecas que en su día se habían significado a favor de los rojos.

Muchos personajes como aquel pululaban entre el matadero y el cercano mercado central de frutas y verduras. Enchufados, ex policías y militares o vulgares chivatos, que desplumaban a los incautos con los que habían hecho negocios  ayudados por los naipes en las timbas clandestinas de las trastiendas de los bares o conchabados con fulanas como las que había al fondo del bar y que nada más entrar los tres, habían empezado a cambiar miradas de inteligencia con el tratante.

El padre del niño Roberto bebió un par de sorbos de la copa para no parecer descortés y en cuanto que su hijo se acabó los churros dijo que se iba ya, “que tenía que ir a acabar una obra”, algo que no era del todo mentira. El padre de Roberto volvió a palparse los billetes y tras despedirse de D. Francisco, él y su hijo tomaron de nuevo el camino del río hacia Vallecas.

El padre del niño Roberto, pese a haber hecho mejor negocio de lo que pensaba, seguía mascullando maldiciones por lo bajo a causa del pavo perdido. Cuando llegaron a su casa en el Pozo del Tío Raimundo, toda la familia se puso a buscar el pavo por los alrededores.

El niño Roberto se prestó un buen rato a aquella farsa hasta que viendo la desesperación de su padre que ya hablaba de “robo por parte de algún vecino” decidió revelar el paradero del ave haciendo como que la había encontrado por casualidad.

-PAPA, MAMA VENID… ESTA AQUÍ EN EL POZO.-

Los padres del niño Roberto comprobaron lo que le decía su hijo. El animal con su plumaje blanco flotaba en el pozo. Ayudándose de un palo largo y el balde, consiguieron sacar el ave muerta. Era un pavo hermosísimo que bien podía pesar sus buenos seis u ocho kilos.

Normalmente sacaban agua del pozo el padre o la madre de Roberto, ya que para el niño, dada su corta talla, era muy difícil levantar el balde lleno y subirlo por encima del brocal. El padre del niño Roberto se lamentó de no haber hecho lo que había dicho mil veces que iba a hacer y que no era otra cosa que hacerle una tapa al pozo.

La madre del niño Roberto miraba a su hijo inquisitivamente. Roberto en vez de enfrentarse al dialogo sin palabras de los ojos de su madre, bajo la vista como un tácito reconocimiento de culpa. Su madre asintió levemente con gesto disgustado.

-Roberto hijo, por favor tráeme la pala.-

-¿Qué es lo que vas a hacer?- Preguntó la madre al padre.

-Pues enterrarlo antes de que empiece a apestar-

-¡Quita quita, vas a enterrar el pavo! ¡Este nos lo cenamos en nochebuena como está mandado!-

Diligente, la madre de Roberto pudo a calentar agua en el barreño metálico que los miembros de la familia usaban para bañarse, luego escaldó el bicho y comenzó a desplumarlo. Una vez limpio, lo puso en una fuente a macerar con vino, aceite y otros muchos ingredientes que compro en un cercano colmado.  El pavo ya listo para el horno, fue a parar a la fresquera de la ventana de la cocina a salvo de cualquier gato hambriento, de cuatro o de dos patas.

Llegó la nochebuena. El padre del niño Roberto llegó a medio día de trabajar con permiso hasta después de Navidad. A media tarde llevaron el pavo a la tahona del Puente donde se lo cocinarían en el mismo horno que cocía el pan.

El arrabal ardía en hogueras que los habitantes del Pozo gitanos y payos, habían encendido en las calles. Los vecinos bebían, cantaban y bailan en torno al fuego. La madre del niño Roberto se marchó pronto a preparar todo para recibir a los invitados de la familia esa nochebuena en casa. Roberto y su padre le pidieron prestada al lechero, una bicicleta con un cajón delante que éste usaba para vender la leche a domicilio y se fueron a recoger el pavo.

Con aquel manjar en el cajón de la bici del lechero, el niño Roberto veía sentado en el manillar como se iban haciendo más escasas las luces según se iban alejando de la ciudad. En casa ya se encontraban sus tíos y primos con los que iba a cenar aquella noche. En la radio sonaban villancicos.

