viernes, 23 de febrero de 2018

HIJOS DE LOS MONTES Libro II-HIJOS DE LOS MONTES-REENCUENTRO



REENCUENTRO



Raro era el día en que Vicente Lleó no se pasaba por el periódico o por casa de Jorge, preocupado por el equilibrio emocional de su amigo tras haberle confesado sus cuitas.

Era viernes y al día siguiente se estrenaba una nueva ópera en el Real, Cavaleria Rusticana una obra de un autor italiano llamado Pietro Mascagni que había triunfado ya por todo el mundo

Jorge nunca había acudido a una representación en el Teatro Real y no le interesaba demasiado la ópera, pese al entusiasmo del músico valenciano que exhibía orgulloso un par de entradas de butaca de patio.

- ¡Tienes que venir Jorgito! No veas tú lo difícil que ha sido conseguirlas. Podía haber conseguido entradas para cualquier otra representación, pero merece la pena ir al estreno, además, asiste todo el que es alguien en Madrid ¿Cómo iba a faltar el periodista de moda? -

A regañadientes Jorge se dejó convencer y aquella misma tarde se pasó por el Eslava a probarse un viejo frac del guardarropa. La levita estaba algo gastada, pero a Jorge le sentaba como un guante.

- ¡Joder macho! Te falta un sombrero de copa y si te ve Cánovas te ficha como la nueva joven promesa para el partido conservador. - Dijo Lleó con un deje de admiración ante el magnífico aspecto de su amigo.

A la noche siguiente quedaron en la misma taberna donde Jorge solía comerse los bocadillos de entresijos con su amigo y mentor don Marcelino. Su elegante aspecto chocaba en aquel humilde local, incluso el propietario que conocía de sobra a Jorge Villafranca de sus muchas visitas cuando vivía en la casa de huéspedes de doña Virtudes en la cercana calle del Almendro, al principio le tomó por un joven aristócrata calavera de turné por el Madrid castizo.

Terminaron de cenar y encaminaron sus pasos hacia el Real. Decenas de carruajes elegantes de los que descendían enjoyadas damas y encopetados caballeros, formaban una larga fila ante la puerta del teatro. Una muchedumbre de curiosos se agolpaba junto a las puertas retenidos por un cordón de guardias.

Vicente Lleó y Jorge Villafranca llegaron a pie justo cuando bajaban de sus coches el presidente del gobierno Práxedes Mateo Sagasta y Cánovas del Castillo jefe del partido liberal y de la oposición. Ambos próceres entraron juntos en el teatro como los amiguetes que eran, escenificando el conchaveo que suponía el turno de partidos y la supuesta “democracia” por la que se regía el reino de España. El periodista y el músico esperaron a un lado a que entrasen aquellos importantes personajes y su séquito y luego se dispusieron a entrar.

- ¡ES JORGE VILLAFRANCA, EL PERIODISTA DEL INFORMADOR! - Dijo alguien entre el público que se agolpaba a los lados de las puertas. Numerosos aplausos y algún que otro silbido sonaron al paso de los dos amigos.

-Macho saluda… que aquí hay unos cuantos de los que sostienen tu vida de maharajá. - Dijo Lleó con evidente jolgorio ante el estupor del periodista nada acostumbrado a la exposición pública y que tuvo que forzar una sonrisa mundana y alzar la mano para saludar.

Ya acomodados en sus butacas. El músico explicaba el programa a su amigo neófito en temas operísticos cuando en la sala mandaron guardar silencio, acababa de hacer acto de presencia la reina regente. Todo el teatro se puso en pie cuando la orquesta interpretó los primeros acordes del himno nacional. Luego María Eugenia de Habsburgo respondió con un saludo a los aplausos de la concurrencia y comenzó Cavaleria Rusticana.

La música era envolvente y llena de matices. A Jorge todo le emocionaba y le llamaba la atención. Estaba sonando un bellísimo intermezzo del que Vicente Lleó le había advertido que era la pieza central de aquella ópera, la principal obra de un joven y prometedor compositor italiano, Pietro Mascagni, al que muchos coronaban como el sucesor del gran Giuseppe Verdi, cuando en un palco que hasta hacía poco había permanecido vacío la vio.

Sin duda era ella, la bella y triste Margarita Marlasca que asistía impertérrita a la representación. A su lado, muy erguido en su asiento, don Emiliano Fuensalida y tras ellos la figura maciza de Carlos Bayón.

En un momento dado la mirada de Margarita se cruzó con la suya e incluso creyó percibir como esta palidecía súbitamente. Fue un momento fugaz, pero Jorge estaba seguro de que le había visto.

Finalmente, la ópera terminó con una cerrada ovación por parte del público, teniendo los intérpretes que salir a saludar hasta en seis ocasiones. Vicente le propuso a su amigo tomar una copa de cava, un vino espumoso fabricado en la catalana comarca del Penedés que pretendía competir en las celebraciones elegantes con el champagne francés, pero Jorge sólo tenía una idea fija en la cabeza, encontrarse cara a cara con su amada.

En el hall del Teatro Real, la alta sociedad se codeaba con los músicos. El valenciano conocía a muchos de ellos, todos grandes virtuosos pero que en numerosas ocasiones tenían que completar sus menguados ingresos actuando en el Eslava o incluso en tugurios de mala muerte como Casa la Flaca. Vicente Lleó se movía entre la gente del mundillo como pez en el agua. A los corros con los músicos también se acercaban conocidos personajes de la política. En uno de aquellos corrillos estaba el director Acuña charlando animadamente con don Francisco Silvela.  Al verle don Mariano le hizo un gesto para que se acercase a lo que Jorge no pudo substraerse. La división del partido conservador entre canovistas y silvelistas era aún un tema de candente actualidad y que a un periodista le presentasen a un político tan importante y que pudiera departir con él sobre la actualidad del país, sin duda era un salto de calidad dentro de su profesión, pero Jorge seguía vigilando con el rabillo del ojo la sala por si aparecía su amada.

