EL RETORNO
Jorge Villafranca paro un par de días en su pueblo y luego
regresó a Madrid, a su cuarto de la calle del Almendro. En la pensión encontró
a don Marcelino muy enfermo. El crudo invierno de ese año, la deficiente
alimentación y la vida un tanto bohemia habían acabado por minar su precaria
salud. Al viejo profesor, doña Virtudes le había echado de su antiguo cuarto
metiendo todos sus muchos libros y escaso ajuar en el cuarto de Jorge. La
casera y su hija no le habían echado de la pensión durante su enfermedad, gracias
a su amenaza de escribir a Jorge para ponerle al corriente de su situación.
Antes de partir el periodista le hizo entrega de la llave de su cuarto para que
la usara a su absoluta discreción. Al menos tenía un lecho donde descansar,
pero aquellas dos arpías hicieron que a la postre ese fuese su lecho de muerte,
negándole al enfermo incluso las míseras raciones de comida que la casa
dispensaba a sus huéspedes.
Jorge llegó demasiado tarde. Llamó a un médico, pero la
situación era irreversible y a los dos días de su llegada Don Marcelino
falleció. La beneficencia se hizo cargo del cuerpo y le dio sepultura en una
fosa común en el cementerio de Carabanchel sin más asistentes al sepelio que el
propio jorge y los dos funcionarios que le enterraron sin ningún tipo de
ceremonial.
Todavía pretendía Doña Virtudes que un trapero se hiciera
cargo de las cosas del sabio fallecido para cobrarse una supuesta deuda. Jorge
le cerró la puerta de su habitación en su cara a madre e hija y no volvió a
dirigirles la palabra en el escaso tiempo que permaneció en aquella cueva de
víboras.
Por mediación de D. Mariano Acuña, alquiló un pequeño
apartamento cerca del periódico y trasladó allí todas sus cosas y la magnífica
biblioteca de D. Marcelino.
Nada más llegar a Madrid supo que Margarita, Había dado a
luz una niña. Una vez instalado escribió una carta y se acercó al palacete de
la calle Recoletos preguntando por Nuria la doncella. En la entrada reservada
al servicio, Jorge se percató de que algo no marchaba bien. En lugar de avisar
directamente a Nuria, apareció en la
puerta el mismísimo Carlos Bayón.
-¿Que desea usted de la señorita Nuria si puede saberse?-
Preguntó el mulato en un tono poco amistoso.
Jorge permaneció impertérrito sosteniendo la mirada de Bayón
y tomándose su tiempo antes de responder.
-Soy amigo suyo y he estado de viaje algunos meses ¿Sería
usted tan amable de decirle que Jorge Villafranca quiere hablar con ella?
Ahora el que se tomó su tiempo observando al periodista de
pies a cabeza fue el asistente.
-¿Jorge Villafranca el periodista del Informador? Dijo con
un tono de voz que dejaba traslucir un punto de desconfianza.
-¡Si señor, el mismo para servirle a usted y a los
lectores!- Dijo con su mejor sonrisa zalamera.
-Espere aquí un momento y veré lo que puedo hacer…-
Luego se perdió en el interior del caserón no sin antes
dedicarle una última mirada de reojo.
Al poco rato Carlos Bayón volvió a salir.
-Creo señor Villafranca que no va a ser posible que la vea
en este momento. La señora se encuentra indispuesta y Nuria la está atendiendo.
-
-¿Nada grave espero?- Dijo Jorge con un tono de alarma que
pareció pasar desapercibido al sagaz sirviente
-Nada en absoluto, producto del cansancio por su reciente
maternidad-
Jorge hubiera dejado en ese momento que le cortasen una mano
si a cambio hubiera podido ver a la mujer que amaba y a su hija.
Intercambiaron algunas frases aparentemente corteses más y
Jorge se marchó del palacete de los Fuensalida con escasas expectativas de que
ni tan siquiera el mulato Bayón hubiese mencionado su presencia a Nuria. Habría
que cambiar de estrategia.
Al principio, en el Informador pensaron en publicar la ficha
policial de Jacinto Montaleza pero era tan extensa que hubiera ocupado casi la mitad del
periódico. Se optó por un formato semanal de una página completa entre los
sucesos y los ecos de sociedad que se encabezó como “Hijos de los Montes”. Jorge quería dar más empaque a su relato,
contando las circunstancias del entorno del bandido, personaje central del
serial por entregas
El extraño visitante de Melilla no le había mentido en lo de
que se había convertido en una auténtica celebridad en el mundo de la prensa.
Por supuesto que no era la primera vez que un periodista estaba presente en una
guerra, pero su implicación en la guerrilla de la Muerte y las crónicas en
primera persona de las acciones en las que había participado suponían, al menos
en España, una nueva manera de hacer periodismo que contó con una gran
aceptación por parte de los lectores.