Llegó la hora de la cena. Para el niño Roberto aquel era su primer banquete. El año anterior habían cenado solos él y sus padres un sencillo guiso de patatas. Como no había mesa y sillas suficientes en la casa para dar de cenar a tanta gente, su padre y sus tíos sacaron una puerta del quicio y apañaron con ella una mesa a la que en unas bancas prestadas por el cura, de sentaron los niños de la familia.

El pavo dio de comer a todos los presentes, incluso sobró una buena porción para que la familia pudiera hacer bocadillos durante bastante tiempo. En la sobremesa los adultos bebieron anís y coñac y los niños vino dulce, luego todos un poco achispados se fueron donde los jesuitas a escuchar la misa del gallo.

El padre Llanos oficiaba la misa desde el modesto altar de la iglesia del Pozo del Tío Raimundo. Un par de policías de la Social escuchaban sin perder detalle las palabras del “cura rojo”. Cuando salieron de la iglesia, la nieve caía blandamente sobre el arrabal. Los familiares del niño Roberto se despidieron en la puerta de la casa. Roberto, agotado por las emociones del día se durmió con un beso que le dio su madre mientras le arropaba.

Veintitantos años después de aquella cena de Noche Buena, Roberto Olmos aparcó el SIMCA 1200 en la puerta del bloque de pisos donde a sus padres les habían dado una vivienda a cambio de la antigua casita. Roberto, su mujer y sus dos hijos pequeños subieron al piso. La madre de Roberto se afanaba en la cocina ayudada por su joven nuera. Pronto estuvo servida la cena. Marisco y muchas cosas de picar, pero el plato fuerte no era otro que pavo asado. La misma receta de pavo que la familia había cenado veinticinco años antes ¡Qué diferente era aquella cena de Noche Buena que las que había vivido Roberto de niño en la casita del Pozo del Tío Raimundo!

-Papa ¿Tú te acuerdas de aquel pavo que se cayó al pozo y que nos comimos con los tíos y los primos en la casita baja?-

Su padre asintió enarcando un poco las cejas.

-Pues lo maté yo sin querer de una pedrada y luego lo tiré al pozo.-

El padre de Roberto miró a su mujer y ambos se sonrieron, luego todos los miembros de la familia levantaron su copa y brindaron por aquel gran pavo, que sin duda estaría en el cielo de las aves de corral en el caso de existir éste lugar sagrado y que les había alimentado opíparamente en aquellos ya lejanos tiempos de hambre y miseria.




sábado, 17 de marzo de 2018

HIJOS DE LOS MONTES Libro II DUDAS


DUDAS



Pese a que las cosas en lo personal parecían querer arreglarse, a Jorge le producía una gran desazón todo lo que estaba pasando con el asunto Montaleza. El bandido le había salvado la vida y sentía por él una gran simpatía personal, pero no opinaba en absoluto que Jacinto Montaleza fuera esa victima indefensa que la prensa progresista reflejaba en sus páginas

¿Había pagado ya su deuda con la sociedad aquel bandido?

¿Era bueno que Jacinto Montaleza saliera de la cárcel en ese momento?

Un gran poder entraña una gran responsabilidad y el periodismo tiene el poder de modelar como arcilla la opinión de muchas personas. Su crónica de la actividad delictiva y bélica de Montaleza se ceñía a los hechos como se los había trasmitido el bandido. Nadie le decía a Jorge que estos hechos no habían pasado realmente de otra manera. Había consultado fuentes externas hasta donde era posible, pero el cuerpo del relato era lo que el bandido le había contado en Melilla.

Jorge se sentía manipulado y no solo por Jacinto Montaleza. El director Acuña en su columna de opinión semanal había adoptado sin restricciones la línea de opinión más favorable al bandido. Este hecho, unido a la capacidad de influencia que Mariano Acuña tenía sobre los políticos, hizo que el partido liberal por aquel entonces en el gobierno se alineara con las tesis de los defensores del bandolero monteño, decretando su traslado desde Melilla al cercano penal de Ocaña.