Justo mientras Francisco Silvela elogiaba la crónica que Jorge había hecho de la guerra de Melilla, apareció en escena Emiliano Fuensalida con Margarita y el inseparable mulato que caminaba tras la pareja como una sombra.

Como el veterano político viera que Jorge desviaba el foco de atención de su persona se volvió viendo al Marqués y su compaña que se dirigían presurosos hacia la puerta y levantó la mano a modo de saludo. Reprimiendo un gesto de fastidio, el diputado cordobés se acercó al grupo donde estaba uno de los hombres fuertes de su partido y el influyente director de el Informador, un diario de tirada nacional.

Tras intercambiar algunas impresiones superficiales sobre la representación que acababan de presenciar y algunas agudezas políticas celebradas con sonoras risas falsas, don Mariano Acuña presentó a Jorge al marqués de Fuensalida.

- ¡Encantado joven! Celebro mucho conocerle. Mi señora es una gran seguidora de su trabajo sobre la reciente guerra de África y también lee lo que está escribiendo sobre ese bandolero… Montaleza creo recordar que se llama. -

A Jorge le dio un vuelco el corazón cuando don Emiliano mencionó a Margarita.

-Querida acércate que vas a conocer a ese periodista al que tanto admiras-

El diputado cordobés hizo las presentaciones. Margarita se acercó con la mirada baja y Jorge se recompuso un tanto, tomó la mano de la dama e inclinó levemente el torso a modo de saludo. Los dos se miraron y sus ojos mantuvieron un diálogo más intenso que cualquiera anterior que ambos hubieran mantenido con nadie. Un silencio incómodo se instaló en el grupo.

Francisco Silvela se despidió de los presentes, los marqueses de Fuensalida también se fueron y se quedaron solos el director Acuña y el periodista. A punto estaba de endosarle una filípica don Mariano a Jorge, cuando llegó Vicente Lleó, que había presenciado la escena unos metros más atrás, al rescate de su amigo.

-Hombre Jorgito… ¿Estás aquí? Don Mariano, mucho gusto en saludarle. -

-Buenas noches don Vicente ¿Qué tal marcha su nueva aventura empresarial en el mundo de la noticia impresa? - Dijo el director con sorna, sabedor del fracaso del periódico que el valenciano había intentado abrir.

- ¡Viento en popa don Mariano, viento en popa! Estoy pensando en robarle a Jorge Villafranca, pero su lealtad a el Informador es tan inamovible, como el macizo de Peñalara. -

Un poco de esgrima verbal después, el músico consiguió arrancar de las garras del director a su amigo y ambos se perdieron en la noche madrileña.











Capítulo 4 de Hijos de los Montes

Madrid 18 de mayo de 1894

Jorge Villafranca Vargas



Partes de los cadáveres descuartizados de Pelopincho y el Pastor fueron expuestas en los cruces de caminos, una práctica que llevaba décadas olvidada. Las autoridades querían acabar con los bandoleros y a los pobres, meterles el miedo en el cuerpo. Se dictó un bando poniendo en busca y captura a todos los miembros de la partida. Por los hermanos ofrecieron trescientas pesetas cada uno y cien por el resto.

 Toda la guardia Civil de Toledo, Ciudad Real y Cáceres nos buscaba. Con las recompensas surgieron los delatores como las setas en otoño después de la lluvia. Tenía vigiladas a las familias de los miembros conocidos y a las de los que se sospechaba que podían pertenecer a la banda de los Juanotes. Muchos fueron los que cayeron en sus propios pueblos, tantos que en la majada de horcajo de casi una treintena de integrantes de la banda antes del atraco solamente quedábamos doce. A más tocamos pensé y además en una comarca tan pobre no habían de faltar nunca buenos candidatos a bandolero. Pero lo primero era lo primero, había que demostrar en los Montes quien seguía mandando y para eso había que escarmentar a los chivatos.

Todavía contábamos con lealtades. Unas verdaderas, motivadas por los agravios de los poderosos y la administración, otras compradas con dinero y las más forjadas por el miedo. En cada pueblo y aldea, desde Consuegra hasta la frontera de Portugal sabíamos quien había vendido a los nuestros.

Llegábamos por la noche e íbamos directos a la casa de los delatores. En aquellas fechas dejamos bastantes huérfanos y viudas. Respetábamos a mujeres y niños, pero les despojábamos de sus míseros bienes y quemábamos sus casas.

El invierno lo pasamos en el corazón de la sierra cobijándonos de los rigores de la estación en unas cuevas junto al Rocigalgo que muy pocos conocían. Hacíamos planes de los nuevos golpes que daríamos con la primavera. No nos faltaba nada que pudiéramos desear. Teníamos comida, vino y mujeres que de buen grado nos habían acompañado a nuestro retiro serrano.

Una mañana de febrero aún fría, me desperté con las primeras luces. El que ha pasado mucho tiempo en el monte se acostumbra a los sonidos del mismo y yo esa mañana yo los echaba a faltar. Hice como que no me daba cuenta y entré en el entramado de cuevas y advertí a mis compañeros para que se armaran y se prepararan para un ataque.

Antes de que nos pudiéramos dar cuenta se nos echaron encima. Eran casi cincuenta jinetes y tiradores apostados en las peñas que nos rodeaban. Antes del alba habían eliminado a los compañeros que hacían guardia. A su cabeza galopaban D. Jeremías que era el nuevo gobernador civil de Toledo y el capataz Salvador Trives.