En la redacción percibía un nuevo registro de gruñidos
dirigidos a su persona que iban desde la admiración a la envidia, cuando
cruzaba en dirección a la mesa que le habían asignado, junto al despacho de Don
Mariano Acuña el director.
En las tertulias que solía frecuentar antes de su partida,
era tratado con gran deferencia y su opinión era escuchada por los más sesudos
sabios que a ellas acudían, pero en todos aquellos templos de erudición y saber,
Jorge Villafranca echaba de menos a su amigo e introductor en las mismas D.
Marcelino. Hasta Vicentín Lleó se había tenido que ausentar temporalmente de
Madrid por un problema de orden público en el Eslava. Pero la ausencia que más
sentía Jorge no era otra que la de su amada Margarita.
Así solo en aquella urbe que se había vuelto extraña para
él, Jorge comenzó con el serial por entregas sobre la vida de Jacinto
Montaleza.
Estimados lectores:
Permítaseme dar pie con estas líneas a uno de los seriales
por entregas más esperados de los últimos tiempos, Hijos de los Montes. Dicho
serial, narra la vida, aventuras y como no decirlo… también las fechorías del
célebre bandido Jacinto Montaleza conocido como “el Malasangre”.
Sin duda nuestro público conocerá este nombre al figurar el
mismo con frecuencia en las celebradas crónicas sobre la reciente guerra de
Melilla escritas por nuestro corresponsal Jorge Villafranca Vargas.
Si, señores lectores del Informador, es el mismo Malasangre
de la guerra y de la guerrilla de la Muerte, ese que se batió con audacia
inaudita hombro con hombro junto al bravo capitán José Ariza. Este último, un
héroe español de los grandes, digno sucesor del Cid Campeador, Don Pelayo,
Guzmán el Bueno y tantos otros de una interminable lista de preclaros varones y
hembras que se pierde en la noche de los tiempos de la muy gloriosa historia
patria.
La intención de este relató además de entretener al lector,
es cumplir con una misión pedagógica acorde con los tiempos presentes y
aleccionar a nuestros jóvenes, siempre tentados de seguir el camino torvo que
conduce a la ruina y la destrucción del ser humano, de las consecuencias que
infaliblemente acarrean sus actos. También pretendemos desenmascarar la
injusticia social, caldo de cultivo y detonante, como en el caso que nos ocupa,
de estos execrables comportamientos a los que la desesperación es capaz de
conducir al individuo.
Las entregas de Hijos de los Montes serán todos los domingos
en fascículos coleccionables con láminas a color sobre la vida del bandido. En
estos mismos números, también se entregará un pliego recortable con la historia
del vestuario de la mujer a lo largo de la historia en atención a nuestras
lectoras femeninas. El precio del diario se incrementará ese día en la modesta
cantidad de dos céntimos.
Mariano Acuña Satrústegui
Director del diario el Informador.
Capítulo uno de Hijos de los Montes
Madrid 27 de abril de 1894.
Jorge Villafranca Vargas.
Mi madre me dio a luz en el municipio toledano de Consuegra
donde se hallaba junto a una cuadrilla itinerante que segaba las cosechas del
término. Mi padre según contaba mi madre era uno de aquellos jornaleros de la
cuadrilla.
Como para un recién nacido las duras condiciones en las que
vivían aquellos trabajadores del campo no eran en absoluto las más adecuadas,
Isabel que es así como aún se llama mi madre, decidió volverse a los
Navalucillos en la comarca de los Montes de Toledo donde residían sus
progenitores, claro está siempre con la promesa por parte de su compañero de
reunirse con ella tan pronto como terminara la siega.
Al parecer a mi padre lo mataron de un navajazo en la
taberna donde se estaba bebiendo los escasos caudales obtenidos como segador.
No sé si esa historia es verdad o no, en cualquier caso, como me la contó la
madre que me echó a este perro mundo yo se la cuento a ustedes.
Mis abuelos no eran ricos, pero en casa no tenían falta de
lo principal. Trabajaban unas tierras que pertenecían a los dominicos y criaban
algo de ganado por su cuenta.
Yo desde muy tierna edad ya andaba arreando cabras y ovejas
por rañas y montes.
Mi abuela que en tiempos había trabajado en casas de gente
bien, me enseño las cuatro reglas y algunas letras que yo como referiré más
tarde, tuve la fortuna de poder aumentar.
Puedo decir que, si ha habido algún periodo feliz en mi
vida, ese fue mi infancia en la casa de mis abuelos.
La desamortización de Mendizabal del treinta y seis y la
posterior de Espartero no habían afectado a la congregación dominica de los
Navalucillos. Las posesiones de los monjes eran mucho más escasas que las de
otras congregaciones y estaban trabajadas con esmero por aparceros como mi
familia y los propios monjes, pero en el cincuenta y cinco salieron a subasta
en virtud de la nueva desamortización del ministro Pascual Madoz y mis abuelos
perdieron la casa y las tierras que habían trabajado toda su vida.