- ¿Qué es lo que estamos haciendo D. Mariano? Mi intención nunca fue crear un héroe donde no lo hay. Jacinto Montaleza habrá sufrido muchas injusticias durante su vida, como las que sufren a diario millones de personas aquí y en todo el mundo y aun así no se levantan en armas contra sus semejantes, creo que esto se nos está yendo de las manos Sr. director. -

-Déjeme que le dé una pequeña lección de historia y si me lo permite también de realidad- Dijo el director Acuña en un tono de voz mucho más bajo del habitual en la redacción, cerrando la puerta de su despacho a la suspicaz mirada de otros empleados del periódico.

-Los españoles somos un pueblo que aguanta lo indecible, pero que sólo reacciona ante sucesos aparentemente sin importancia ¿Supongo que habrá oído hablar usted del Motín de Esquilache? -

-Si… si claro el motín de las capas y los sombreros de ala ancha siendo rey Carlos III.-

-Lo de las capas y los sombreros era la excusa oficial para el motín, pero la realidad es que había fuerzas opuestas en la cúpula del estado, unos partidarios del Marques de la Ensenada y los jesuitas y otros ilustrados, como Campomanes. Una crisis de suministros fue el caldo de cultivo en el que se gestó la revuelta, menos mal que en este caso había un Carlos III, el último por no decir el único de los Borbones bueno que supo canalizar la situación con mano izquierda para no retroceder en la natural evolución de la sociedad.

No pretendo ser un conspirador y no conozco al tal Montaleza, usted Jorge le conoce mejor que yo, pero si en este asunto resulta ser como el viento huracanado que abate los árboles enfermos del bosque, que en este bosque que llamamos España hay unos pocos, pues bendito viento…

No crea querido joven que las cosas pasan porque si, sólo le pido que confíe en mi gestión. Algún día le presentare a personas que saben mucho de la realidad y que seguramente cambien su manera de ver el mundo. En cualquier caso, si esto de Montaleza se nos va de las manos, yo dimitiré como director del Informador, pero no sin antes escribir un artículo que le descargue a usted de cualquier responsabilidad. -

El director Acuña dio por terminada la conversación, pero Jorge no se marchó muy convencido del despacho. Por mucho que don Mariano escribiera un artículo, él seguía sintiéndose responsable de sus palabras.

 



EL NOTICIERO IMPARCIAL. 10 de junio de 1894

El gobierno decreta el traslado del preso Jacinto Montaleza al penal de Ocaña.



Haciéndose eco de las numerosas peticiones recibidas para que el antiguo bandolero y guerrillero carlista Jacinto Montaleza, conocido por el público por su reciente participación en la guerra de Margallo, el consejo de ministros ha decidido su acercamiento al penal de Ocaña, el más cercano a su tierra natal de los Montes de Toledo por razones humanitarias. La orden tiene efecto inmediato y el prisionero ya viaja desde Melilla hacia Málaga a bordo del buque de guerra Condestable de Castilla.

 La polémica creada en torno a este personaje está servida. En estos días, tanto partidarios como detractores del bandido debaten acaloradamente sobre el tema en los papeles, así como en cualquier casino de provincia. Pero no se engañen queridos lectores, este debate va mucho más allá de la modesta figura de Jacinto Montaleza del que casi nadie había oído hablar hasta ahora. Es el debate pendiente en este país desde hace mucho tiempo. Es el debate sobre una sociedad carcomida por viejos vicios y que no acaba nunca de modernizarse.

En este pulso parece que lleven las de ganar los partidarios del monteño, no como una evolución social sino más bien como carnaza que lanzan los poderosos a esa fiera que es el pueblo y que cada día se muestra un poco menos dócil ante la injusticia y la corrupción.

Este traslado es el paso previo a una liberación de Montaleza que según me malicio, veremos más pronto que tarde, justo en el momento en que los que mandan en este país necesiten tapar algún escándalo o algún revés militar en los perpetuos conflictos de las colonias de ultramar.

Lorenzo Pérez Carro.