Gracias a mi aviso pudimos repeler inicialmente el ataque y ensillar prestos los caballos. Era casi imposible salir de aquel embudo, así que para evitar que nos dispararan arremetimos contra los jinetes. En un choque hombre contra hombre, animal contra animal los tiradores apostados en las alturas no podían hacer fuego a riesgo de alcanzar a los suyos. Así pudimos escapar con muy pocas bajas y dispersarnos por la sierra.

En aquel asalto era patente la mano del capataz. D. Jeremías, por muy gobernador civil que fuese no habría sido capaz de planear una acción así ni en diez vidas. D. Salvador Trives al contrario que el propietario, era un hijo de los montes como nosotros y sabía bien como pensábamos y actuábamos.

En poco tiempo volvimos a reunir la banda y cuando la jara blanqueaba de flores decidimos tomar de nuevo el camino de la venganza.

Para no quedarse aislado en medio de la nada D. Salvador se había mudado con su familia de la casona de la dehesa a su antigua casa en los Navalucillos, justo en el centro del pueblo con el ayuntamiento, la guardia civil y muchos vecinos a su alrededor. Era del todo imposible hacerse con su persona sin alertar a todo el pueblo. Así pensaba el capataz que podía dormir tranquilo con nosotros aun libres.

Llegamos una noche sin ruido, redujimos a los centinelas y atrancamos desde fuera las puertas del cuartel de los civiles y el ayuntamiento, luego fuimos a casa del capataz y le sacamos a la calle. Ningún vecino se atrevió a asomar el morro. Fieles a nuestra política pensábamos ejecutarle, saquear y quemar la casa, pero respetando a su familia.

Recorría yo las habitaciones con un candil y un revolver cuando tras abrir una de las puertas encontré allí al hijo de D.  Salvador, el mismo que haciendo trampas en el sorteo del servicio militar se tenía que haber ido a Filipinas en lugar de un servidor. Tras Manuel, que así se llamaba mi quinto el hijo del capataz, se ocultaba una mujer en camisón. Al principio no la reconocí, pero cuando le acerqué la luz no me cabía ya ninguna duda.

-Laura… ¿Qué haces tú aquí? - Pregunté con la esperanza de que ella negara lo evidente

- ¿Jacinto? ¿Eres tú? -

-Sí- Dije yo bajándome el pañuelo que me cubría el rostro.

-No sabía nada de ti Pensaba que habías muerto y él me pidió matrimonio…-

Laura y yo nos mirábamos en silencio durante un rato que a mí me pareció eterno, cuando de improviso Manuel Trives que hasta entonces había estado quieto paralizado por el miedo, hizo ademán de alcanzar algo en la mesilla. En un acto reflejo mi dedo apretó el gatillo y el hijo del capataz cayó muerto inmediatamente junto a la cama. Retrocedí mirando a mi antiguo amor y me di la vuelta. Resonaba aún el llanto de Laura a mis espaldas cuando salí de la casa como un sonámbulo. En el porche me di de bruces con las botas de D. Salvador que colgaba de una viga.

Desalentado, en la calle, pude ver como un par de mis compinches lanzaban antorchas al interior de la vivienda, en ese instante me acorde de que Laura seguía aun dentro y quise volver para salvarla, pero el brazo de hierro del Juanote me lo impidió. Después huimos de los Navalucillos, mientras los vecinos trataban de apagar el incendio para que no se extendiera a sus propias casas.

Nunca había matado antes a otro ser humano. Había estado implicado en muchas escaramuzas y había disparado mi arma, pero me constaba que yo nunca hasta entonces había matado a nadie. Les conté a los Juanotes lo que había ocurrido dentro de la casa.

-No ha sido culpa tuya. Te tenías que defender y en cuanto a tu novia tampoco podías hacer nada ya. No te hagas mala sangre…- Así es como nació el apodo que desde entonces llevo “el Malasangre”

Después de entrar en los Navalucillos y acabar con D. Salvador, ya nadie se atrevía a oponérsenos. Los grandes propietarios preferían pagar a enfrentarse a nosotros y las autoridades poco podían hacer contra unos hijos de aquellos montes de los que nunca se sabía a ciencia cierta donde estaban ni donde iban a volver a actuar.

Algún tiempo después llegó a mis manos un periódico donde se recogía la crónica del asalto. En el interior de la casa encontraron los cuerpos carbonizados de Laura y de Manuel con un tiro en la cabeza, este último sostenía en su mano un crucifijo.




jueves, 8 de febrero de 2018

HIJOS DE LOS MONTES Libro II-HIJOS DE LOS MONTES-CONFESIÓN


CONFESIÓN



Jorge meditaba sobre las palabras de su jefe “hay asuntos que a usted aún le vienen demasiado grandes”. El desconocido intruso de Melilla le había dicho casi las mismas palabras ¿Tendrían algún tipo de relación el director acuña y el hombre de Melilla? Se rumoreaba en la villa y corte que el director de el Informador era un miembro activo de la masonería. Jorge sabía poca cosa con relación a los masones, solamente que era una organización condenada por la iglesia católica y que el secreto presidía siempre sus actividades. También recordó que a los primeros grupos de francmasones del anterior siglo se les denominaba “sociedades de amigos del país”. “Considéreme un amigo del país” le había dicho el desconocido del grueso bigote cuando le había requerido su nombre. Aun así, el desconocido afirmaba saber “todo” en su relación con los marqueses de Fuensalida y el director se sorprendió bastante al ver a Nuria en la redacción por lo que decidió descartar cualquier conspiración o cualquier relación entre ambos hombres, que no se parecían más a ojos vista que en la exuberancia de sus bigotes.