La familia se mudó al pueblo a un corral que con maña e
imaginación pasó a ser casa, y todos sus miembros comenzamos a trabajar para
los nuevos amos, unos señores de Madrid a los que casi nunca vimos por aquellas
tierras.
El abuelo apenas se podía ganar el jornal con las escasas
fuerzas que su dura vida le había dejado y mi abuela Dolores cosía, lavaba,
planchaba, tejía esparto y otras mil faenas menudas que le dejaban unos míseros
reales.
Mi madre, Luisa Montaleza que, aunque yo sea su hijo y esté
feo decirlo, nunca tuvo mucho de aquí arriba, por esa época andaba en amores
con un jaque al que llamaban Bartolo el de la Loreto, que la preñó de nuevo de
mi hermana Virtudes. El tal Bartolo era amigo de los naipes y confidente de la
guardia civil. A cambio de un vaso denunciaba a los vecinos que cometían
pequeños hurtos o mataban algún animal del monte para completar la dieta de
hambre a la que los nuevos amos nos habían condenado. No pocos amigos de la
familia sufrieron palizas o dieron con sus huesos en el calabozo por unas
cuantas peras medio pochas o un conejo escuálido que echar al guiso, delatados
por el Hijo de la Loreto.
Como además tenía el vicio del juego, nunca tuvo dinero
bastante en su roto bolsillo y un día borracho llegó y le pidió a mi madre. Lo
poco que ganaban las mujeres de casa, en el caso de mi progenitora “lo nada”,
se lo daban a mi abuelo. Ni corto ni perezoso, el Bartolo le pidió un par de
duros al pobre viejo para saldar no se sabía muy bien qué deuda contraída con
unos arrieros de Retuerta.
Ante la negativa de mi abuelo de darle aquella suma, el
tipejo aquel comenzó a empujarle y en vista de que mi yayo no se arredraba, el
muy cobarde con treinta años menos y arroba y media más que el pobre viejo, le
propinó un puñetazo que le rompió la nariz e hizo que diera con sus huesos en
el piso. Yo, con mi escasa talla y mis cortos once años no era rival para aquel
energúmeno, pero sin pensármelo dos veces descolgué una hoz que había en la
pared y de un solo golpe se la clavé en un muslo. El Bartolo chillaba como un
cerdo al que estuvieran degollando.
Unos vecinos alertados por los gritos del jaque, vinieron a
casa y al verle herido y a mi abuelo con la nariz rota enseguida supieron lo
que había pasado y previendo un mal desenlace para mí en aquel conflicto, me
dieron algunas de sus escasas provisiones, un cuchillo y una manta y me
conminaron a que abandonase el pueblo “hasta que se calmasen las aguas”
Así pasé mi primer invierno en el monte. Mis abuelos me
socorrían con alguna que otra cosa que se quitaban de la boca y que me dejaban
como quien no quiere la cosa en lugares convenidos con antelación, no fuera a
ser que el Bartolo o alguno de los rufianes con los que se juntaba les hubieran
seguido.
Mi madre, después de que la abandonara aquel maldito jaque
al que espero que Satanás haya acogido en el infierno, se entregó al vino y
abandonó a su hija al cuidado de los dos pobres viejos para emputecerse con
cualquiera que le diera unas monedas.
No más apuntaba ya la primavera en los campos cuando un mozo
de mulas de Retuerta de Bullaque que fingió no conocerme me dio la noticia de
la muerte de mi enemigo. Bartolo el hijo de la Loreto se había roto el cuello
al caerse borracho del caballo yendo por el monte a Navas de Estena, que es de
donde era natural.
Aquella misma noche volví a casa, besé a mi abuela y a mi
pobre hermanita y me senté al lado de mi abuelo junto a la lumbre. El pobre
viejo que nunca había tenido mucho lustre, se había quedado en los huesos. Su
piel apergaminada y amarilla delataba su avanzada enfermedad.
-A mí me queda poco como tú ya puedes ver…-Me dijo al ver mi
mirada fija en su demacrada anatomía.
Hice ademán de protestar, pero mi abuelo me mandó callar con
un gesto.
-Ahora tendrás que ser tú el sostén de esta familia. Se
avecinan tiempos duros, pero tú eres listo y además todo un hombre. Haz lo que
tengas que hacer… Ayuda a tu abuela como ella siempre te ha ayudado a ti y mira
por tu hermana para que no acabe como la pobre desgraciada de vuestra madre. -
Un par de semanas después de mi vuelta enterramos sin
sacerdote ni oración al pobre anciano en una tumba vieja del camposanto de los
monjes. Se llamaba Ambrosio Montaleza Sanz y no había cumplido aún los
cincuenta años.