viernes, 26 de enero de 2018

HIJOS DE LOS MONTES Libro II-HIJOS DE LOS MONTES- El Retorno


EL RETORNO



Jorge Villafranca paro un par de días en su pueblo y luego regresó a Madrid, a su cuarto de la calle del Almendro. En la pensión encontró a don Marcelino muy enfermo. El crudo invierno de ese año, la deficiente alimentación y la vida un tanto bohemia habían acabado por minar su precaria salud. Al viejo profesor, doña Virtudes le había echado de su antiguo cuarto metiendo todos sus muchos libros y escaso ajuar en el cuarto de Jorge. La casera y su hija no le habían echado de la pensión durante su enfermedad, gracias a su amenaza de escribir a Jorge para ponerle al corriente de su situación. Antes de partir el periodista le hizo entrega de la llave de su cuarto para que la usara a su absoluta discreción. Al menos tenía un lecho donde descansar, pero aquellas dos arpías hicieron que a la postre ese fuese su lecho de muerte, negándole al enfermo incluso las míseras raciones de comida que la casa dispensaba a sus huéspedes.

Jorge llegó demasiado tarde. Llamó a un médico, pero la situación era irreversible y a los dos días de su llegada Don Marcelino falleció. La beneficencia se hizo cargo del cuerpo y le dio sepultura en una fosa común en el cementerio de Carabanchel sin más asistentes al sepelio que el propio jorge y los dos funcionarios que le enterraron sin ningún tipo de ceremonial.

Todavía pretendía Doña Virtudes que un trapero se hiciera cargo de las cosas del sabio fallecido para cobrarse una supuesta deuda. Jorge le cerró la puerta de su habitación en su cara a madre e hija y no volvió a dirigirles la palabra en el escaso tiempo que permaneció en aquella cueva de víboras.

Por mediación de D. Mariano Acuña, alquiló un pequeño apartamento cerca del periódico y trasladó allí todas sus cosas y la magnífica biblioteca de D. Marcelino.

Nada más llegar a Madrid supo que Margarita, Había dado a luz una niña. Una vez instalado escribió una carta y se acercó al palacete de la calle Recoletos preguntando por Nuria la doncella. En la entrada reservada al servicio, Jorge se percató de que algo no marchaba bien. En lugar de avisar directamente  a Nuria, apareció en la puerta el mismísimo Carlos Bayón.

-¿Que desea usted de la señorita Nuria si puede saberse?- Preguntó el mulato en un tono poco amistoso.

Jorge permaneció impertérrito sosteniendo la mirada de Bayón y tomándose su tiempo antes de responder.

-Soy amigo suyo y he estado de viaje algunos meses ¿Sería usted tan amable de decirle que Jorge Villafranca quiere hablar con ella?

Ahora el que se tomó su tiempo observando al periodista de pies a cabeza fue el asistente.

-¿Jorge Villafranca el periodista del Informador? Dijo con un tono de voz que dejaba traslucir un punto de desconfianza.

-¡Si señor, el mismo para servirle a usted y a los lectores!- Dijo con su mejor sonrisa zalamera.

-Espere aquí un momento y veré lo que puedo hacer…-

Luego se perdió en el interior del caserón no sin antes dedicarle una última mirada de reojo.

Al poco rato Carlos Bayón volvió a salir.

-Creo señor Villafranca que no va a ser posible que la vea en este momento. La señora se encuentra indispuesta y Nuria la está atendiendo. -

-¿Nada grave espero?- Dijo Jorge con un tono de alarma que pareció pasar desapercibido al sagaz sirviente

-Nada en absoluto, producto del cansancio por su reciente maternidad-

Jorge hubiera dejado en ese momento que le cortasen una mano si a cambio hubiera podido ver a la mujer que amaba y a su hija.

Intercambiaron algunas frases aparentemente corteses más y Jorge se marchó del palacete de los Fuensalida con escasas expectativas de que ni tan siquiera el mulato Bayón hubiese mencionado su presencia a Nuria. Habría que cambiar de estrategia.

Al principio, en el Informador pensaron en publicar la ficha policial de Jacinto Montaleza pero era tan extensa  que hubiera ocupado casi la mitad del periódico. Se optó por un formato semanal de una página completa entre los sucesos y los ecos de sociedad que se encabezó como “Hijos de los Montes”.  Jorge quería dar más empaque a su relato, contando las circunstancias del entorno del bandido, personaje central del serial por entregas

El extraño visitante de Melilla no le había mentido en lo de que se había convertido en una auténtica celebridad en el mundo de la prensa. Por supuesto que no era la primera vez que un periodista estaba presente en una guerra, pero su implicación en la guerrilla de la Muerte y las crónicas en primera persona de las acciones en las que había participado suponían, al menos en España, una nueva manera de hacer periodismo que contó con una gran aceptación por parte de los lectores.