Durante los siguientes días trabajó en casa yendo solamente un rato al día al periódico. Le había dado su nueva dirección a Nuria y esperaba recibir noticias pronto.

Un hecho vino a romper la rutina y la desazón que a partes iguales presidían la vida de Jorge Villafranca. Después de lo que entendió como una espantada por un tema de deudas o de faldas o de una combinación de ambos factores, volvía a Madrid su querido amigo Vicente Lleó.

El músico había ido a la pensión de Doña Virtudes y esta le había hablado pestes del periodista con apelativos tan delicados hacia su persona como “mamarracho”, “ladrón”, “sinvergüenza”, etc. Vicentín al colegir que aquella arpía no tenía las señas de su antiguo huésped, la dejó con la palabra en la boca y fue al periódico, donde le indicaron su nueva dirección.

-Jolines Jorgito ¡Vaya palacio! Qué envidia me das. Una casa de las de verdad con cocina, baño y hasta balcón. Estoy por dejar el despacho del Eslava y venirme a vivir aquí contigo-

-Cuando tú quieras. Si algún día te persigue la policía, una mujer, su marido o los dos… ya sabes donde tienes tu casa. -

-Uhm… ¿Acogerme a sagrado en una casa de la burguesía? Lo mismo cualquier día te tomo la palabra. Dijo Lleó dándose una vuelta por el salón como si estuviera evaluando la calidad del mobiliario.

-Por cierto ¡La que has liado con lo de la guerra del Margallo ese! Estábamos solos un gato de nombre Giuseppe Verdi y un servidor en una masía rodeada de naranjos y hasta nuestro retiro huertano llegaban noticias de tus hazañas en los territorios de ultramar.

-Menos coña Vicente que las he pasado muy putas…-

- Ya lo supongo… por eso me vas a invitar a cenar y luego te voy a llevar a los peores tugurios de la Villa para que te emborraches bien y sueltes todo lo que tienes dentro ¡Que tienes la misma cara que un arenque de barril! -

El periodista no tenía el cuerpo y menos el espíritu para muchas fiestas, pero ante la insistencia de su amigo no pudo menos que aceptar.

Cenaron los dos en una taberna junto a la puerta del Sol y luego asistieron a la representación nocturna del Eslava, finalmente fueron a un espectáculo musical en el nuevo antro de moda ahora que la Casa de la Flaca la habían cerrado por orden del ministerio de la gobernación tras la visita del marqués de Fuensalida, el conde de Romanones y los otros diputados

- ¿Qué es lo que te pasa Jorge? ¿Qué han hecho de ti allí en Melilla? - Preguntó el músico a su amigo preocupado por su hermetismo, una actitud cuanto menos chocante en una persona alegre y vital como el Jorge que conocía de antes del viaje.

Jorge exhaló un largo suspiro y dijo dispuesto a revelarle a su amigo la carga que tanto tiempo había mantenido oculta.

- ¿Por dónde empiezo? -

-No sé… empieza por el principio. -

Jorge Villafranca narró los hechos de su vida que permanecían secretos para el resto del mundo: su amor por Margarita Marlasca y el actual estado de su relación, los hechos que había presenciado y los hechos de los que había sido participe en la guerra de Melilla, sus sospechas y sus certezas sobre los asuntos turbios en los que se había visto involucrado.

Jorge temía que su amigo respondiera a su sincera confesión con frivolidad, pero en absoluto fue así.

Perdóname Jorge. Tiene que ser muy difícil vivir con tantos secretos. La verdad es que no se ni que decirte… bueno si: que sepas que cuentas con todo mi apoyo para lo que necesites y por supuesto con mí absoluta discreción.

Aun estando sus problemas muy lejos de solucionarse a Jorge Villafranca le vino muy bien poder sincerarse con alguien.  



















Capitulo 3 de Hijos de los Montes

Madrid 11 de mayo de 1894

Jorge Villafranca Vargas



Después de perder para siempre lo que quedaba de mí familia, me interné en lo más profundo de la cordillera con intención de pasar el resto de mis días, los cuales aventuraba cortos, como un renegado condenado a vivir al margen de la sociedad. Pronto conocí por aquellos pagos a gente en mí misma situación. Muchos desertores, algunos fugitivos por deudas o delitos de poca monta y unos pocos más mayores que el resto que llevaban tiempo dedicándose al bandolerismo de una forma profesional.

El líder de los bandoleros era un tipo grande llamado Juan Maroto Fresneda, conocido como el “Juanote”. Por extensión todo el grupo delictivo era conocido como la banda de los Juanotes e incluso un hermano de este de nombre Nicolás que también se encontraba entre los renegados era conocido como “el Juanote pequeño” o “Juanote chico”.

Los Juanotes ayudaban a los que habían acabado en el monte y siempre que podían socorrían con dinero o cosas robadas a las familias de estos (No todas las veces les era posible y en algunos casos cuando se sabía que alguna familia tenía algún miembro en la partida, esta sufría la represalia de las autoridades y en muchos casos de los vecinos víctimas de sus delitos)

Aquellos bandidos tenían toda una red de silencios tejida a su alrededor. Contaban con confidentes por toda la provincia de Toledo y las vecinas. En un lugar remoto y mal comunicado como los Montes de Toledo ellos eran para muchos la ley y la justicia. Justicia y ley tan imperfecta como la oficial porque a instancias de algunos grandes propietarios que les pagaban un “impuesto” no dudaban en acogotar a los pobres aparceros que levantaban la voz contra los caciques.

Yo que nunca había visto más de tres monedas juntas en mi mano comencé a manejar cantidades importantes de dinero. Siempre por donde íbamos había comida, vino y mujeres para los Juanotes. Sólo había que obedecer las órdenes fueran estas las que fueran ¡Pobre del que no lo hiciera o traicionase a la partida! Aquellos hombres eran implacables. Así, de la noche a la mañana, me vi empuñando un arma y usándola contra mis semejantes.