Capítulo 7 de Hijos de los Montes

11 de junio de 1894

Jorge Villafranca Vargas



La situación del ejército carlista a finales de 1875 era desesperada. Muy inferiores en número a las tropas alfonsinas, mal armados y peor alimentados, el duro invierno del norte se cernió sobre nosotros como una garra de acero.

Las armas, las municiones y los dos pequeños cañones que habíamos robado en Algodor fueron bien recibidos, pero llegaban tarde y eran absolutamente insuficientes. El rey Carlos con su elegante guerrera, sus botas brillantes y su gran boina roja con borla dorada parecía más una estampa de un pasado supuestamente mejor, que un comandante militar capaz para una guerra moderna. El caso es que su visión en si era un bálsamo efectivo para los que eran unos convencidos de la causa, lo que no era mi caso.

Al cura y a mí, como los dos éramos magníficos jinetes y traíamos unos caballos excelentes, nos incorporaron al escuadrón real de caballería, D. Lucio como capitán y yo como sargento de primera. La unidad era cuanto menos pintoresca, por decirlo de una manera suave. Compuesta de unos seiscientos y pico hombres entre los que había: pobres campesinos a lomos de pencos más adecuados para la labranza que para la guerra y oficiales aristócratas sobre bellos corceles ideales para competir en un hipódromo. Uniformado por los mejores sastres de París y Londres, entre todos aquellos figurones destacaba nuestro comandante, el marqués de Valdepeñosillo que ostentaba el grado de mariscal de campo. Una cosa unía a todos aquellos jinetes de tan diferente pelaje y no era otra que su fe católica y su veneración fanática al candidato legitimista. He de confesar que se me revolvían las tripas con la sola visión de cómo aquellos “cruzados” doblaban la rodilla al paso de aquel rey fantoche. Aquella combinación de entusiasmo cerril e incompetencia militar se me antojaba una mezcla fatal, algo en lo que el futuro no tardaría en darme la razón.

Enterados de que los alfonsinos marchaban desde Logroño hacia Estella se nos ordenó marchar en dirección a su encuentro en Montejurra. Las cumbres de los cercanos montes estaban coronadas de nieve y nuestra penosa marcha se veía frenada por la lluvia y los constantes atascos de los carros con los bagajes y los trenes de mulas que tiraban de la artillería en el barro helado ¡Qué distinta aquella guerra a la que hacíamos allá abajo en los montes de Toledo!

Llegamos a media tarde a un valle que formaba una gran llanura verde, un verde muy distinto al pardo verdoso que colorea mi tierra. Allí tres años antes había tenido lugar una batalla con resultado favorable para nuestras armas. Ahora la cosa no parecía en absoluto tan clara. Con las últimas luces llegaron los alfonsinos que acamparon al otro lado del valle.

Nos superaban en número, pero sobre todo nos superaban en armamento y medios. Entonces llegó a nuestro campamento el rey Carlos y comenzó a supervisar la disposición de las fuerzas. Una vez acabada la revista, celebramos una misa solemne. Al finalizar el oficio, nuestro comandante, el marqués de Valdepeñosillo, hincó la rodilla en tierra y rogó a su rey que le permitiera cargar el primero contra la artillería enemiga. No hacía falta ser Napoleón Bonaparte para saber que aquel movimiento era una absoluta imbecilidad. Yo hable con los hombres del pelotón que mandaba indicándoles que hiciera lo que hiciera el marqués ellos me siguieran a mí. El cura de Alcabón que se maliciaba mis intenciones hizo que nos situaran a mí y a mis hombres en el centro del ataque. Así nos vimos en el campo de Montejurra, frente a las bocas de los cañones y por el resto de los lados rodeados de fanáticos que anhelaban el martirio y/o la gloria.

Nos dieron una lanza a cada uno. A mí aquel palo rematado en un pincho sólo me parecía útil para asar un conejo en una hoguera por lo que palpé mis dos revólveres comprobando que ambos se encontraban en su funda.