En la redacción percibía un nuevo registro de gruñidos dirigidos a su persona que iban desde la admiración a la envidia, cuando cruzaba en dirección a la mesa que le habían asignado, junto al despacho de Don Mariano Acuña el director.

En las tertulias que solía frecuentar antes de su partida, era tratado con gran deferencia y su opinión era escuchada por los más sesudos sabios que a ellas acudían, pero en todos aquellos templos de erudición y saber, Jorge Villafranca echaba de menos a su amigo e introductor en las mismas D. Marcelino. Hasta Vicentín Lleó se había tenido que ausentar temporalmente de Madrid por un problema de orden público en el Eslava. Pero la ausencia que más sentía Jorge no era otra que la de su amada Margarita.

Así solo en aquella urbe que se había vuelto extraña para él, Jorge comenzó con el serial por entregas sobre la vida de Jacinto Montaleza.




Estimados lectores:

Permítaseme dar pie con estas líneas a uno de los seriales por entregas más esperados de los últimos tiempos, Hijos de los Montes. Dicho serial, narra la vida, aventuras y como no decirlo… también las fechorías del célebre bandido Jacinto Montaleza conocido como “el Malasangre”.

Sin duda nuestro público conocerá este nombre al figurar el mismo con frecuencia en las celebradas crónicas sobre la reciente guerra de Melilla escritas por nuestro corresponsal Jorge Villafranca Vargas.

Si, señores lectores del Informador, es el mismo Malasangre de la guerra y de la guerrilla de la Muerte, ese que se batió con audacia inaudita hombro con hombro junto al bravo capitán José Ariza. Este último, un héroe español de los grandes, digno sucesor del Cid Campeador, Don Pelayo, Guzmán el Bueno y tantos otros de una interminable lista de preclaros varones y hembras que se pierde en la noche de los tiempos de la muy gloriosa historia patria.

La intención de este relató además de entretener al lector, es cumplir con una misión pedagógica acorde con los tiempos presentes y aleccionar a nuestros jóvenes, siempre tentados de seguir el camino torvo que conduce a la ruina y la destrucción del ser humano, de las consecuencias que infaliblemente acarrean sus actos. También pretendemos desenmascarar la injusticia social, caldo de cultivo y detonante, como en el caso que nos ocupa, de estos execrables comportamientos a los que la desesperación es capaz de conducir al individuo.

Las entregas de Hijos de los Montes serán todos los domingos en fascículos coleccionables con láminas a color sobre la vida del bandido. En estos mismos números, también se entregará un pliego recortable con la historia del vestuario de la mujer a lo largo de la historia en atención a nuestras lectoras femeninas. El precio del diario se incrementará ese día en la modesta cantidad de dos céntimos.

Mariano Acuña Satrústegui

Director del diario el Informador.






Capítulo uno de Hijos de los Montes

Madrid 27 de abril de 1894.

Jorge Villafranca Vargas.
Mi madre me dio a luz en el municipio toledano de Consuegra donde se hallaba junto a una cuadrilla itinerante que segaba las cosechas del término. Mi padre según contaba mi madre era uno de aquellos jornaleros de la cuadrilla.


Como para un recién nacido las duras condiciones en las que vivían aquellos trabajadores del campo no eran en absoluto las más adecuadas, Isabel que es así como aún se llama mi madre, decidió volverse a los Navalucillos en la comarca de los Montes de Toledo donde residían sus progenitores, claro está siempre con la promesa por parte de su compañero de reunirse con ella tan pronto como terminara la siega.

Al parecer a mi padre lo mataron de un navajazo en la taberna donde se estaba bebiendo los escasos caudales obtenidos como segador. No sé si esa historia es verdad o no, en cualquier caso, como me la contó la madre que me echó a este perro mundo yo se la cuento a ustedes.

Mis abuelos no eran ricos, pero en casa no tenían falta de lo principal. Trabajaban unas tierras que pertenecían a los dominicos y criaban algo de ganado por su cuenta.

Yo desde muy tierna edad ya andaba arreando cabras y ovejas por rañas y montes.

Mi abuela que en tiempos había trabajado en casas de gente bien, me enseño las cuatro reglas y algunas letras que yo como referiré más tarde, tuve la fortuna de poder aumentar.

Puedo decir que, si ha habido algún periodo feliz en mi vida, ese fue mi infancia en la casa de mis abuelos.

La desamortización de Mendizabal del treinta y seis y la posterior de Espartero no habían afectado a la congregación dominica de los Navalucillos. Las posesiones de los monjes eran mucho más escasas que las de otras congregaciones y estaban trabajadas con esmero por aparceros como mi familia y los propios monjes, pero en el cincuenta y cinco salieron a subasta en virtud de la nueva desamortización del ministro Pascual Madoz y mis abuelos perdieron la casa y las tierras que habían trabajado toda su vida.   