En la lucha armada yo era un neófito, pero en cuanto a sobrevivir en monte, poco o nada me podía enseñar nadie. También era buen jinete. Soy pequeño, aunque bastante fuerte para mi tamaño y siempre he tenido muy buenos reflejos. Con un poco de aprendizaje, pronto Juanote y su hermano me consideraron un miembro valioso de la banda, aunque todavía no confiaban en mí a la hora de tomar decisiones.

Un día me encaré con el líder de la partida y cortándole el paso le espeté lo siguiente:

-Quiero ser uno de los que se llevan la parte grande ¿Qué es lo que tengo que hacer? -

Me miro desde sus más de dos varas de alto con cara de pocos amigos y dijo:

-Búscanos un trabajo que nos dé un botín de mil reales y hablamos. Ahora apártate de mí paso si no quieres lamentarlo. -

El órdago estaba echado, sólo quedaba elegir el golpe y que este respondiese a las expectativas. Una idea de cuál podía ser aquel golpe llevaba mucho tiempo rondando por mi cabeza y al día siguiente se lo comunique al sanedrín de los bandidos.

-Muchos de vosotros conocéis la casa grande en la dehesa de los Frailes esa que construyeron con las piedras del viejo monasterio. Allí es donde vive D. Salvador Trives y su familia, también viven en unas casas que hay al lado un par de guardas y sus familias. -

-¿Y qué quieres que robemos la vajilla y cuatro aperos?- Dijo el Juanote burlón provocando la carcajada del resto de bandoleros.

-No veo de donde van a salir los mil reales de botín muchacho. El capataz maneja dinero, pero no tanto y el resto son tan solo unos pobres muertos de hambre. No merece la pena el riesgo- Dijo el Juanote pequeño en un tono algo más conciliador que el de su hermano.

-Eso que dices tú es verdad, pero lo que ninguno sabéis es que por estas fechas siempre viene el verdadero dueño de las tierras a cazar, un tal D. Jeremías Alonso que es diputado a Cortes. Normalmente no viene solo, le acompaña un grupo de amigos suyos de Madrid, todos gente importante y de dinero. -

-Lo que dices es interesante, pero seguro que están protegidos por un ejército de escopeteros y la mitad de la guardia civil de Toledo- Dijo otro bandido, uno al que conocían como “el Pastor de los Yébenes”

La acción tendría que hacerse con un grupo pequeño. Entrar y salir. Yo conozco a la perfección todo aquello, también conozco a los vecinos y se de muchos antiguos aparceros de los frailes a los que D. Jeremías y su capataz han perjudicado.

Los bandidos se miraron entre ellos asintiendo, luego Jacinto Montaleza un muchacho bajito de apenas dieciocho años pasó a detallarles su plan.

En el asalto a la casa intervendrían solamente cinco hombres: los dos hermanos Juanotes, el Pastor de los Yébenes, Matías “Pelopincho” y el propio Montaleza. Dos hombres les esperarían con caballos rápidos en un lugar convenido de la dehesa y el resto de la partida les estaría esperando cerca de la cueva en había pasado Jacinto Montaleza su primer invierno solo en el monte con el fin de cubrir su retirada a la serranía si les perseguían las fuerzas del orden.

Informada por un vecino, la partida supo que D. Jeremías y sus invitados se encontraban en la casa. Eligieron una noche sin luna dos días después de la llegada de estos. El asalto a la casa grande de la dehesa de los Frailes estaba en marcha

Un fuerte viento mecía con violencia las copas de las encinas llevándose con él el ladrido de los perros y cualquier otro ruido que pudiera alertar a los que montaban guardia. La mayoría se encontraban a resguardo de los elementos pegados a uno de los muros donde habían encendido una gran hoguera y una pareja de guardias civiles designada por un sargento daba vueltas alrededor del edificio

Esperábamos escondidos tras las jaras. Los dos guardias, bien arropados en sus capotes verdes pasaron muy cerca sin vernos. Yo fui el primero en alcanzar la tapia trasera y saltarla, luego me siguieron el resto. Forzamos una ventana y penetramos en la casa los cinco.

Embozados y con las armas a punto recorrimos los pasillos en la dirección de la que provenía el ruido de voces.  En un gran salón muy iluminado y lleno de humo de cigarros, un grupo de unas veinte personas hablaban y reían ajenos al peligro que les acechaba.

- ¡QUE NADIE SE MUEVA O DISPARAMOS! - Dijo el Juanote con voz de trueno a los pasmados ocupantes del salón.

- ¡PERO COMO SE ATREVEN A SEMEJANTE ATROPELLO! - Dijo un individuo calvo con pobladas patillas acercándose imprudentemente al jefe de los bandidos.

El Juanote sin mediar palabra propinó un culatazo al sujeto que le interpelaba haciendo que este diera con sus huesos en el suelo.

-Si alguien más quiere protestar por nuestra visita, la próxima vez le va a contestar mi amiga la de los ojos negros- Dijo encañonando con su escopeta uno a uno al resto de asistentes a la velada.

Todos optaron por callar y nos pusimos con diligencia a desvalijarles. D. Jeremías, que era quien yacía maltrecho en el suelo, y sus invitados depositaron uno a uno sus objetos de valor en los sacos que les tendíamos. Luego les atamos y amordazamos para que no pudieran dar aviso a los guardias durante nuestra huida.