- ¡A MI ORDEN! TODOS LANZAS EN RISTRE ¡AVANZAR! Gritó nuestro comandante alzando su sable y haciendo cabriolas con su caballo. El cielo se abrió y un rayo de sol hizo brillar las insignias de oro y plata que lucían en el bizarro arreo de nuestro mariscal. Yo pensé para mí “tengo que sobrevivir hoy a este idiota”

Salimos al trote en nuestras monturas hacia las líneas alfonsinas. Cuando calcule que nos hallábamos a unos cincuenta pasos del alcance de los cañones, piqué espuelas y mi caballo salió a galope tendido justo cuando me llegaba el estruendo de la descarga enemiga. Ya fuera por que confiaban en mí o porque su fe en Dios y en las habilidades militares del marqués no eran tan sólidas como en un principio podía parecer, los diez hombres de mi pelotón me siguieron como si de uno solo se tratase. A nuestras espaldas el disparo de los cañones hacía estragos entre los jinetes carlistas.

Tiré la lanza y desenfundé. Mis diez hicieron lo propio y a galope tendido huimos hacia el único sitio posible, los cañones de los realistas. Visto y no visto alcanzamos sus líneas justo cuando habían cargado de nuevo y corregido el tiro. Galopamos paralelos a ellos matando a muchos de los artilleros sin que la infantería hubiera reaccionado aún. A punto de rebasar la línea de fuego un estruendo a mi espalda hizo corcovear a mi montura. Volví grupas y vi como uno de mis jinetes y su caballo, yacían destrozados en mil pedazos humeantes por el cañonazo recibido a quemarropa. Levante los dos revólveres y disparé contra los artilleros.

Ya se había incorporado a la vanguardia junto a los cañones un pelotón de fusileros que amenazaba con liquidar a los pocos que quedábamos de mi pelotón, cuando oímos un griterío ensordecedor a nuestras espaldas. Era el rey Carlos que a la cabeza de su ejército atacaba con todo lo que tenía poniendo en fuga a los alfonsinos.

Tras la victoria se celebró otra solemne misa, esta vez para honrar a los muertos que habían sido aproximadamente una cuarta parte de lo que quedaba del ejército legitimista. La caballería se había perdido casi en su totalidad en aquel valle navarro. Del marqués de Valdepeñosillo solamente se había podido recuperar la boina y el sable. A mí, por mi “acto de valentía” me ascendieron a brigada y el mismísimo D. Carlos prendió en mi pechera la medalla que acreditaba mi pertenencia a la Orden de caballería de la Legitimidad Proscrita (Algo muy adecuado para un bastardo que llevaba proscrito tantos años pensé yo con sorna)

Aquella fue una batalla como las que libraba aquel rey griego, Pirro del Épiro, que invadió Italia y obtuvo algunas sonoras victorias sobre los romanos, pero que a la postre tuvo que volverse a Grecia con los pocos hombres que le quedaban al tener cortada cualquier vía a los refuerzos y los suministros. Carlos VII y su estado mayor decidieron dejar una delegación para negociar una salida con los representantes de Alfonso XII, mientras el candidato carlista marcharía temporalmente al exilio.

Acompañé al sequito real por los pasos del Pirineo. Cuando llegamos a la frontera de Francia D. Lucio Dueñas, que se exiliaba con el rey, y un servidor nos dimos en silencio un abrazo de despedida. El cura de Alcabón siempre tan locuaz, esta vez no tenía ninguna palabra que decirme. El rey Carlos VII sí que habló. Envuelto en su capa con cuello de marta cibelina, se volvió hacia España, alzó un puño al cielo haciéndole partícipe de su juramento y exclamó “VOLVERÉ”

Yo sabía que aquel rey de opereta no iba a volver. Servidor odiaba la guerra, aunque había tenido que hacer de ella mi oficio, pero aún más odiaba a los que la entendían como un deporte. Yo luchaba para vivir un día más, aquellos aristócratas lo hacían para lucir los despojos en alguno de sus palacios, como si de la piel de un tigre se tratase. Cuando la comitiva cruzó la frontera me quité la gorra roja, la medalla y los galones que indicaban mi rango y me envolví en la vieja manta que aún conservaba de la primera vez que me eché al monte y volví grupas hacia el Sur, hacia los Montes de Toledo, mi casa.