La familia se mudó al pueblo a un corral que con maña e imaginación pasó a ser casa, y todos sus miembros comenzamos a trabajar para los nuevos amos, unos señores de Madrid a los que casi nunca vimos por aquellas tierras.

El abuelo apenas se podía ganar el jornal con las escasas fuerzas que su dura vida le había dejado y mi abuela Dolores cosía, lavaba, planchaba, tejía esparto y otras mil faenas menudas que le dejaban unos míseros reales.

Mi madre, Luisa Montaleza que, aunque yo sea su hijo y esté feo decirlo, nunca tuvo mucho de aquí arriba, por esa época andaba en amores con un jaque al que llamaban Bartolo el de la Loreto, que la preñó de nuevo de mi hermana Virtudes. El tal Bartolo era amigo de los naipes y confidente de la guardia civil. A cambio de un vaso denunciaba a los vecinos que cometían pequeños hurtos o mataban algún animal del monte para completar la dieta de hambre a la que los nuevos amos nos habían condenado. No pocos amigos de la familia sufrieron palizas o dieron con sus huesos en el calabozo por unas cuantas peras medio pochas o un conejo escuálido que echar al guiso, delatados por el Hijo de la Loreto.

Como además tenía el vicio del juego, nunca tuvo dinero bastante en su roto bolsillo y un día borracho llegó y le pidió a mi madre. Lo poco que ganaban las mujeres de casa, en el caso de mi progenitora “lo nada”, se lo daban a mi abuelo. Ni corto ni perezoso, el Bartolo le pidió un par de duros al pobre viejo para saldar no se sabía muy bien qué deuda contraída con unos arrieros de Retuerta.

Ante la negativa de mi abuelo de darle aquella suma, el tipejo aquel comenzó a empujarle y en vista de que mi yayo no se arredraba, el muy cobarde con treinta años menos y arroba y media más que el pobre viejo, le propinó un puñetazo que le rompió la nariz e hizo que diera con sus huesos en el piso. Yo, con mi escasa talla y mis cortos once años no era rival para aquel energúmeno, pero sin pensármelo dos veces descolgué una hoz que había en la pared y de un solo golpe se la clavé en un muslo. El Bartolo chillaba como un cerdo al que estuvieran degollando.

Unos vecinos alertados por los gritos del jaque, vinieron a casa y al verle herido y a mi abuelo con la nariz rota enseguida supieron lo que había pasado y previendo un mal desenlace para mí en aquel conflicto, me dieron algunas de sus escasas provisiones, un cuchillo y una manta y me conminaron a que abandonase el pueblo “hasta que se calmasen las aguas”

Así pasé mi primer invierno en el monte. Mis abuelos me socorrían con alguna que otra cosa que se quitaban de la boca y que me dejaban como quien no quiere la cosa en lugares convenidos con antelación, no fuera a ser que el Bartolo o alguno de los rufianes con los que se juntaba les hubieran seguido.

Mi madre, después de que la abandonara aquel maldito jaque al que espero que Satanás haya acogido en el infierno, se entregó al vino y abandonó a su hija al cuidado de los dos pobres viejos para emputecerse con cualquiera que le diera unas monedas.

No más apuntaba ya la primavera en los campos cuando un mozo de mulas de Retuerta de Bullaque que fingió no conocerme me dio la noticia de la muerte de mi enemigo. Bartolo el hijo de la Loreto se había roto el cuello al caerse borracho del caballo yendo por el monte a Navas de Estena, que es de donde era natural.

Aquella misma noche volví a casa, besé a mi abuela y a mi pobre hermanita y me senté al lado de mi abuelo junto a la lumbre. El pobre viejo que nunca había tenido mucho lustre, se había quedado en los huesos. Su piel apergaminada y amarilla delataba su avanzada enfermedad.

-A mí me queda poco como tú ya puedes ver…-Me dijo al ver mi mirada fija en su demacrada anatomía.

Hice ademán de protestar, pero mi abuelo me mandó callar con un gesto.

-Ahora tendrás que ser tú el sostén de esta familia. Se avecinan tiempos duros, pero tú eres listo y además todo un hombre. Haz lo que tengas que hacer… Ayuda a tu abuela como ella siempre te ha ayudado a ti y mira por tu hermana para que no acabe como la pobre desgraciada de vuestra madre. -

Un par de semanas después de mi vuelta enterramos sin sacerdote ni oración al pobre anciano en una tumba vieja del camposanto de los monjes. Se llamaba Ambrosio Montaleza Sanz y no había cumplido aún los cincuenta años.