Mientras los Juanotes y un servidor nos ocupábamos de esta tarea, el Pastor y Pelopincho comenzaron a recorrer el resto de las dependencias de la casona para sustraer todo lo que encontrasen de valor. En una de las habitaciones estaba una mujer joven que dormía ajena a lo que estaba sucediendo en el piso de abajo. El Pastor de los Yébenes sujetó a la chica por las muñecas mientras Pelopincho le tapaba la boca y le subía el camisón. Ambos consumaron la violación de la muchacha, que luego resultó ser la hija del diputado.

El propio Juanote buscando a sus hombres para emprender la huida les descubrió cometiendo aquella execrable acción.

- ¿QUÉ ESTAIS HACIENDO? ¡MISERABLES! NOS VAMOS…- Dijo con un gesto de asco hacia aquellos dos infames. Luego con toda la delicadeza de que era capaz un hombre de su clase amordazó y ató a la conmocionada mujer.

Ya fuera de la casa el viento se había calmado un tanto. Un perro que andaba cerca de las casas de los guardas percibió nuestro olor y comenzó a ladrar con insistencia. Al momento todos los canes de la contornada se sumaron a su compañero alertando a los guardias civiles y a los guardas de la finca.

El capataz Salvador Trives salió a medio vestir armado con su escopeta, alcanzando a ver como unas sombras se escabullían en dirección a la dehesa.

-NOS ESTAN ATACANDO, NOS ESTÁN ATACANDO…- Gritó mientras descargaba su arma contra las sombras que huían.

La guardia civil hizo fuego en la misma dirección que el capataz. Se pusieron a punto los caballos disponibles y un grupo guiado por D. Salvador y sus hombres salió en pos nuestro, pero no pudieron darnos alcance.

Con las primeras luces comenzaron a buscar rastros y dieron con el cuerpo de uno de los asaltantes abatido por un disparo en la cabeza. Fue identificado como Matías Santos alias “Pelopincho”, un antiguo carbonero de la zona con un largo historial delictivo.

-Han sido los Juanotes- afirmó categórico el sargento de la guardia civil. -

Una bala surgida de la nada había alcanzado a Pelopincho cuando estábamos huyendo hacia los caballos.

-Está muerto. No se puede hacer nada- dijo Juanote viendo las heridas de su compinche.

Cogimos su saco y continuamos nuestro camino.  Los caballos estaban escondidos en una pequeña hondonada junto a un arroyo. Montamos y emprendimos camino hacia la cueva donde nos esperaba el resto de la banda.

El botín superó con mucho nuestras expectativas. Relojes buenos y alhajas, muchas monedas y billetes de banco y otros muchos objetos valiosos robamos aquella noche. Era difícil de calcular el valor de todo aquello, pero excedía con mucho los mil reales. El coste había sido alto, pero nadie parecía echar de menos a Pelopincho, ni siquiera su inseparable compañero el Pastor de los Yébenes.

- ¡La cosa se va a poner muy fea! Mi hermano y yo vamos a ir a Portugal a vender todo esto mañana mismo. El dinero lo repartimos ahora y os recomiendo a todos que cambiéis de aires un tiempo. El resto lo repartiremos a mi vuelta en seis semanas, en la majada de Horcajo de los Montes, la que está al pie de la chorrera. El que no esté allí que se olvide de su parte. -

Yo y algunos otros nos marchamos con los hermanos Juanotes a Portugal. Mi hermana estaba en un orfelinato y de mi madre no sabía nada desde hacía más de un año y prefería no saber… los demás, con el dinero conseguido, corrieron a ver a sus mujeres, novias o familia. Yo me acordaba mucho de Laura y soñaba con juntar bastante dinero y que los dos nos fugásemos a América, donde podría montar un negocio y empezar de nuevo.

Antes del amanecer El jefe de los bandidos acompañado por su hermano y otros dos más inmovilizaron al Pastor de los Yébenes que dormía sobre una manta en el suelo. El Juanote abrió una navaja que guardaba en su fajín y se la enseñó a su aterrorizado compinche.

- ¿Que habíamos dicho en este golpe, te acuerdas? Sólo la violencia justa… era un robo, nada más, pero tú nos has echado encima a media guardia civil de Toledo y ya sabes lo que hacemos aquí con quienes no cumplen las órdenes…-

Sin mediar más palabras los bandidos separaron las piernas del Pastor de los Yébenes y Juanote le cortó sus partes, luego ordenó a sus hombres que atasen al violador a un árbol y allí le abandonamos para que se desangrase. Una vez ejecutada la sentencia de la partida, nos perdimos en las montañas.


viernes, 2 de febrero de 2018

HIJOS DE LOS MONTES Libro II-HIJOS DE LOS MONTES-NOTICIAS


NOTICIAS



Jorge sabia de antes de su viaje, que Nuria tenía libres los lunes a partir de las cinco de la tarde y apostado en las cercanías del palacete de los marqueses de Fuensalida esperó por si la doncella y confidente de su amada salía a dar un paseo. Estuvo toda la tarde vigilando la casa a distancia, pero ni señal de la muchacha. Estaba desesperado y tentado incluso de hacer una locura como asaltar el palacio una noche. Desconfiaba de todo y todos, incluso del amor que aún le pudiera tener Margarita Marlasca.

Viendo infructuosa su vigilancia, frustrado y triste encaminó sus pasos a la calle del Barquillo, a la redacción del Informador. Aunque era infinitamente más cómodo su nuevo apartamento que el cuarto de la pensión de la calle del Almendro, echaba de menos su vista sobre los tejados del Madrid de los Austrias por eso prefería la redacción al piso para escribir.

Cruzó la redacción en silencio y en su mesa se enfrascó en el estudio de sus notas para escribir la nueva entrega de Hijos de los Montes cuando salió de su despacho D. Mariano

-¡HOMBRE VILLAFRANCA! CON USTED QUERÍA HABLAR YO…-

-Buenas tardes D. Mariano, pues usted dirá.

-MUY BIEN EL PRIMER CAPÍTULO, LAS VENTAS HAN SIDO MAGNÍFICAS Y LAS CRITICAS EN GENERAL HAN SIDO BUENAS SALVO, CLARO ESTÁ, LOS CUATRO ENVIDIOSOS DE SIEMPRE, PERO HE ECHADO A FALTAR UN POCO MÁS DE ACCIÓN. IGUAL CON LO DE LA GUERRILLA DE LA MUERTE NOS TIENE USTED UN POCO MAL ACOSTUMBRADOS…

-Bueno, si es acción lo que le gusta a los lectores creo que con las aventuras de Montaleza y sus compinches van a ir más que bien servidos… pero si usted me lo permite ¿No correremos el riesgo de acabar siendo un diario sensacionalista? -

- ¿SENSACIONALISTA? ACORTELÉ USTED EL SUFIJO Y LO DE “SENSACIONALISTA” Y LO DEJAMOS TAN SOLO EN “SENSACIONAL”

DEJEMÉ QUE LE DIGA UNA COSA QUERIDO MUCHACHO: HEMOS… MEJOR DICHO USTED HA CREADO UNA NUEVA MANERA DE HACER PERIODISMO DE GUERRA EN ESTE PAÍS. -

En estas y otras reflexiones a voz en grito andaba D. Mariano Acuña, cuando una mujer joven y bastante bonita entró en la redacción preguntando por Jorge. Era Nuria, la doncella de su amada Margarita, que cubría su rostro con una mantilla. Le indicaron la mesa y cruzó la redacción entre los murmullos de los que allí trabajaban.

Nuria se levantó la mantilla ante unos asombrados Jorge Villafranca y D. Mariano Acuña. Tras un momento de duda, el periodista hizo las preceptivas presentaciones:

-Don Mariano, le presento a Nuria… Nuria Fernández, mi novia-

El director emitió un gruñido entre el escepticismo y la satisfacción ante la agradable presencia de la muchacha, luego entro en el despacho. Dos docenas de miradas inquisitivas de la plantilla de el Informador se clavaban en ambos jóvenes, que optaron por seguir su conversación en la calle. 

- ¡Por favor, quedémonos en el portal! Me pueden haber seguido- Dijo la doncella de los marqueses.

-Mi señora está bien y la niña también. Se llama Teresa y es una preciosidad. El marqués y su hijo, que de tontos no tienen un pelo, sospechan algo. Tienen restringidos todos los movimientos del servicio. Yo me he enterado de tu visita al palacete por la cocinera. -

- Margarita te manda todo su cariño. No te ha podido escribir porque el marqués le ha puesto una niñera, bueno… más bien una carcelera, que acompaña a todas horas a las dos y le informa de cualquier detalle personalmente a D. Emiliano. Margarita te pide paciencia y distancia hasta que se tranquilicen las cosas. -

El periodista sintió las palabras de la doncella como un cuchillo que se abriera camino en su pecho, pero realmente era lo único que podía hacer: ocultar sus sentimientos y esperar.

Tras comprobar que no había nadie sospechoso en la calle, jorge se despidió de la doncella con la promesa de que le informaría ante cualquier giro inesperado de los acontecimientos. Luego volvió a subir a la redacción.

-Oiga pollo ¿Su “novia” no es del servicio de los marqueses de Fuensalida? - Le preguntó el director Acuña cuando Jorge volvió a su mesa, en un tono mucho menos estridente que el que habitualmente usaba en la redacción.

-Si ¿Cómo lo sabe usted? -

-No sea tonto Villafranca. Yo conozco a mucha gente, a todo el que es alguien en Madrid y he estado muchas veces en el palacete de los marqueses. Solamente le digo esto querido muchacho: Mucho cuidado con Emiliano Fuensalida… hay asuntos que a usted aún le vienen muy grandes. -

Esto último lo dijo el director afirmando levemente con la cabeza un gesto que a Jorge no le pasó desapercibido. Eran casi las mismas palabras que le había dicho el desconocido que asaltó su casa de Melilla.





Capítulo 2 de Hijos de los Montes

Madrid 4 de mayo de 1894

Jorge Villafranca Vargas



Tras la muerte de mi abuelo, me empleé como pastor al servicio de los nuevos propietarios de las tierras de los monjes.

Vivía en una choza de piedra junto a un aprisco a media jornada en burro de los Navalucillos y cuidaba en aquel lugar dejado la mano de Dios de un rebaño de más de doscientas cabras. Me acompañaban en aquel retiro un par de perros viejos y haraganes y un borrico muy listo de nombre Manolito, que era quien verdaderamente guiaba y cuidaba del ganado junto a un servidor en aquellas soledades.

Todas las semanas subía hasta el sitio Don Salvador, el capataz designado por el propietario y un par de hombres de su confianza con una recua de mulas. Me subían algunos sacos de grano para el ganado y las provisiones justas para que no me muriera de hambre. Menos mal que siempre me supe buscar el sustento entre las muchas cosas que la madre naturaleza da a quien sabe dónde buscarlas y además tenía la leche de las cabras, excepto el día de la visita del capataz, en el que tenía que ordeñar desde el amanecer todo lo que pudiera para llenar unas grandes cántaras que me intercambiaban en cada visita.

Don salvador nunca estaba contento con el trabajo. Nunca consideraba que hubiera suficiente leche, ni queso y cuando por desgracia alguna cabra se moría de muerte natural o se perdía en el monte y era presa de los lobos, cosa bastante frecuente por cierto, no dudaba en propinarme fuertes varetazos con una fusta que siempre llevaba encima y que era como la extensión de su brazo.

En vida de mi abuelo, este jamás me puso una mano encima, ni mi abuela, ni esa desdichada que me ha traído a este mundo. Yo estaba en la edad en la que uno no es un niño, pero tampoco se puede considerar un hombre y comenzaba a sentarme como a la zorra los perdigones que aquel señorito me azotase y aún me sentaban peor las burlas hacia mi persona de los gañanes que le acompañaban, pero pensaba en el socorro que las míseras monedas que ganaba suponían para mi abuela y mi hermana y aguantaba como podía todo aquel abuso.

Aquel invierno fue tan crudo que ni los más viejos recordaban uno igual. La nieve y el hielo bloqueaban las veredas que conducían al aprisco. El burro Manolito que compartía el calor de la choza conmigo, ponía las orejas muy tiesas escuchando los aullidos de los lobos cada vez más cercanos. Los viejos perros que tenía eran una escasa ayuda a la hora de defender a la manada de cabras. Casi todas las noches tenía que salir armado tan solo con un garrote, un tizón y los fuertes rebuznos del borrico a mí espalda a espantar a las fieras, que insistentemente intentaban penetrar en el corral acuciadas por la misma hambre que teníamos nosotros.

El grano y el forraje se acabaron pronto y las cabras tampoco tenían nada que comer en aquella montaña, por lo que las más viejas y enfermas comenzaron a morirse. Los cadáveres que a lomos de Manolito abandonaba lo más lejos que podía del aprisco, sirvieron para que la lobada nos diera algo de tregua hasta que comenzaron a fundirse las nieves.

Una mañana de improviso se presentó Don Salvador y sus dos asistentes. El invierno y los lobos habían reducido la piara de cabras a casi la mitad. El capataz ayudado por sus dos secuaces me dio una paliza de muerte, amén de comunicarme que “no iba a ver un real hasta que pagase las cabras que faltaban”.

Pasados unos días, cuando me repuse un poco de los golpes, abandoné aquel lugar junto con el borrico que por propia elección decidió venirse conmigo.

Vivía en una cueva casi inaccesible y robaba lo que podía, muchas veces con la connivencia de algunos vecinos de la comarca que conocían a la familia y me socorrían en lo poco que podían.

A mi abuela y a mi hermana pequeña, aquel grandísimo hijo de puta de Don Salvador las echó de la casa que ocupaban en el pueblo en venganza por mí deserción, por lo que no tuvieron más remedio que mudarse a un chamizo casi en ruinas que les cedieron por caridad unos parientes de Navas de Estena. Durante aquel periodo las ayudé todo lo que pude, pero la fusta del capataz llegaba muy lejos en aquella comarca y tenía que seguir oculto.

Con el tiempo se olvidaron de mí y pude volver con mi familia. El burro Manolito, que era más listo que el hambre, sobrevivió suelto en las cercanías de la cueva donde me ocultaba y se vino conmigo a Navas. Con él me dedique a hacer de recadero llevando y trayendo cosas para los vecinos. Por aquel entonces llegamos a creernos que podríamos levantar cabeza, incluso sembramos un huerto y hasta pudimos comprar unas pocas gallinas.

 En aquella buena época comencé a interesarme por una chica del pueblo, Laura se llamaba y era hija de unos agricultores pobres, aunque no tanto como nosotros. Sus padres no estaban muy conformes con la relación. Yo a ella parecía gustarle y tampoco había un partido mucho mejor en la zona que se interesase por la moza, por eso transigieron en que siguiéramos viéndonos. Pero como dice el refrán: ¡Que poco dura la alegría en casa del pobre!

Cumplía yo aquel año de 1863 la edad militar y al ser el único sustento de mi familia la ley me asistía para que no cumpliera el servicio, o al menos lo hiciera lo más cerca posible de mi lugar de residencia, pero el secretario del ayuntamiento sobornado por Don Salvador le entregó un destino en Talavera de la Reina al hijo de aquel cacique y a mí me destinaron a las Filipinas.

En la disyuntiva de pasar cinco años en aquellas selvas lejanas dejando morir de hambre a mi hermana y a mi abuela y siendo yo muy probablemente víctima de unas fiebres o de las balas de algún nativo rebelde, opté por la única salida que me quedaba y conocía, echarme otra vez al monte.

La deserción del ejército es un delito grave. Esta vez no me perseguía una panda de aldeanos si no las fuerzas del orden. Varias veces se presentó el secretario del ayuntamiento acompañado por la guardia civil en nuestra casa, maltratando de palabra y obra a mi abuela y a mi hermana, que por aquel entonces contaba con tan solo ocho años de edad. En una de aquellas visitas les incautaron al borrico Manolito y las gallinas alegando que eran robadas.

Todo tiene un límite en esta vida y la paciencia de la pobre vieja lo alcanzó aquel día. Al domingo siguiente, le esperó a la salida de misa y con un garrote le rompió la crisma a aquel funcionario prevaricador.

Mi abuela ingresó en la cárcel de mujeres donde al poco tiempo murió. A mi hermana la mandaron a un orfanato. Del secretario del ayuntamiento tengo alguna noticia y sé que aún permanece con vida. Su familia le saca a tomar el sol los días que hace bueno en una silla a la puerta de su casa en el pueblo. Nunca volvió a hablar ni a andar desde aquel día y un hilo de baba le cae de la boca permanente abierta en la misma expresión de asombro que se le quedó desde que aquella mujeruca pequeña y seca le arreó el garrotazo.

A Manolito le llevaron al corral de la casa grande donde vivía D. Salvador y su familia, pero una noche se escapó y no se ha vuelto a saber de él. Algunos vecinos de la comarca afirmaban haberlo visto por el monte cerca de la cueva donde me refugié cuando abandoné el aprisco.